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Jake posó la palma de su mano en la puerta del cuarto de baño, valorando el momento crítico de Emma, lleno de temor. Había permitido que el leopardo le controlase y la había empujado demasiado. Ella muy bien podría haber sido una virgen por la experiencia que tenía, y la clase de sexo que él había puesto en práctica con ella había sido demasiado intenso, demasiado rudo, demasiado animal. Maldición. La última cosa que él quería hacer era destruir la confianza que tan cuidadosamente había construido en ella. A veces incluso creía que había cambiado lo bastante como para merecerla. Pero profundamente en su interior, la bestia siempre estaba al acecho, siempre gruñía y exigía.

Estampó el puño en la puerta y se alejó airado, dirigiéndose hacia el cuarto de baño en su suite. Conocía a Emma, y tenía que ser más listo que ella, tenía que entender su siguiente movimiento y estar un paso por delante. Ella estaría pensando en marcharse. Él vio la humillación y el auto desprecio en sus ojos. No iba dirigido a él; ella ya le había perdonado por su comportamiento. Se sentía la responsable de lo ocurrido. Y no querría enfrentarse a él. Querría huir.

Él abrió el grifo y puso el agua tan caliente como pudo y se quedó de pie bajo el fuerte calor, deseando que esto derritiera su piel y abrasara al leopardo, le dejaría sentir lo que era herir a alguien, esto lo pilló desprevenido. Él no sabía amar. El amor ni siquiera era real. Era una palabra que la gente usaba para atraparse los unos a los otros. Emma pensaba que el amor era importante, pero él lo sabía bien. Lealtad, eso era lo que contaba. Sentía cariño por Emma a su manera. Su cuerpo deseaba el de ella, incluso lo necesitaba. El sexo era crudo y elemental; el sexo era real. Era una emoción. Él podía darle su lealtad y podía mantener su cuerpo saciado y feliz. Tenía que encontrar una manera de convencerla de que él podría darle mejor que otros hombres las cosas que realmente importaban, cosas como la protección y la lealtad.

Ella no confiaba en él. Una parte de él estaba furiosa porque no lo hiciera y la otra parte lo entendía. Ella no podía saber que, gracias a su leopardo, su cuerpo le dolía cada minuto del día, duro y desesperado por encontrar alivio. No podía saber la cantidad de mujeres que se le lanzaban. Él nunca había ido tras una mujer. Nunca jamás, no antes de Emma. Y nunca había tomado a una inocente. Todas las mujeres con las que había estado querían otra cosa además de su cuerpo, su dinero. No estaban interesadas en su mundo o sus niños, sólo en el dinero y el placer que su cuerpo podría proporcionarles.

– Emma. -susurró su nombre en voz alta, ansiándola, ansiando el modo en que ella sonreía, su olor, el sonido de su voz, la risa que siempre le incluía a él.

Ella había venido para ser su hogar. Él realmente esperaba ansioso de abrir la puerta de la cocina y encontrar su comida preparada con mimo. Ella prestaba atención a cuáles eran sus platos favoritos. Arreglaba la casa para satisfacerlo y lo ayudaba a relacionarse mejor con los niños, y hacía todo esto silenciosamente, suavemente.

Ni siquiera había notado las diferencias al principio, pero recordaba el momento en que esto le golpeó, el silencio total cuando llegaba a casa, a una casa vacía. La casa era enorme, una mansión, una obra maestra, tan fría como el infierno y tan vacía. Nunca se había molestado en contratar un cocinero porque no confiaba en nadie. Y entonces apareció Emma, con su risa, alegría, la casa se lleno de música, aromas y del repiqueteo de pies.

Los bebés le abrazaban con sus caras iluminándose cuando él volvía a casa, debido a ella. Emma. Ella les enseñaba con su ejemplo. Mientras que él cuidaba de ella, ésta sentía cariño por él y enseñaba a los niños a hacer lo mismo. El rostro de la mujer se iluminaba cuando lo miraba. Existía esa suave nota de bienvenida en su voz de la que él había llegado a depender. Cuando estaba malhumorado, borde y era un completo bastardo, en vez de enfadarse con él, ella le sonreía y le decía que se llevaba a los niños arriba para que él pudiera tener un poco de paz. O le tomaba el pelo, o le masajeaba los hombros. Pero nunca lo culpaba. A veces incluso le gastaba bromas y le mandaba salir, y esos momentos eran los que él más adoraba. Le hacían sentir parte de algo, amado.

