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Pelorat no pudo reprimir un ligero sobresalto al volver la Ministra su aguda mirada hacia él.

—Sí, mi… —Se interrumpió y empezó de nuevo—: Sí, ministra.

Ésta cruzó las manos con fuerza.

—En el informe que me ha sido enviado, no se menciona a ninguna mujer. ¿Es ésta miembro de la dotación de la nave?

—Sí, ministra —respondió Trevize.

—Entonces, me dirigiré a la mujer. ¿ Su nombre?

—Me llaman Bliss —dijo ésta, irguiéndose en su asiento y hablando con tranquila claridad—, aunque mi nombre es más largo, señora. ¿Desea que se lo diga entero?

—De momento, me contentaré con Bliss. ¿ Es usted ciudadana de la Fundación, Bliss?

—No, señora.

—¿De qué mundo es usted ciudadana, Bliss?

—No tengo documentos que acrediten mi ciudadanía de cualquier mundo, señora.

—¿No tiene documentos, Bliss? —preguntó mientras hacía una pequeña señal en los papeles que tenía delante—. Tom o nota de ello. ¿Qué trabajo desarrollaba usted a bordo de la nave?

—Soy una pasajera, señora.

—¿Le pidieron sus documentos el consejero Trevize o el doctor Pelorat antes de que subiese usted a bordo, Bliss?

—No, señora.

—¿Les informó usted de que no tenía documentos, Bliss?

—No, señora.

—¿Cuál es su función a bordo de la nave, Bliss? ¿Responde su nombre a su función?

Bliss dijo con orgullo:

—Repito que soy pasajera de la nave y no tengo otra función —respondió Bliss con orgullo.

—¿Por qué acosa usted a esta mujer, ministra? —terció Trevize—. ¿Qué ley ha quebrantado?

La ministra Lizalor fijó su mirada en Trevize.

—Usted no es de nuestro mundo, consejero —dijo—, y no conoce nuestras leyes. Sin embargo, se halla sujeto a ellas si desea Visitarnos.

No trae sus previas leyes consigo; ésta es una norma general del Derecho galáctico, según tengo entendido.

—Estoy de acuerdo, ministra, pero con ello no me dice qué leyes de ustedes ha quebrantado Bliss.

—Es norma general en la Galaxia, consejero, que un visitante de un mundo que se halle fuera de los dominios del que usted está visitando traiga consigo sus documentos de identidad. Muchos mundos transigen a este respecto, por mor del turismo o por indiferencia. Pero Comporellon no hace lo mismo. Nuestro mundo es amante de la ley y la aplica con severidad. Ella, por el hecho de ser indocumentada, vulnera nuestra ley.

—No podía hacer otra cosa —dijo Trevize—. Yo pilotaba la nave y descendí en Comporellon. Ella tenía que acompañarnos, ministra, ¿o cree usted que podía pedirnos que la arrojásemos al espacio?

—Eso significa que también usted ha quebrantado nuestra ley, consejero.

—No, usted está equivocada, ministra. Yo no soy un forastero. Soy ciudadano de la Fundación; y Comporellon, junto con los mundos que le están sometidos, es una Potencia Asociada de la Fundación. Como ciudadano de la Fundación, puedo viajar a este mundo con plena libertad.

—Cierto, consejero, si posee documentos que demuestren que es ciudadano de la Fundación.

—Los tengo, ministra.

—Sin embargo, el que usted sea ciudadano de la Fundación no le da derecho a quebrantar nuestra ley haciéndose acompañar de una persona indocumentada.

Trevize vaciló. Estaba claro que el guardia fronterizo, Kendray, no había cumplido su palabra: por consiguiente, él no estaba obligado a protegerle.

—No nos detuvieron en la estación de inmigración, ministra, y consideré que eso llevaba implícito el permiso de traer a esta mujer conmigo.

