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Había sido suya sólo unos pocos meses, pero le parecía como su casa y sólo conservaba una vaga idea del que había sido su hogar en Terminus.

¡Terminus! El eje descentrado de la Fundación, destinado por el «Plan de Seldon» a formar un segundo y más grande Imperio en el decurso de los siguientes cinco siglos. Aunque ahora él, Trevize, le había dado un nuevo rumbo. Por decisión propia, estaba convirtiendo la Fundación en nada, y haciendo posible, en su lugar, una nueva sociedad, un nuevo esquema de vida, una revolución espantosa que sería la más grande desde la aparición de la vida multicelular.

Emprendía un viaje encaminado a demostrarse (o a rechazar) que lo que había hecho era lo justo.

Se encontró perdido en sus pensamientos e inmóvil, y se sacudió con irritación. Se dirigió apresuradamente a la cabina-piloto y vio que su ordenador permanecía todavía allí.

Resplandecía; todo resplandecía. La limpieza no había podido ser más minuciosa. Los contactos, cerrados por él casi al azar, funcionaban a la perfección y, al parecer, con más facilidad que nunca. El sistema de ventilación era tan silencioso que tuvo que poner la mano sobre las rejillas para asegurarse de que el aire circulaba.

El círculo de luz sobre el ordenador brillaba agradablemente. Trevize lo tocó y la luz se derramó por toda la mesa, en la que apareció el perfil de una mano derecha y una mano izquierda. Inhaló a fondo y se dio cuenta que había estado sin respirar durante un rato. Los gaianos desconocían la tecnología de la Fundación y hubiesen podido averiar el ordenador con facilidad sin la menor malicia. Hasta ahora, no había sido así: las manos permanecían en su sitio.

La prueba definitiva la tendría al poner sus propias manos sobre aquéllas, y, por un momento, vaciló. Casi de inmediato sabría si algo andaba mal, y, de ser así, ¿qué podría hacer? Para repararlo, tendría que regresar a Terminus, y, si volvía, estaba seguro de que la alcaldesa Branno no dejaría que se marchase de nuevo. Y en tal caso…

Sintió que su corazón palpitaba con fuerza; era inútil prolongar aquella incertidumbre deliberadamente.

Extendió ambas manos, la derecha, la izquierda, y las apoyó sobre las siluetas; en ese instante, tuvo la sensación de que otro par de manos asían las suyas. Sus sentidos se expandieron, y pudo ver Gaia en todas las direcciones, verde y húmeda, y los gaianos que seguían allí. Cuando quiso mirar hacia arriba, vio un cielo nublado en su mayor parte. Después, también por su voluntad, las nubes se desvanecieron y contempló un cielo azul inmaculado que filtraba la luz del sol de Gaia.

De nuevo puso su voluntad a prueba, y el azul desapareció ocupando su lugar las estrellas..

Las borró y quiso contemplar la galaxia, y lo consiguió, viéndola como una rueda de fuegos artificiales a tamaño reducido. Examinó la imagen del ordenador, ajustando su orientación, alterando la marcha aparente del tiempo, haciéndola girar primero en una dirección y después en otra. Localizó el sol de Savshell, la estrella importante más próxima a Gaia; después, el sol de Terminus; luego, el de Trantor; uno tras otro. Viajó de una estrella a otra en el mapa galáctico contenido en las entrañas del ordenador.

Entonces, retiró las manos y dejó que de nuevo el mundo real lo rodease, y se dio cuenta de que había permanecido todo el tiempo en pie, inclinado a medias sobre el ordenador para establecer el contacto manual. Sintió que estaba entumecido y tuvo que estirar los músculos de su espalda antes de sentarse.

Miró el ordenador con fijeza, agradecido y aliviado. Su funcionamiento había resultado perfecto. Le había respondido mejor que nunca, y sintió por él lo que sólo podía describirse como amor. A fin de cuentas, mientras apoyaba sus manos en él (se negaba resueltamente a confesarse que pensaba que eran las manos de ella), formaban parte el uno del otro, y su voluntad dirigía, controlaba, experimentaba y pertenecía a un yo superior. El y aquello debían sentir, de una manera reducida, pensó de pronto, con inquietud, lo mismo que Gaia sentía en un campo muchísimo más amplio.

