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Bliss se puso la prenda de nuevo, arrebujándose en ella y, durante un instante, Trevize admiró su actitud. Sabía lo mucho que la joven sentía el frío, pero no había permitido que el menor temblor lo revelase, a pesar de llevar el pantalón y una blusa fina como único abrigo.

Entonces, Trevize se preguntó si, en casos de urgencia, no extraería calor del resto de Gaia.

Uno de los comporellianos hizo un gesto y los tres forasteros lo siguieron. Los otros dos comporellianos cerraron la marcha. Dos o tres transeúntes que pasaban por la calle no se detuvieron a observar lo que sucedía. O estaban demasiado acostumbrados a escenas semejantes o, y era lo más probable, sólo pensaban en llegar a su abrigado destino lo antes posible.

Trevize pudo ver que los comporellianos habían subido por una rampa móvil. Ahora, bajaron los seis por ella y cruzaron una puerta casi tan complicada como la de una nave espacial, sin duda destinada a conservar el calor interior, más que a renovar el aire.

Y, de pronto, se hallaron dentro de un gran edificio.

V. Lucha por la nave

La primera impresión de Trevize fue que se hallaba en el escenario de un hiperdrama, concretamente, el de un romance histórico de los tiempos imperiales. Era un escenario muy particular, con pocas variaciones (tal vez sólo existiese uno y era usado por todos los productores de hiperdramas), que representaban la gran ciudad-planeta de Trantor en su apogeo.

Vio los grandes espacios, las carreras de los atareados peatones, los pequeños vehículos rodando a gran velocidad por los carriles que les estaban reservados.

Trevize miró hacia arriba, casi esperando ver aerotaxis elevándose e introduciéndose en oscuros refugios abovedados, pero éstos, al menos, brillaban por su ausencia. En realidad, al cesar su asombro inicial, observó con claridad que se trataba de un edificio mucho más pequeño de lo que hubiese cabido esperar en Trantor. Sólo era un edificio y no parte de un complejo que se extendiese sin interrupción miles de kilómetros en todas direcciones.

También los colores eran diferentes. En los hiperdramas, a Trantor la presentaban siempre con colores de un chillón espantoso, y con un vestuario literalmente incómodo y nada práctico. Sin embargo, todos aquellos colorines y ringorrangos tenían un fin simbólico: indicaban la decadencia del Imperio (concepto obligatorio en aquellos días) y de Trantor en particular.

Pero, si esto era así, Comporellon parecía todo lo contrario de decadente, pues la combinación de colores que había observado Pelorat en el puerto espacial prevalecía también allí.

Las paredes estaban pintadas en tonos grises; los techos eran blancos, y las vestiduras de la población, negras, grises y blancas. De vez en cuando, se veía un traje negro por completo o, todavía más ocasionalmente, completamente gris, pero nunca todo blanco, como Trevize pudo comprobar. En cambio, los modelos eran diferentes siempre, como si las personas, al no poder usar los colores, buscasen y lograsen encontrar maneras de afirmar su individualidad.

Las caras tendían a ser inexpresivas o, si no eso, hoscas. Las mujeres llevaban los cabellos cortos; los hombres, más largos, recogidos hacia atrás en cortas coletas. Nadie miraba a los demás al cruzarse con ellos. Todos parecían llevar algo entre ceja y ceja, como si una sola idea ocupase la mente de cada cual y no dejase sitio para nada más. Hombres y mujeres vestían de manera parecida, y sólo la longitud de los cabellos, el ligero abultamiento de los senos y la anchura de las caderas marcaban la diferencia.

Los tres fueron conducidos hasta un ascensor que descendió cinco plantas. Cuando salieron de él, les acompañaron a una puerta en la que, en pequeñas y sencillas letras blancas sobre fondo gris, se leía: «Mitza Lizalor, MinTrans.»

El comporelliano que iba en cabeza tocó el rótulo, el cual se iluminó al cabo de un momento. La puerta se abrió y todos entraron.

Se encontraron en una grande y bastante vacía habitación y su desnudez servía, quizá, para indicar, con aquel derroche de espacio, el poder de su ocupante.

