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—¿Cuáles? —preguntó Gatis, vivamente interesado.

—Olvídalo —dijo Kendray—. Si la cosa se descubre, será mi fin.

—No voy a repetírselo a nadie.

—Yo tampoco. Esos dos hombres de Terminus me dan lástima.

Para cualquiera que haya estado en el espacio y experimentado su uniformidad, la verdadera emoción del vuelo espacial se produce cuando llega el momento de tomar tierra en un nuevo planeta. El suelo se desliza con rapidez debajo de ti, mientras tú captas imágenes de tierra y de agua, de zonas geométricas y líneas que deben ser campos y carreteras. Adviertes el verdor vegetal, el gris del hormigón, el pardo del suelo árido, el blanco de la nieve. Pero lo más emocionante son los conglomerados habitados; ciudades que, en cada mundo, tienen su geometría característica y sus peculiaridades arquitectónicas.

En una nave ordinaria, los tripulantes habrían sentido la excitación de tocar el suelo y deslizarse por la pista. La Far Star era distinta, la cosa cambiaba mucho. Flotó a través del aire, frenó equilibrando hábilmente la resistencia del aire y la gravedad, para acabar inmovilizándose sobre la pista del puerto espacial. El viento soplaba a ráfagas y eso significaba otra complicación. La Far Star, al ajustarse para responder a la atracción de la gravedad, no sólo era anormalmente ligera de peso, sino también de masa. Si ésta se acercaba demasiado a cero, el viento arrastraría a la nave de allí. De ahí que fuese preciso elevar la reacción a la gravedad y emplear los reactores con sumo cuidado, no sólo contra la atracción del planeta, sino también contra la fuerza del viento, de manera que se adaptasen exactamente a los cambios de intensidad de aquél. Sin un ordenador adecuado, la operación no habría podido llevarse a cabo.

La nave siguió bajando, con pequeños e inevitables cambios en su dirección, hasta que al fin descendió para posarse en la zona marcada a ese fin en el puerto.

El cielo estaba de un pálido azul, mezclado con blanco, cuando la Far Star aterrizó. El viento seguía soplando a nivel del suelo y, aunque ya no resultaba peligroso para la navegación, producía un frío que hizo estremecerse a Trevize. En ese momento se dio cuenta de que la ropa que llevaban era totalmente inadecuada para el clima de Comporellon.

En cambio, Pelorat miró satisfecho a su alrededor y respiró a pleno pulmón por la nariz, disfrutando, al menos de momento, con aquella sensación de frío. Incluso se desabrochó el abrigo para sentir el viento contra su pecho. Sabía que dentro de poco tendría que abrochárselo de nuevo y ponerse su bufanda, pero ahora quería sentir la existencia de una atmósfera, cosa que nunca ocurría a bordo.

Bliss se arrebujó en su abrigo y, con las manos enguantadas, se bajó el gorro hasta cubrirse las orejas. Tenía afligido el semblante y parecía a punto de llorar.

—Este mundo es malo —murmuró—. Nos odia y nos maltrata.

—En absoluto, querida Bliss —dijo Pelorat muy serio—. Estoy seguro de que este mundo gusta a sus moradores y de que…, bueno…, ellos le gustan a él, si quieres decirlo así. Pronto estaremos a cubierto, y allí hará más calor.

Casi como reparando un olvido, envolvió a Bliss en su propio abrigo, mientras ella se acurrucaba contra la pechera de su camisa.

Trevize se esforzó en no hacer caso de la temperatura. Recibió una tarjeta magnetizada de una de las autoridades del puerto, comprobándola con su ordenador de bolsillo para asegurarse de que contenía los detalles necesarios: su zona y número de aparcamiento, el nombre y número de motor de su nave, y otros datos más. Hizo una nueva comprobación para asegurarse de que la nave estaba firmemente sujeta y después suscribió una póliza de seguros por el máximo valor permitido, contra el riesgo de daños en la Far Star, aunque era una precaución inútil en realidad, ya que su nave sería invulnerable al probable nivel de la tecnología comporelliana, y si no lo era, resultaría totalmente irremplazable a cualquier precio.