Sacudió la cabeza. ¡No, en el caso de él y el ordenador! Era él, Trevize, quien poseía el control absoluto. El ordenador se hallaba totalmente sometido a su mandato.

Se levantó y pasó a la bien abastecida cocina y al comedor. Había abundancia de comida de todas clases y aparatos adecuados de refrigeración y de calor. Ya había observado que las películas que guardaba en su habitación estaban en regla, y tenía el convencimiento…, no, la absoluta seguridad, de que Pelorat había comprobado que su filmoteca personal lo estaba también. De no haber sido así, seguro que ya se lo habría comunicado.

¡Pelorat! Eso le recordó una cosa. Entró en la habitación de Pelorat.

—¿ Hay sitio aquí para Bliss, Janov?

—¡Oh, sí! De. sobra.

—Podría convertir la sala común en su dormitorio.

Bliss lo miró, abriendo mucho los ojos.

—No deseo tener una habitación individual. Me encuentro muy bien aquí con Pel. Aunque supongo que podré usar las otras habitaciones cuando las necesite. Por ejemplo, el gimnasio.

—Por supuesto. Todas, excepto la mía.

—Muy bien. Eso es lo que yo habría sugerido, si hubiese tenido ocasión de hacerlo. Por lógica, tú tampoco entrarás en la nuestra.

—Desde luego —dijo Trevize, que miró hacia abajo y se dio cuenta de que sus zapatos pisaban el umbral. Dio un paso atrás—. Pero esto no es una suite nupcial, Bliss.

—Así parece, en vista de su estrechez, y tampoco lo sería si Gaia la ampliase la mitad de lo que es.

Trevize reprimió una sonrisa.

—Tendréis que comportaros como buenos amigos.

—Lo somos —dijo Pelorat, claramente molesto por el rumbo que había tomado la conversación—, pero creo, viejo amigo, que debes dejar que nos arreglemos nosotros solos.

—En realidad, no puedo —repuso Trevize pausadamente—. Quiero que quede bien claro que éste no es lugar adecuado para una luna de miel, No me opondré a nada de lo que hagáis por mutuo consentimiento, pero debéis daros cuenta de que aquí no gozaréis de intimidad.

Espero que lo comprendas, Bliss.

—Hay una puerta —dijo Bliss—, y me imagino que no nos molestarás cuando esté cerrada…, es decir, salvo en caso de verdadera emergencia.

—Claro que no. Sin embargo, las paredes no están insonorizadas.

—¿Estás tratando de decir, Trevize —dijo Bliss—, que oirás con claridad cualquier conversación que sostengamos y el ruido que podamos hacer cuando mantengamos relaciones sexuales?

—Sí, eso es lo que quería decir. Y teniéndolo en cuenta, espero que comprendáis que deberéis limitar vuestras actividades aquí. Eso puede incomodaros, y lo siento, pero la situación está así.

—La verdad es, Golan —dijo Pelorat amablemente después de un carraspeo—, que ya he tenido que enfrentarme con el mismo problema.

Como sabes muy bien, cualquier sensación que Bliss experimenta mientras está conmigo es experimentada por toda Gaia.

—Ya he pensado en esto, Janov —dijo Trevize, y pareció que reprimía una mueca—. No quería mencionarlo; sólo lo he hecho por si no habías pensado en ello.

—Por desgracia, lo pensé —dijo Pelorat.

—No des demasiada importancia a esto, Trevize —intervino Bliss—. En un momento dado, puede haber miles de seres humanos en Gaia que estén haciendo el amor; millones que estén comiendo, bebiendo, o entregados a otras actividades placenteras. Esto origina un ambiente general de felicidad que Gaia siente, y cada una de sus partes. Los animales inferiores, las plantas y los minerales gozan de placeres progresivamente reducidos, pero que también contribuyen a una alegría generalizada y consciente que Gaia experimenta en todas sus partes siempre, y que no se siente en ninguno de los otros mundos.