Выбрать главу

—Pero eso es horrible. Son las normas las que mantienen unida una sociedad en un todo. ¿Se pueden violar sin más, por razones triviales?

—Bueno —dijo Trevize, pasando a la defensiva—, algunas normas son triviales en sí mismas. Pocos mundos se muestran muy rigurosos en lo tocante a los viajeros que entran y salen de su espacio en tiempo de paz y de prosperidad comercial, como el que tenemos ahora gracias a la Fundación. Pero, por alguna razón, no ocurre así en Comporellon; tal vez debido a alguna cuestión oscura de política interior. ¿Por qué tendríamos que sufrir nosotros las consecuencias?

—Eso no viene al caso. Si sólo cumplimos las reglas que suponemos justas y razonables, ninguna de ellas podrá sostenerse, pues siempre habrá alguien que la considerará injusta e ilógica. Y si queremos favorecer nuestros intereses individuales, tal como los vemos, encontraremos alguna razón para creer que la norma que nos molesta no es justa ni razonable. Así, lo que empieza como una jugarreta astuta conduce a la anarquía y al caos, incluso para el autor de aquélla, ya que tampoco él podrá sobrevivir al derrumbamiento de la sociedad.

—Eso no ocurrirá tan fácilmente —dijo Trevize—. Tú hablas como Gaia, y Gaia no puede comprender la asociación de individuos libres. Las normas, establecidas con razón y con justicia, pueden dejar de ser útiles al cambiar las circunstancias, pero al permitir que continúen vigentes por la fuerza de la inercia, entonces, no sólo es justo, sino también útil, quebrantar aquellas que nos anuncian el hecho de que son inútiles, o incluso realmente perjudiciales.

—En ese caso, cualquier ladrón o asesino podría afirmar que está sirviendo a la Humanidad.

—Exageras. En el superorganismo de Gaia, existe un consenso automático sobre las normas de la sociedad, y a nadie se le ocurre quebrantarlas. En este sentido, podríamos decir que Gaia vegeta y se fosiliza.

En una asociación libre, sabido es que siempre hay un elemento de desorden, pero ése es el precio que se debe pagar por la capacidad de fomentar la novedad y el cambio. En general, es un precio razonable.

—Te equivocas de medio a medio si piensas que Gaia vegeta y se fosiliza —dijo Bliss, elevando el tono de la voz—. Nuestras acciones, nuestras costumbres, nuestras opiniones, son revisadas constantemente.

No persisten por inercia, de un modo irracional. Gaia aprende de la experiencia y la reflexión, y, por consiguiente, cambia cuando lo considera necesario.

—Aunque sea verdad lo que dices, la reflexión y el aprendizaje tienen que ser lentos, pues sólo Gaia existe en Gaia. En los mundos libres, incluso cuando casi todos están de acuerdo, hay unos pocos que discrepan y, en algunos casos, esos pocos pueden tener razón, y si son lo bastante inteligentes, entusiastas y justos, acabarán triunfando y pasarán a ser considerados héroes en las edades futuras, como ocurrió con Hari Seldon, que perfeccionó la psicohistoria, defendió sus propias ideas contra todo el Imperio Galáctico, y triunfó.

—Triunfó hasta ahora, Trevize. Pero el Segundo Imperio que proyectó tendrá que ceder el sitio a Galaxia.

—¿Ocurrirá así? —preguntó Trevize, frunciendo el ceño.

—La decisión fue tuya, y por mucho que discutas en pro de los Aislados y de su libertad para ser insensatos o criminales, hay algo en el fondo oculto de tu mente que te obligó a estar de acuerdo «conmigo-nosotros-Gaia» cuando hiciste tu elección.

—Precisamente estoy buscando lo que hay en el fondo oculto de mi mente —dijo Trevize, frunciendo más el entrecejo—, y empezaré a buscarlo allí. —Señaló el lugar de la pantalla donde aparecía una gran ciudad en el horizonte, un racimo de estructuras bajas que trepaban a ocasionales alturas, rodeadas de campos pardos bajo una ligera capa de escarcha.

Pelorat sacudió la cabeza.

