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—Dejémonos de juegos —dijo Trevize—. ¿Quién es usted y qué pretende? Recuerde que tendrá que responder de esto ante la Fundación.

—Yo no —repuso el conductor—. Mis superiores, tal vez. Yo soy un agente de la Fuerza de Seguridad de Comporellon. Se me ha ordenado que le trate con todo el respeto debido a su rango, pero usted debe ir adonde yo lo lleve. Y tenga mucho cuidado con lo que hace, pues este vehículo está armado, y mis órdenes son de defenderme si soy atacado.

El vehículo, habiendo alcanzado su velocidad normal, se deslizaba suavemente, en completo silencio.

Trevize permanecía sentado en él como si estuviese petrificado. Se daba cuenta, sin necesidad de verlo, de que Pelorat lo miraba de vez en cuando como diciéndole: «¿Qué vamos a hacer ahora? Dímelo, por favor.

Una rápida mirada le informó de que Bliss iba tranquila, mostrando una visible despreocupación. Desde luego, ella sola era todo un mundo. Toda Gaia, aunque estuviese a una distancia galáctica, se hallaba envuelta en su piel. Tenía recursos a los que se podría apelar en caso de verdadera emergencia.

Pero, ¿ qué había ocurrido?

Estaba claro que el funcionario de la estación de entrada, siguiendo la rutina, había enviado su informe (omitiendo a Bliss) despertando el interés de los cuerpos de Seguridad y, de todos ellos, nada menos que del Departamento de Transportes. ¿Por qué?

Gozaban de un tiempo de paz y no sabía que existiese ninguna tensión concreta entre Comporellon y la Fundación. Él era un funcionario importante de la Fundación…

¡Alto! Le había dicho al hombre de la estación de entrada, Kendray, que debía tratar de un asunto importante con el Gobierno comporelliano. Había hecho hincapié en ello para que les dejase pasar. Kendray debió de consignarlo en su informe, y quizá fuese eso lo que había despertado tanto interés.

No lo había previsto, y hubiese debido tenerlo en cuenta. Entonces, ¿dónde quedaban sus presuntos dotes de hacer siempre lo debido? ¿Estaba empezando a creer que era la caja negra que suponía Gaia… o que Gaia decía que suponía? ¿Estaba siendo conducido a un tremedal por culpa de un exceso de confianza fundado en la superstición?

¿Cómo podía haberse dejado atrapar ni por un momento en aquella locura? ¿Acaso no se había equivocado nunca en su vida? ¿Podía saber el tiempo que haría al día siguiente? ¿Había ganado grandes cantidades en juegos de azar? Las respuestas eran no, no y no.

Entonces, ¿sólo acertaba en las cosas rudimentarias? ¿Cómo podía saberlo?

¡Olvídate de esto! A fin de cuentas, el que hubiese declarado que tenía importantes asuntos de Estado… No, se había referido a la «seguridad de la Fundación»…

Bueno, el mero hecho de que estuviese allí por un asunto que afectaba a la seguridad de la Fundación, y de que hubiese llegado en secreto y sin previo aviso, tenía que haber llamado la atención… Sí, pero hasta que supiese de qué se trataba, actuarían, seguramente, con la máxima circunspección. Se mostrarían ceremoniosos y lo tratarían como a un alto dignatario. No se atreverían a secuestrarle ni a amenazarle.

Sin embargo, exactamente eso era lo que habían hecho. ¿Por qué? ¿Qué hacia que se sintiesen lo bastante fuertes y poderosos para tratar de aquella manera a un consejero de Terminus?

¿Podía ser la Tierra? ¿Se trataría de la misma fuerza que ocultaba el mundo de origen con tanta eficacia, incluso contra las grandes mentalidades de la Segunda Fundación, y que ahora trataba de hacer fracasar su búsqueda de la Tierra en la primera fase de su pesquisa? ¿Era la Tierra omnisciente? ¿Omnipotente?

Trevize movió la cabeza. Ese camino le llevaba a la paranoia. ¿Iba a culpar a la Tierra de todo? Cualquier comportamiento extraño, toda torcedura en el camino, todo cambio en las circunstancias, ¿eran resultado de las secretas maquinaciones de la Tierra? Si empezaba a pensar así, estaba perdido.