Dos guardias se hallaban de pie junto a la pared del fondo, inexpresivos los rostros y las miradas fijas en los que entraban. Una gran mesa ocupaba el centro de la estancia o, quizás, un poco más atrás del centro. Detrás de la mesa, hallábase la persona que debía ser Mitza Lizalor, robusta, de cara suave y ojos negros. Dos manos vigorosas y eficientes, de largos dedos de punta roma, se apoyaban sobre la mesa.

La «MinTrans» (Trevize presumió que significaba ministro de Transportes) vestía un traje gris oscuro con solapas de un blanco deslumbrante. Un doble galón blanco bajaba en diagonal desde debajo de las Solapas, cruzándose sobre el centro del pecho. Trevize pudo ver que, si bien el traje estaba cortado de manera que simulaba el abultamiento de los senos femeninos, la X blanca del galón hacía que éstos atrajesen la atención.

El ministro era indudablemente una mujer. Aunque se prescindiese de los senos, los cabellos cortos lo demostraban, y, a pesar de no ir maquillada, sus facciones lo indicaban así. Su voz también era inconfundiblemente femenina; uva voz de contralto.

—Buenas tardes —dijo—. No es frecuente que hombres de Terminus nos honren con su visita. Y tampoco una mujer desconocida. —Sus ojos pasaron de uno a otro y se fijaron después en Trevize, que permanecía rígidamente en pie y con el ceño fruncido—. Además, uno de los hombres es miembro del Consejo.

—Consejero de la Fundación —dijo Trevize dando a su voz un tono vibrante—. Consejero Golan Trevize, en una misión de la Fundación.

—¿Una misión? —preguntó la ministra, arqueando las cejas.

—Una misión —repitió Trevize—. Entonces, ¿por qué se nos trata como a delincuentes? ¿Por qué hemos sido custodiados por guardias armados y traídos aquí como prisioneros? Espero que comprenda que el Consejo de la Fundación no se mostrará muy satisfecho cuando se entere de esto.

—Y en todo caso —dijo Bliss, con una voz que parecía un poco estridente en comparación con la de la otra mujer—, ¿vamos a permanecer en pie indefinidamente?

La ministra miró a Bliss con frialdad durante un largo momento; después, levantó un brazo.

—¡Tres sillas! ¡Ahora! —ordenó.

Una puerta se abrió y tres hombres, vistiendo los oscuros trajes comporellianos de rigor, llegaron, casi corriendo, con tres sillas. Las tres personas que se encontraban de pie delante de la mesa se sentaron.

—Bueno —dijo la ministra, con una sonrisa glacial—, ¿están cómodos?

Trevize pensó que no era así. Las sillas no tenían cojines, resultaban frías al tacto, de asiento y respaldo planos, completamente inadaptadas a la forma del cuerpo.

—¿Por qué estamos aquí? —preguntó.

La ministra consultó unos papeles que tenía sobre la mesa — se lo explicaré en cuanto esté segura de los hechos. Su nave es la Far Star, de Terminus. ¿Es cierto, consejero?

—Sí.

La ministra lo miró.

—Yo le he dado su tratamiento, consejero. ¿Quiere usted, por cortesía, darme el mío?

—¿Será suficiente con señora ministra? ¿O tiene usted algún título honorífico?

—Ningún título honorífico, señor, y no necesita emplear dos palabras. «Ministra» es suficiente, o «señora», si la repetición le cansa.

—Entonces, mi respuesta a su pregunta es: Sí, ministra.

—El capitán de la nave es Golan Trevize, ciudadano de la Fundación y miembro del Consejo de Terminus, consejero de reciente nombramiento, dicho sea de pasada. Y usted es Trevize. ¿Estoy en lo cierto, consejero?

—Así es, ministra. Y ya que soy ciudadano de la Fundación…

—Todavía no he terminado, consejero. Guarde sus objeciones para más tarde. Su acompañante es Janov Pelorat, erudito, historiador y ciudadano de la Fundación. Usted es el doctor Pelorat, ¿verdad?