—¡Lástima! Quería observar el acercamiento, pero me distraje escuchando vuestra discusión.

—No te preocupes, Janov —dijo Trevize—. Podrás hacerlo cuando salgamos de aquí. Te prometo que entonces mantendré la boca cerrada, si puedes persuadir a Bliss de que controle la suya.

La Far Star descendió siguiendo un rayo de microondas hasta una pista de aterrizaje del puerto espacial.

Kendray tenía una expresión grave cuando volvió a la estación de entrada y observó el paso de la Far Star. Y todavía seguía claramente deprimido al terminar su turno.

Estaba sentado a la mesa para la última comida del día, cuando uno de sus compañeros, un hombre larguirucho, de ojos separados, finos cabellos y unas cejas tan rubias que casi resultaban invisibles, se acomodó a su lado.

—¿Algo va mal, Ken? —preguntó el otro.

Kendray torció los labios.

—Se trata de esa nave gravítica que acaba de entrar, Gatis.

—¿ La de extraño aspecto y radiactividad cero?

—Por eso no era radiactiva. No utiliza carburante. Es gravítica.

—Es la que nos dijeron que vigilásemos, ¿verdad? —preguntó Gatis, asintiendo con la cabeza.

—Sí.

—Y te tocó a ti. Siempre tienes suerte.

—No lo creas. Una mujer, sin documentos de identidad, va en ella; Y no la he denunciado.

—¿Qué? No me lo digas. No quiero saber nada al respecto. Ni una palabra más. Puedes ser mi amigo, pero no voy a convertirme en cómplice de ese hecho.

—Esto no me preocupa. No demasiado. Yo tenía que enviar la nave.

Ellos quieren apoderarse de esa gravitica, o de otra cualquiera de su clase. Lo sabes muy bien.

—Seguro, pero hubieses tenido que denunciar a la mujer al menos.

—No me agradaba hacerlo. No está casada. Sólo fue recogida para…, para ser utilizada.

—¿Cuántos hombres van a bordo?

—Dos.

—¿Y la recogieron sólo para… para eso? Deben venir de Terminus.

—Así es.

—Los de Terminus son muy despreocupados.

—Cierto.

—Un asco. Y se salen con la suya.

—Uno de ellos está casado, y no quería que su esposa se enterase.

Si yo hubiese denunciado a la joven, aquélla se enteraría.

—¿No está en Terminus?

—Desde luego, pero lo sabría de todos modos.

—A ese tipo le estaría bien empleado que su mujer se enterase.

—De acuerdo, pero yo no puedo hacerme responsable de ello.

—Te machacarán por no haberle denunciado. Querer salvar a un hombre de un apuro no es excusa.

—¿Lo habrías denunciado tú?

—Supongo que no hubiese tenido más remedio que hacerlo.

—No, no lo habrías hecho. El Gobierno quiere esa nave. Si yo hubiera insistido en denunciar a la mujer, los hombres de la nave hubiesen cambiado de idea con respecto a aterrizar aquí y se hubieran marchado a otro planeta. Eso no le habría gustado al Gobierno.

—Pero, ¿te creerán?

—Creo que sí. Es una mujer muy linda. Imagínate a una joven como esa dispuesta a embarcarse con dos hombres, dos hombres casados y dispuestos a todo… Es tentador, ¿no crees?

—Supongo que no querrás que tu mujer se entere de lo que acabas de decir…, o de que lo has pensado siquiera.

—¿Quién va a decírselo? ¿Tú? —dijo Kendray, con aire desafiante.

—Vamos, me conoces mejor que todo eso —repuso Gatis, mientras su mirada de indignación se extinguía con rapidez—. No les hará ningún bien a esos hombres que les hayas dejado pasar.

—Lo sé.

—La gente de allá abajo lo descubrirán muy pronto, y aunque tú salgas bien de ésta, ellos no podrán librarse.

—También lo sé —dijo Kendray—, y lo siento por esos hombres. Los apuros en que la mujer pueda ponerles no serán nada en comparación con los que la nave les ocasionará. El capitán hizo unas cuantas observaciones… —Kendray se interrumpió.