En ese momento, Sintió que el vehículo reducía la velocidad, y volvió a la realidad de golpe.

Se dio cuenta de que, ni siquiera por un instante, se había fijado en la ciudad que estaba» cruzando. Y ahora miró a su alrededor, un poco desconcertado. Los edificios eran bajos, pero se hallaba en un planeta frío donde la mayoría de las estructuras serían, probablemente, subterráneas.

No vio muestra alguna de color, y eso le pareció contrario a la naturaleza humana.

Sólo de forma esporádica vio pasar a alguien, siempre bien abrigado. Pero quizá la mayoría de las personas, al igual que los edificios, se encontrasen bajo tierra.

El taxi se detuvo delante de un edificio bajo y ancho, emplazado en una depresión cuyo fondo él no alcanzaba a ver. Transcurrieron unos minutos y el vehículo continuó parado allí, con su conductor también inmóvil. El gorro alto y blanco casi tocaba el techo del coche.

Trevize se preguntó vagamente cómo se las apañaba el conductor para entrar y salir del vehículo sin que se le cayese el gorro, y después dijo, con la controlada irritación que cabría esperar de un altivo y maltratado funcionario:

—Bueno, conductor, ¿qué pasa ahora?

La versión comporelliana del cristal de separación entre conductor y pasajeros no era, en modo alguno, primitiva. Las ondas sonoras podían pasar a través de él, aunque Trevize no estaba seguro de que no pudiesen hacerlo objetos materiales impulsados por una determinada fuerza.

—Alguien vendrá a recogerles —contestó el taxista—. Continúen sentados y no se preocupen.

Mientras decía esto, aparecieron tres cabezas, subiendo lentamente de la depresión en la que el edificio se asentaba. Después, el resto de los cuerpos apareció. Estaba claro que los recién llegados ascendían en el equivalente de una escalera mecánica, pero Trevize no pudo ver, desde su asiento, los detalles de aquel aparato.

Al acercarse los tres, la portezuela del taxi se abrió y una ráfaga de aire frío entró en el vehículo.

Trevize se apeó, abrochándose el abrigo hasta el cuello. Los otros dos le siguieron; Bliss, de mala gana.

Los tres comporellianos parecían amorfos, envueltos en prendas hinchadas y probablemente calentadas eléctricamente. Trevize los despreció por ello. Aquellas ropas no resultaban útiles en Terminus, y la única vez que había pedido prestado un abrigo calorífico durante el invierno, en el cercano planeta Ana creon, había descubierto que tendía a calentarse poco a poco, de manera que cuando quería darse cuenta de que el calor era excesivo, ya estaba sudando incómodamente.

Al acercarse los comporellianos, Trevize advirtió, con profunda indignación, que iban armados. Y no trataban de disimularlo, sino todo lo contrario. Cada uno de ellos tenía un arma en su funda, colgando de la prenda de vestir exterior.

Uno de los comporellianos se adelantó para colocarse frente a Trevize.

—Disculpe, consejero —dijo con voz ronca.

Y le abrió el gabán con un rudo movimiento. Con extrema rapidez pasó las manos sobre los costados, la espalda, el pecho y los muslos de Trevize. Sacudió y palpó el abrigo. Trevize se hallaba tan abrumado, confuso y asombrado que sólo cuando el hombre hubo terminado se dio cuenta de que había sido rápida y eficazmente cacheado.

Pelorat, con la cabeza baja y la boca retorcida en una mueca, sufría una ofensa similar de manos del segundo comporelliano.

El tercero se acercó a Bliss, pero ésta no esperó a que la rozase. Al menos ella sabía, de algún modo, lo que debía esperar de él, pues, se despojó del abrigo y se quedó plantada allí un momento, con sólo su ligero vestido, expuesta al viento sibilante.

—Puede usted ver que no llevo armas —dijo con una frialdad acorde con la temperatura.

Y ciertamente, cualquiera podía darse cuenta. El comporelliano sopesó el abrigo, como si así pudiese saber si contenía alguna arma (y tal vez sí que podía), y se retiró.