—Es cierto que no les detuvieron, consejero, y que la mujer no fue denunciada por las autoridades de inmigración, las cuales le dejaron pasar. Presumo, sin embargo, que los funcionarios de la estación de entrada decidieron, con razón, que era más importante el hecho de que su nave aterrizase en la superficie del planeta que impedir el paso a una persona indocumentada. Con ello, estrictamente hablando, infringieron las normas, y el asunto deberá ser juzgado, pero puedo asegurar que el fallo declarará que la infracción estuvo justificada. Somos un mundo rígido en la aplicación de la ley, consejero, pero no tanto como para desatender los dictados de la razón.

—Entonces —dijo Trevize rápidamente—, apelo a la razón para mitigar su rigor ahora, ministra. Si la estación de inmigración no la había informado de que una persona indocumentada estaba a bordo de la nave cuando aterrizamos, usted no sabía que habíamos vulnerado alguna ley.

Sin embargo, salta a la vista que estaba resuelta a detenemos en el momento en que aterrizásemos, y eso fue lo que hizo. ¿Por qué, si no tenía motivos para pensar que se violaba la ley?

La ministra sonrió.

—Comprendo su extrañeza, consejero —repuso la ministra sonriendo—. Por favor, permítame asegurarle que el hecho de que supiésemos o ignorásemos la condición de su pasajera no tuvo nada que ver con su detención. Estamos actuando en nombre de la Fundación, de la cual, como usted mismo ha observado, somos una Potencia Asociada.

Trevize la miró fijamente.

—Pero eso es imposible, ministra. Peor aún: resulta ridículo.

Ella emitió una risita que quería ser melosa.

—Resulta curiosa su consideración de que lo ridículo le parezca peor que lo imposible, consejero. Y en eso estoy de acuerdo. Sin embargo, por desgracia para usted, no se trata de ninguna de ambas cosas. ¿Por qué habría de serlo?

—Porque yo soy un alto funcionario del Gobierno de la Fundación y desempeño una misión por encargo de éste, y es absolutamente inconcebible que quiera detenerme, o incluso que tenga poder para hacerlo, ya que gozo de inmunidad legislativa.

—Veo que ha omitido mi tratamiento, pero está profundamente conmovido y se le puede perdonar. Sin embargo, no me han pedido directamente que lo detenga. Sólo lo he hecho para poder realizar lo que me han pedido que haga, consejero.

—¿Y es, ministra? —preguntó Trevize, tratando de dominar su emoción delante de aquella mujer formidable.

—Que, como piloto de la nave, consejero, la devuelva a la Fundación.

—¿Qué?

—De nuevo ha omitido el tratamiento, consejero, lo cual es un grave descuido por su parte, y no le ayuda en nada. Supongo que la nave no es suya. ¿Fue diseñada por usted, o construida por usted, o pagada por usted?

—Claro que no, ministra. Me fue confiada por el Gobierno de la Fundación.

—Entonces, presumiblemente, el Gobierno de la Fundación, tiene derecho a revocar su propia decisión, consejero. Me imagino que es una nave muy valiosa.

Trevize no respondió.

—Se trata de una nave gravítica, consejero —prosiguió la ministra—. No puede haber muchas como esa, e incluso la Fundación debe disponer de muy pocas. Y ahora parecen lamentar el haberle confiado una de ellas. Tal vez usted pueda persuadirles de que le confíen otra que sea menos valiosa, pero que le baste para llevar á cabo su misión. En todo caso, nosotros debemos hacemos cargo de la nave en que llegó.

—No, ministra, no puedo entregarle la nave. Ni puedo creer que la Fundación le pida eso.

—No sólo a mí, consejero —sonrió ella—. Ni a Comporellon concretamente. Tenemos buenas razones para creer que la orden fue enviada a todos y cada uno de los mundos y regiones que se hallan bajo la jurisdicción de la Fundación o asociados con ella. De todo ello deduzco que la Fundación desconoce su itinerario y le está buscando con irritado empeño. Y de ello deduzco, además, que usted no tiene ninguna misión que realizar en Comporellon en nombre de la Fundación, ya que, en ese caso, ellos sabrían dónde se encuentra usted y sólo se habrían dirigido a nosotros. Dicho en pocas palabras, consejero, usted me ha mentido.