– Lo siento, lo siento… No quería decirlo. El no me obligará a irme, ¿verdad? Aún puedo ir al colegio…
Harry llamó a la puerta y la abrió. El corazón se le encogió al ver a Maisie acurrucada en su cama y se le hizo un nudo en la garganta. Las dos lo miraban, esperando a que hablara.
– Ven a verme mañana antes de ir a comprar, Jacqui -consiguió decir-. Necesitarás dinero.
Sintió la mirada de Jacqui fija en él, y supo que intentaba averiguar lo que estaba pensando. Esperó que cuando lo descubriera se lo dijera, porque él había abandonado el guión que se había escrito para sí mismo y estaba vagando en la oscuridad, buscando alguna luz que le mostrara el camino.
– Me gustaría que tú también vinieras -dijo ella-. En los sitios que no conozco me desoriento con facilidad.
Allí estaba. La luz en la oscuridad.
– Por supuesto -respondió-. ¿Sabes lo que necesita?
– Haré una lista -dijo ella. El asintió y se giró para marcharse- Harry… -lo llamó. Él se detuvo y espero-. Te he dejado algo de cena en el frigorífico.
El destello se hizo más brillante y más cálido. A Harry le pareció que había pasado una eternidad hasta que Jacqui fue a verlo a la biblioteca con una bandeja.
– He hecho café.
– No tenías que molestarte -dijo él, tomando la bandeja y dejándola sobre la mesita.
Aunque tal vez Jacqui hubiera hecho bien en molestarse. La bandeja, el café… no eran más que una manera de mantenerse ocupada y así evitar mirarlo. Y era sólo en esos momentos, cuando ella no lo miraba, cuando comprendía lo directa y penetrante que era su mirada. Era curioso cómo podía ver en su interior, sin importar la máscara que llevara. Después de verse a sí mismo con claridad por primera vez en mucho tiempo, no la culpaba por no querer mirarlo a los ojos en esos momentos. Jacqui sirvió el café en dos tazas y le tendió una a él sin leche ni azúcar. Entonces se sentó en el sillón más alejado de la chimenea y esperó a que él también se sentara.
– Debes de estar preguntándote… -empezó a decir él.
– Sí, pero antes de que digas nada, Harry, tienes que saber que Maisie y yo hemos tenido una charla por lo de los teléfonos y las mentiras. Ella ha confesado que escondió mi móvil y que sacó de su bolsa la ropa para el campo que su madre había metido y la cambió por sus vestidos más bonitos. Por lo visto, quería que te fijaras en ella.
– Pues dile que lo ha conseguido.
– Te sugiero que se lo digas tú mismo -replicó ella, muy seria.
– Lo haré -prometió él, consciente de que estaba en un serio problema, y no sólo por Maisie.
– Bien. A partir de ahí todo será más fácil. Maisie estaba muy preocupada por lo que pudieras pensar de ella-se metió la mano en el bolsillo y sacó una hoja plegada-. Por eso me dio su certificado de nacimiento.
– ¿Su certificado de nacimiento? -repitió él, perplejo-. ¿Qué demonios hacía con eso? Debería estar guardado bajo llave. Para no hacer daño a nadie…
– Dijo que lo había encontrado tirado por ahí, aunque sospecho que en realidad lo estaba buscando y que tal vez se aprovechó de algún cajón abierto -sonrió y él se olvidó de respirar-. No sé tú, pero yo confío en la habilidad de Maisie para crear una distracción conveniente cuando quiere conseguir algo.
– Es un pequeño demonio -corroboró él, y se sorprendió a sí mismo devolviéndole la sonrisa.
– Y en caso de que te preguntes por qué, diría que estaba intentando averiguar quién era ella.
La sonrisa se borró del rostro de Harry.
– Ella sabe quién es.
– ¿Eso crees? Si estuvieras en su lugar, ¿no tendrías unas cuantas preguntas?
– Debería habérselo preguntado a Sally -dijo él-. Su certificado de nacimiento no le dirá nada.
