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De camino al apartamento de Junko, se detuvieron a cenar. No sacaron a relucir ni el tema de los Guardianes ni el de sus propias vidas. Koichi se limitó a enseñarle el funcionamiento básico de un ordenador. Junko formulaba preguntas a las que Koichi respondía con mayor o menor grado de admiración hacia ella, desde un eufórico «¡Eres un genio!» hasta un dramático «Eso no tiene importancia alguna». Junko rió con tanta fuerza que se le escapó alguna que otra lágrima. De repente, se dieron cuenta de que en el exterior, el aguanieve empezaba a cuajar.

– No va a parar -declaró Koichi.

– Pues yo creo que sí -rebatió ésta con tono optimista. Sin embargo, para cuando llegaron a su apartamento, nevaba con mucha fuerza. Ambos sacaron las compras del coche y corrieron a resguardarse. Una vez dentro, Koichi echó un crítico vistazo a su alrededor.

– ¿Qué estás mirando?

– Tienes razón. Es pequeño.

– Mis más sinceras disculpas, alteza.

– Quitemos esa estantería de ahí y, quizá, tengamos sitio para instalarlo. Deberíamos comprar una mesa de escritorio.

– No habrá espacio suficiente -replicó Junko-. Podemos utilizar la mesa de la cocina.

– ¿Y dónde comerás?

– Siempre como en esa mesita de ahí.

– ¡Qué vida tan sencilla!

Una vez eligieron el lugar, Koichi empezó a abrir las cajas. Junko miró el reloj de la pared. Ya eran las ocho pasadas.

– ¿Vas a tirarte aquí toda la noche, instalando eso?

– No hay tiempo que perder, cielo. Tenemos trabajo que hacer.

– ¿Cuánto tiempo tardarás?

– Unas dos horas tal vez. -Koichi la miró de reojo-. No te preocupes, no me abalanzaré sobre ti. No correré el riesgo de que me chamusques.

– Capullo.

Koichi trajo la mesa de la cocina y se puso manos a la obra. Enchufó cables y presionó botones mientras mascullaba jerga informática. Junko decidió dejarlo a su aire. Se dio cuenta de que debía retirar todas las bolsas de la ropa que él la había comprado y así dejar espacio suficiente para el ordenador. Koichi también reparó en ellas.

– Podrías haberte decidido antes -protestó-. Ya es demasiado tarde para devolverlas.

– Voy a donarlas.

– No se te da nada bien seguir las normas, ¿sabes? -suspiró-. De acuerdo, tengo una idea. Haremos que los Guardianes la paguen.

– ¡No harán nada parecido!

– Sí que lo harán. Recuerda, señorita, si quieres trabajar para los Guardianes, tienes que estar dispuesta a moverte de un lado para otro. Y eso incluye alojarse en hoteles de lujo, por lo que no querrás llamar demasiado la atención. Así que, esa ropa puede considerarse como gasto profesional.

Junko empezó a apartar a un lado las bolsas.

Era la primera vez que alguien entraba en su casa, en esa y en cualquiera otra en la que había vivido antes. Jamás había invitado a nadie, ni siquiera a Kazuki Tada. Ella sí había estado en su casa, pero él no llegó ni a acercarse hasta allí. Lo único que necesitaba saber era que Junko era su arma. No tenía por qué inmiscuirse en su vida privada. Aun así, si hubiese preguntado, ella le habría permitido la entrada, pero él no llegó a hacerlo nunca.

Junko se quedó plantada junto a la puerta y observó la espalda de Koichi mientras este lo instalaba todo. Desde su posición, se le veía relajado y parecía estar disfrutando. Ella apenas lo conocía, pero ahí estaba, absorto en su tarea, como en casa. Era casi como estar con alguien de la familia. Junko no era bajita, pero Koichi era tan alto que los muebles de alrededor parecían miniaturas. Junko recordó la breve temporada en la que trabajó en una tienda de muebles. El propietario le dijo una vez que los muebles eran femeninos en esencia.

«Cuando se case y viva con su marido, señorita Aoki, entenderá lo que le digo», le había dicho. ¿Explicaba eso lo que sentía en ese momento? No estaba segura, pero tenía la impresión de que tanto ella como los muebles de su casa encogían ante la presencia de Koichi. Y no le molestaba. Miró a través de las cortinas de las ventanas y vio que aún seguía nevando con intensidad. El frío empezaba a filtrarse por el cristal.

