—Si vamos a la capital —dijo Pelorat—, nos sumiremos inmediatamente en el vórtice político. Y si ese mundo es contrario a la Fundación, como ese tipo de la estación de entrada dio a entender, nos veremos en apuros.
—Pero, por otra parte, tiene que ser el centro intelectual del planeta, y es precisamente allí donde encontraremos la información que buscamos. En cuanto a ser contrarios a la Fundación, dudo que puedan manifestarlo abiertamente. Quizá la alcaldesa no simpatice conmigo, pero tampoco puede permitir que se maltrate a un consejero. No querrá establecer tal precedente.
Bliss había salido del lavabo, las manos húmedas todavía después de haberse lavado la ropa, y ajustándose las prendas interiores sin el menor signo de preocupación.
—A propósito, supongo que los excrementos serán debidamente reciclados.
—A la fuerza —dijo Trevize—. ¿Cuánto tiempo piensas que duraría nuestra provisión de agua si no se reciclasen los excrementos? ¿Con qué crees que se elaboran esos sabrosos pastelitos esponjosos que comemos para alegrar nuestros alimentos congelados? Espero que esto no te quite el apetito, mi eficiente Bliss.
—¿Por qué habría de hacerlo? ¿De dónde crees que proceden la comida y el agua en Gaia, o en este planeta, o en Terminus?
—En Gaia —dijo Trevize—, los excrementos son, por supuesto, tan vivos como tú.
—Vivos, no. Conscientes. Ahí estriba la diferencia. Desde luego, su nivel de conciencia es muy bajo.
Trevize resopló con aire desdeñoso, pero se abstuvo de replicar.
—Iré a la cabina-piloto —dijo— para hacerle compañía al ordenador. Y no es que me necesite.
—¿Podemos entrar y ayudarte a hacerle compañía? —pidió Pelorat—. No puedo acostumbrarme al hecho de que pueda bajarnos por sí solo; o de que perciba otras naves, o tormentas o… lo que sea.
Trevize sonrió ampliamente.
—Pues vete acostumbrando, por favor. La nave está mucho más segura bajo el control del ordenador que lo estaría bajo el mío. Pero entrad. Os gustará ver lo que ocurre.
Ahora se encontraban sobre la mitad soleada del planeta, pues, según Trevize explicó, el mapa del ordenador podía adaptarse mejor a la realidad con luz de sol que en la oscuridad.
—Esto resulta evidente —dijo Pelorat.
—Pues no lo es tanto. El ordenador puede juzgar con la misma rapidez con la luz infrarroja que irradia la superficie incluso en la oscuridad. Sin embargo, las ondas infrarrojas, que son más largas, no permiten que el ordenador actúe con la misma resolución que lo haría con la luz visible. Dicho de otra manera, el ordenador no ve con tanta claridad y exactitud con los rayos infrarrojos, y yo, siempre que la necesidad no me lo impide, prefiero facilitarle las cosas al máximo.
—¿Y si la capital se encuentra en el lado oscuro?
—Hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que sea así —dijo Trevize—, pero si está en ese lado, una vez haya sido comprobado el mapa a la luz del día, podremos bajar a la capital con la misma seguridad, aunque allí sea de noche. Y mucho antes de que nos acerquemos a ella, interceptaremos rayos de microondas y recibiremos mensajes que nos dirigirán al puerto espacial más conveniente. No existe ningún motivo de preocupación.
—¿Estás seguro? —preguntó Bliss—. Me estás llevando allá abajo indocumentada, sin que nadie de aquí conozca mi mundo natal, y, en cualquier caso, no puedo ni quiero mencionarles Gaia. ¿Qué haremos, si me piden la documentación cuando estemos en la superficie?
—No es probable que esto ocurra —dijo Trevize—. Todos presumirán que se han cuidado de eso en la estación de entrada.
—Pero, ¿y si me la piden?
—Entonces, cuando llegue el momento, trataremos de solventar el problema. Mientras tanto, no creemos problemas en el aire.
—Pero si surge alguno, quizá sea demasiado tarde para resolverlo.