Trevize encontró la parada de taxis en el lugar donde debía estar. (Muchos servicios de los puertos espaciales eran iguales en todas partes, tanto en situación como aspecto y modo de empleo. Tenían que serlo, dada la naturaleza multimundial de la clientela.)

Llamó a un taxi, indicando el punto de destino como «Ciudad» simplemente.

El vehículo se deslizó hacia ellos sobre unos esquíes diamagnéticos, desviándose ligeramente bajo el impulso del viento y temblando por la vibración de un motor no del todo silencioso. Era de color gris oscuro y lucía la insignia blanca de taxi en las portezuelas de atrás. El conductor llevaba un abrigo oscuro y un gorro de piel blanco.

—La decoración del planeta parece ser en blanco y negro —dijo en voz baja Pelorat advirtiendo esos detalles.

—Tal vez todo sea más alegre en la ciudad propiamente dicha —dijo Trevize.

—¿Van a la ciudad, amigos? —El conductor había hablado por un pequeño micrófono, tal vez para no tener que abrir la ventanilla.

El dialecto galáctico tenía un cierto sonsonete que le hacía bastante atractivo, además de que no resultaba difícil de comprender, lo cual siempre significa un alivio en un mundo desconocido.

—Sí —dijo Trevize.

Y la portezuela de atrás se abrió. Bliss subió, seguida de Pelorat y de Trevize, La portezuela se cerró, y enseguida notaron el aire caliente, Bliss se frotó las manos y lanzó un largo suspiro de alivio.

El taxi arrancó lentamente.

—La nave en que han venido ustedes es gravítica, ¿verdad? —preguntó el conductor.

—Considerando la manera en que bajó, ¿podría usted dudarlo? —repuso Trevize con seguridad.

—Entonces, ¿es de Terminus? —se interesó el taxista.

—¿Conoce usted algún otro mundo capaz de construirla? —dijo Trevize.

El conductor pareció considerar la semirrespuesta mientras el taxi adquiría velocidad.

—¿Siempre contesta usted las preguntas con otra pregunta? —dijo.

—¿Por qué no? —no pudo resistirse Trevize a replicar.

—En ese caso, ¿cómo me respondería a la pregunta de si es usted Golan Trevize?

—Le respondería: ¿Por qué me lo pregunta?

El taxi se detuvo en las afueras del puerto espacial.

—¡Por curiosidad! Repito: ¿Es usted Golan Trevize? —dijo el conductor.

La voz de Trevize adquirió un tono rígido y hostil.

—¿Qué le importa a usted?

—Amigo mío —dijo el conductor—, no nos moveremos de aquí hasta que usted haya contestado a mi pregunta. Y si no lo hace con claridad en uno u otro sentido en un par de segundos, cerraré la calefacción del compartimento de pasajeros y seguiremos esperando. ¿Es usted Golan Trevize, consejero de Terminus? Si su respuesta es negativa, tendrá que mostrarme sus documentos de identidad.

—Sí, soy Golan Trevize y, como consejero de la Fundación, espero ser tratado con toda la cortesía debida a mi rango. Si usted no lo hace así, le pondré en un aprieto, amigo. Y ahora, ¿qué?

—Ahora podemos continuar con más tranquilidad —repuso haciendo arrancar el coche de nuevo—. Yo elijo cuidadosamente mis pasajeros, y esperaba recoger a dos hombres. La mujer ha sido una sorpresa para mí, y ya que se trata de usted, puedo dejar que explique lo de la mujer cuando llegue a su destino.

—Usted desconoce mi destino.

—En realidad, lo sé. Va usted al Departamento de Transportes.

—No es allí donde yo quiero ir.

—Eso carece de importancia, consejero. Si yo fuese conductor de taxi, lo llevaría donde usted quisiera ir. Como no lo soy, le conduciré al lugar donde yo quiero que vaya.

—Perdón —dijo Pelorat, inclinándose hacia delante—, pero usted parece un taxista. Está conduciendo un coche de alquiler.

—Cualquiera puede conducir un taxi. No sólo quienes tienen licencia para ello. Y no todos los coches que parecen taxis lo son.