Junko decidió hacer café y se acercó al fregadero. El café recién molido era el único lujo que se permitía. Inhaló la deliciosa fragancia de los granos de café cuando los sacó.

– ¡Es todo un detalle! -Junko distinguió la voz de Koichi y se volvió sobre sí misma. Estaba sentado junto al teclado del ordenador con los codos apoyados en la mesa-. Siempre he soñado con que alguien me hiciera café.

– No lo estoy preparando para ti.

– No te rindes nunca, ¿eh?

– Tú termina tu trabajo.

– Está casi hecho. Queda lo más complicado: enseñarte a utilizarlo.

Junko llenó dos grandes tazas de café y acercó una silla para sentarse junto a Koichi. Empezó su lección por lo más básico: cómo encender la máquina. Al cabo de un rato, intercambió su asiento con Junko para que ésta quedase frente a la pantalla. Pensó haberlo comprendido todo tras la lección magistral impartida durante la cena, pero le resultó complicado hacerse incluso con el manejo del ratón.

– He tenido peores alumnos -dijo Koichi con magnanimidad-. Ya te acostumbrarás. -Le enseñó a enviar y recibir correos electrónicos y, hecho esto, anunció que había llegado el paso más importante-. Te has quejado por el precio de este pequeño artilugio -dijo, señalando una pequeña caja conectada al ordenador por un cable-. Pero vas a necesitarlo.

No parecía sino un interruptor con una lucecita roja.

– Es un mecanismo de autentificación de voz.

– ¿Un qué?

– Pone en marcha el sistema en cuanto identifica tu voz. -Koichi introdujo un código y Junko vio que una nueva ventana aparecía en la pantalla-. Cuando te registres, podrás acceder a tu cuenta de correo desde los Guardianes. Solo tú podrás entrar, nadie más. Una medida de seguridad, digamos… Algo esencial para una organización secreta.

En la pantalla se leía: «Introduzca contraseña»

– ¿Debo decir una combinación numérica?

– No. Después te diré el código que tienes que teclear, pero este es un proceso de dos etapas. Estos son los pasos. Primero, el ordenador registra tu voz. Segundo, en cuanto reconozca que eres tú quien entra en el sistema, abrirá tu cuenta de correo. Bastante inteligente, ¿no te parece?

– ¿Quieres decir que mi voz actúa como código? ¿Es eso?

– Así es, tendrás que decir la contraseña.

– ¿Qué tal «Guardián»?

Koichi negó con el dedo, cual director regañando a un actor.

– Eso no tendría ninguna gracia.

– ¡No se me ocurre otra cosa!

– A ver qué encuentro yo.

– Más vale que sea buena.

– ¿Qué te parece: «Amo a Koichi»? ¡Ay! -gritó este cuando Junko le dio una patada en la espinilla.

– Alégrate de que no lleve zapatos.

Koichi se frotó la pierna.

– De acuerdo, ya se me ocurrió una hace un rato… -dijo. Entonces, tomó el manual del ordenador, le dio la vuelta y le mostró lo que había escrito en el reverso.

Junko lo leyó.

– ¿Y por qué has elegido esa palabra?

– Porque es lo que eres. -La pantalla esperó pacientemente, con la misma ventana. Junko dudó. Koichi asintió, instándole a continuar.

Finalmente, pronunció:

– INCENDIARIA.

La pantalla convirtió la señal sonora en un diagrama de ondas y, acto seguido, oyó una voz que manaba del altavoz: «Incendiaria».

– ¿Ya está?

– ¡Eso es! Perfecto.

Ahora se abría una ventana en la que se leía: «Registro completo». En un fondo azul cielo, apareció un angelito blanco blandiendo una gran espada de plata hacia el cielo. Parecía algún tipo de cuadro religioso.

– Bienvenida a la Red Guardián -anunció Koichi.

Había dejado de nevar, pero una fina capa de nieve persistía en la escalera de incendios del edificio de Junko. Koichi bajó los escalones con rapidez, sin preocuparse lo más mínimo por resbalar. Se acercó al coche y miró al cielo.