– ¿No? -preguntó ella, y abrió el documento-. A mí me parece que este pedazo de papel nos dirá bastante. Por ejemplo, no es un certificado de nacimiento normal y corriente. Ni siquiera un certificado de adopción. Es un certificado de nacimiento consular expedido en Digali, un pequeño país subsahariano que sufre desde hace muchos años una terrible guerra civil -levantó la mirada, desafiante-. ¿Estuviste trabajando allí?
– Para una ONG, sí.
– ¿De verdad? -preguntó con repentino interés, y soltó un pequeño suspiro-. Cómo te envidio.
– Deberías haber seguido con tu carrera si querías trabajar sobre el terreno. ¿Tienes idea de cuánta ayuda se necesita?
– Lo sé, pero la vida se interpuso en mi camino -dijo ella con una triste sonrisa, y pareció perderse en sus pensamientos por un momento.
– ¿Me contarás qué pasó? -le preguntó. Tenía que saber lo que la había vuelto tan triste.
Ella lo miró en silencio durante un rato.
– Tal vez. Más tarde, quizá…
¿Dependiendo de lo franco que fuera con ella? No tenía intención de mentirle.
– ¿Es una promesa? -preguntó, inclinándose hacia delante y aguardando su respuesta con la respiración contenida. Y cuando ella asintió, Harry supo que no había sido una decisión fácil y que lo había pensado muy seriamente antes de confiar en él.
– Es un trato, Harry. Tú me cuentas tus secretos y yo te cuento los míos.
– Mis secretos están ahí, en tu regazo, en un documento público.
– Quiero saber algo más aparte de que eres un mentiroso, Harry Talbot -las palabras eran duras, pero su voz no. Ni tampoco su mirada-. Muy bien -dijo ella, cuando él no dijo nada-. Vamos a ver -.desdobló la hoja y empezó a leer.
Padre: Henry Charles Talbot. Profesión: cirujano.
Madre: Rose Ngei.
Nombre del bebé: Margaret Rose.
Lugar de nacimiento…
– ¿Cómo lo hiciste, Harry? -le preguntó-. ¿Por qué lo hiciste?
– Porque no podía dejar que Maisie se convirtiera en otra estadística de guerra.
– Tiene que haber docenas de bebés. Cientos…
– Miles -corrigió él-. Siempre son los inocentes quienes más sufren.
– Pero ¿por qué ella?
Él negó con la cabeza, reacio a revivir el horror. Quería levantarse, salir de la biblioteca, perderse en las colinas… Pero eso era lo que había estado haciendo durante años. Huir hacia delante, refugiarse en el trabajo. El hecho de haber llegado finalmente a un punto muerto demostraba que no era ésa la respuesta. E ir de un sitio para otro no había supuesto la menor diferencia. Pero había mantenido su dolor encerrado durante tanto tiempo que no podía expresarlo con palabras. Se arrodilló frente al fuego, removió las cenizas con un atizador y añadió un par de troncos, observando cómo empezaban a arder. Quería retrasar el momento lo más posible. Ella no lo presionó. Permaneció callada mientras él organizaba sus pensamientos.
– Su madre era una refugiada que huía de los combates -dijo él finalmente-. Nunca supe su nombre… Tuve que inventármelo -la miró para asegurarse de que lo entendía y ella le puso una mano en el hombro para confirmárselo-. Ni siquiera sé de dónde era, sólo que había tenido la desgracia de meterse en un campo de minas. La llevaron al hospital donde yo trabajaba. Lo único que pude hacer fue traer al mundo a Maisie con una cesárea de emergencia.
Jacqui no dijo nada. Se limitó a cubrirse la boca con la mano. Podía imaginar el horror que Harry describía sin necesidad de más detalles.
– Maisie era pequeña y débil, pero cuando saqué su cuerpecito de los restos de su madre y la lavé, soltó un grito de… triunfo. Era como si exclamase: «¡Lo he conseguido! ¡Estoy viva!». Y me agarró el dedo como si nunca fuera a soltarlo. En aquel lugar tan espantoso, fue como un milagro, Jacqui.
– Lo fue. Tú la salvaste.
– ¿Pero para qué? La cruda realidad era que no sobreviviría ni un solo día en un campo de refugiados sin una madre que la cuidara.