El dormitorio de ella era su lugar favorito. Su olor estaba por todas partes, y cuando se acostaba en su cama y sepultaba la cara en su almohada, podía tomarla profundamente en sus pulmones. Antes de que ella hubiera venido, él había pasado la mayor parte de las noches deambulando por el exceso de energía, tanto sexual como emocional. Tenía demasiados recuerdos y al parecer no podía expulsarlos por la noche. Pero ahora podía yacer en la oscuridad con el cuerpo caliente y suave de ella a su lado, hablando durante largas horas en la noche, y sentirse en paz. Nunca había tenido esto antes, y si ella lo abandonaba, nunca lo tendría otra vez. Lo había arriesgado todo siendo demasiado primitivo y olvidando su inexperiencia.

Jake se puso un par de vaqueros y una camiseta y fue al cuarto de Emma, pisando suavemente sobre sus pies desnudos por el pasillo, procurando guardar silencio, sin querer alertarla de su presencia. La puerta estaba entornada y se deslizó dentro. Al instante supo que el cuarto estaba vacío. El débil olor de ella permanecía detrás, pero ahí sólo había silencio y la hoja blanca de papel en el centro de la cama todavía hecha. Él lo recogió, sus ojos lo escrutaron brevemente, sintiendo el golpe como una perforadora en sus entrañas.

Maldita fuera. Ella no iba a dejar el rancho. No esta noche. No mientras estuviera disgustada con él y no hubiera tenido la oportunidad de explicarle sus razones. Él era un hombre de negocios. Había estado en mil salas de juntas. Podía cerrar un trato, pero no si ella se marchaba del rancho. Cogió el teléfono con la mandíbula rígida y expresión salvaje.

Emma asomó la cabeza por la ventanilla y sonrió forzadamente a Jerico.

– Abre las puertas.

Para su asombro, Jerico movió la cabeza en gesto negativo con una pequeña mueca en su cara.

– No puedo hacer eso, Emma. ¿Adónde ibas a ir a estas horas de la noche?

Ella frunció el ceño.

– No es asunto tuyo.

– Soy el responsable -dijo Jerico-. No quiero perder mi trabajo.

Emma soltó su aliento despacio, obligándose a mantener su temperamento bajo control. No era culpa de Jerico. Él tenía que seguir las reglas lo mismo que todos.

– Voy a dar un paseo. -No era culpa suya que ella estuviera tan alterada. Esto sólo era culpa de ella. Suya. Se detestaba a sí misma, pero le dirigió una pequeña sonrisa, esperando cautivarle-. Por favor abre la puerta.

– No puedo hacer eso. Lo siento. El jefe dijo que no te dejara marcharte.

La ceja de Emma se elevó.

– Al contrario de la creencia popular, Jerico, no trabajo para Jake. Él no me puede dar órdenes. Abre la puerta.

Jerico negó con la cabeza, aunque parecía arrepentido.

– Ni siquiera llevas un guardaespaldas contigo. Dijo que no debías marcharte bajo ninguna circunstancia a menos que él expresamente diera el visto bueno. Si tienes problemas con el jefe…

Emma salió del Jeep y cerró la puerta de golpe.

– ¿De verdad Jake te ordenó que me retuvieras aquí, en el rancho? ¿Cómo una prisionera? Abre la puerta ahora mismo, Jerico. Quiero marcharme. Por si no lo has notado, soy una mujer adulta, no una niña.

– Emma…

– ¿Hay algún problema, Emma? -Drake apareció detrás de ella a su manera silenciosa.

Emma giró para mirar hacia su cara alcanzada por los faros del vehículo. La mirada penetrante de él se quedó en las marcas rojo vivo y más que evidentes de su cuello, la señal de la mordedura en su hombro. Él aspiró y se puso rígido, su mirada se movió a Jerico y después miró cautelosamente a su alrededor. Incluso retrocedió unos pasos, poniendo distancia entre ellos mientras su aguda mirada estudiaba las señales obvias de posesión. Echó otra mirada cautelosa alrededor, explorando la noche en busca de algo peligroso.