—Confiaré en mi ingenio para hacer que eso no ocurra.
—A propósito de ingenio, ¿cómo te las arreglaste para que nos dejasen pasar en la estación de entrada?
Trevize miró a Bliss y sus labios se dilataron en una sonrisa que le dio todo el aspecto de un pícaro adolescente.
—Sólo ejercitando el cerebro un poco.
—¿Qué hiciste, viejo? —se interesó Pelorat.
—Apelar a él de la manera más correcta —dijo Trevize—. Había probado la amenaza y el soborno sutil. Había apelado a su lógica y a su fidelidad a la Fundación. Nada de esto me dio resultado, y eché mano del último recurso. Le dije que estabas engañando a tu esposa, Pelorat.
—¿A mi esposa? Pero, querido amigo, yo no tengo esposa en este momento.
—Eso lo sé yo, pero él no.
—Supongo —dijo Bliss— que por «esposa» entendéis una mujer que es compañera regular de un hombre en particular.
—Un poco más que esto, Bliss —dijo Trevize—. Nos referimos a una compañera legal, que tiene ciertos derechos como consecuencia de esa relación.
—Bliss, yo no tengo esposa —intervino Pelorat nervioso—. Tuve una, en el pasado, pero hace mucho tiempo que no tengo ninguna. Si quieres someterte al ritual legal.
—¡oh, Pel! —dijo Bliss, haciendo un ademán de rechazo con la mano derecha—, ¿qué me importa eso a mí? Tengo numerosos compañeros cuya relación conmigo es comparable a la de uno de tus brazos con el otro. Sólo los Aislados se sienten tan alienados que deben valerse de convencionalismos artificiales para conseguir algo que logre sustituir, en parte, al verdadero compañerismo.
—Es que yo soy un Aislado, querida Bliss.
—Lo serás menos con el tiempo, Pel. Tal vez nunca seas Gaia realmente, pero sí menos aislado y tendrás muchas compañeras.
—Sólo te quiero a ti —dijo Pel.
—Porque no sabes nada de este asunto. Ya aprenderás.
Mientras duraba la conversación, Trevize observaba atentamente la pantalla y una expresión de forzada tolerancia aparecía en su semblante. La capa de nubes se había acercado y, durante un momento, todo fue una niebla gris.
«Necesito la visión de microondas», pensó. El ordenador pasó, de pronto, a la detección de ecos de radar. las nubes desaparecieron y apareció la superficie de Comporellon en colores falsos, un poco borrosos y oscilantes los limites entre sectores de diferente composición.
—¿Parecerá siempre así de ahora en adelante? —preguntó Bliss, un poco asombrada.
—Sólo hasta que pasemos debajo de las nubes. Entonces, volveremos a ver la luz del sol.
Casi no había acabado de decirlo, cuando la visibilidad volvió a la normalidad.
—Comprendo —dijo Bliss. Después, volviéndose hacia él, prosiguió—: Lo que no entiendo es por qué le importaba tanto al oficial de la estación de entrada que Pel engañase o dejase de engañar a su esposa.
—Le dije que si te retenía, la noticia podía llegar a Terminus y, por consiguiente, a oídos de la esposa de Pelorat, y que entonces, éste se hallaría en dificultades. No concreté qué clase de dificultades, pero procuré dar la impresión de que serían graves. Entre los varones existe una especie de masonería —aclaró Trevize, sonriendo—, y un hombre no traiciona nunca a otro; incluso le ayuda en caso necesario. Supongo que todo obedece a que los papeles pueden invertirse en otra ocasión. Presumo —añadió, más seriamente— que existe una masonería parecida entre las mujeres, aunque, como no soy mujer, nunca he tenido ocasión de observarlo de cerca.
—¿Hablas en broma? —preguntó Bliss, nublándose de — pronto su semblante.
—No, lo digo en serio —respondió Trevize—. Con ello no quiero decir que el tal Kendray nos haya dejado pasar sólo para ayudar a Janov a no indisponernos con su esposa. Puede que la masonería masculina haya servido para reforzar mis otros argumentos.