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Jacqui salió del coche y, evitando los charcos y el fango, levantó el pesado cierre metálico y se puso debajo para oponer una previsible resistencia. Pero casi cayó de bruces, pues el cierre se deslizó fácilmente sobre unas bisagras bien engrasadas.

Maisie no dijo nada mientras Jacqui se limpiaba el barro de los zapatos y volvía a sentarse tras el volante. Aparentemente seguía absorta con su CD, pero su sonrisa de autosatisfacción revelaba lo que estaba pensando.

Princesita, 1. Adulta estúpida, 0.

Jacqui condujo durante unos cien metros más, hasta que vio surgir de entre la niebla una impresionante mansión recubierta de hiedra, con torres en cada esquina y tejados con almenas, que le conferían un aspecto más parecido al de una fortaleza que al hogar de una abuela.

A pesar de que nunca se había acercado antes a High Tops, el lugar le resultó vagamente familiar y le provocó una extraña sensación de miedo. Sin duda sería por la combinación de niebla y lodo. Tal vez no estuviera totalmente de humor para el sol, la arena y la sangría, pero sabía muy bien qué opción habría elegido de tener oportunidad. Casi sentía lástima por Maisie. Qué tontería, se recriminó a sí misma. En cualquier momento la puerta se abriría y la niña sería acogida por su querida abuela. Sin embargo, la puerta permaneció cerrada.

– Será mejor que esperes aquí mientras voy a llamar -le dijo a Maisie, antes de que la niña se manchara innecesariamente sus preciosos zapatos de satén.

Maisie pareció a punto de decir algo, pero se limitó a suspirar. Envuelta en el aire frío y húmedo, Jacqui subió corriendo los escalones hasta las puertas tachonadas de hierro. No había timbre. Sólo una vieja campana. Al levantar el brazo, el brazalete de plata se le deslizó hacia abajo y el corazón destelló al reflejar la luz. Por un momento Jacqui se quedó helada, pero enseguida tiró del badajo con fuerza, produciendo un tintineo largo y reverberante.

De alguna parte se elevó el largo y lastimero aullido de un perro. Jacqui miró nerviosa a su alrededor, casi esperando ver al sabueso de los Baskerville. No estaba en Dartmoor y sus temores eran ridículos, pero aun así se estremeció y volvió a llamar a la campana.

A los pocos segundos oyó un ruido sordo, como el de un cerrojo, y la puerta se abrió. Entonces se dio cuenta de por qué le resultaba familiar aquella casa. La había visto en un libro de cuentos que le habían regalado de niña. Cuentos terroríficos de brujas, trolls y gigantes. Aquélla era la casa donde vivía el gigante. Y el gigante aún vivía allí.

Con su metro ochenta, sin tacones, Jacqui era una mujer bastante alta, pero el hombre que abrió la puerta la superaba con creces. Sí, ella estaba un escalón por debajo, pero no era sólo su estatura. Sus anchos hombros llenaban el hueco de la puerta, y una espesa melena negra le daba un aspecto leonino y amenazador. Unos ojos dorados, que en cualquier otro escenario habrían sido muy atractivos, y una barba de tres días realzaban su fiereza.

– ¿Sí? -preguntó, en un tono realmente desalentador.

Era un poco tarde para lamentarse por no haber seguido su plan original, pensó Jacqui. El plan que la llevaría a las cálidas playas de España. Se esforzó por no pensar en el gigante de sus cuentos que se comía a los niños y, esbozando lo que esperaba que pareciera una sonrisa radiante y profesional, le ofreció la mano en gesto amistoso.

– Hola. Soy Jacqui Moore -se presentó, pero el gigante no dijo nada. Era obvio que necesitaba más información antes de estrecharle la mano-. De la agencia Campbell.

– ¿Vende algo? Si es así, me temo que se ha molestado en subir hasta aquí para nada.

– Ha sido más que una molestia -respondió ella, dejando caer la mano. Los ruidos que había hecho el coche en los últimos doscientos metros sugerían que no había evitado del todo el último bache-. ¿No debería hacer algo con ese camino?

– Eso es asunto mío, no suyo. Tenga más cuidado al bajar -dijo él, y empezó a cerrar la puerta.

Por un segundo Jacqui se quedó demasiado aturdida como para hacer o decir nada. Pero entonces hizo lo que cualquier niñera con recursos haría en la misma situación. Metió el pie por la rendija e impidió que la puerta se cerrara del todo. Por suerte llevaba botas, porque con un calzado menos sólido se habría destrozado el pie.

El gigante bajó la mirada y luego la miró a los ojos.

– ¿Algo más? ¿No ha venido sólo para quejarse del estado del camino?

– No. No soy una masoquista ni tampoco vendo nada. Soy una niñera.

– ¿En serio? -preguntó él, y abrió un poco la puerta, liberándole el pie.

Ella no se movió, ni siquiera cuando aquellos ojos de depredador la examinaron descaradamente de arriba abajo. Finalmente el hombre negó con la cabeza.

– No, no me convence. Mary Poppins no habría salido sin su paraguas.

Jacqui se hartó. Estaba allí para hacerle un favor a Vickie y para ayudar a una niña. Sus planes eran otros, y ya había tenido bastante con aquel gigante.

– ¿Podría decirle a la señora Talbot que estoy aquí?-le pidió con toda la tranquilidad que pudo-. Me está esperando.

– Lo dudo -respondió él con un atisbo de sonrisa.

Fue casi imperceptible, pero bastó para que Jacqui se fijara en sus sensuales labios. Se quedó momentáneamente fascinada, pero se obligó a concentrarse en su tarea.

– Sí, yo… um… he traído a Maisie -balbuceó mientras se daba la vuelta. No tanto para señalar a la niña como para tomar aire.

El gigante de sus cuentos jamás había tenido tanto efecto sobre ella. Maisie se hundió en el asiento hasta que sólo pudo verse su brillante tiara.

– Ya veo -dijo él gigante-. ¿Y por qué?

– Para quedarse. ¿Por qué si no?

– ¿Con la señora Talbot?

– Con la señora Kate Talbot. Su abuela -explicó Jacqui armándose de paciencia. Tal vez fuera por su imponente estatura, pero parecía que las palabras tardaban demasiado tiempo en llegar al cerebro de aquel hombre-. La agencia Campbell me contrató para traer a la hija de Selina Talbot a High Tops. Voy muy apurada de tiempo, así que le estaría enormemente agradecida si pudiera dejarla aquí y seguir mi camino.

– Imposible. Me temo que ha perdido el tiempo. Jacqui Moore -dijo él-. Mi tía…

– ¿Su tía?

– Mi tía, la señora Talbot, la abuela de Maisie -respondió con una mueca burlona-, está visitando a su hermana en Nueva Zelanda.

– ¿Qué? No… -se interrumpió y respiró hondo-.Está claro que aquí hay un malentendido -dijo intentando convencerse a sí misma. Vickie podía ser taimada, pero no era ninguna estúpida y se tomaba su negocio muy en serio-. La señora Talbot trajo a su hija a la oficina esta mañana. Yo estaba allí cuando llegó.

– Suerte para usted.

– Simplemente estaba sugiriendo que no lo habría hecho si su madre estuviese fuera. Tiene que haber hablado con ella y haber buscado la solución más conveniente…

– Eso es lo que seguramente habría hecho cualquier persona -dijo él. Su boca volvió a curvarse en lo que parecía una sonrisa, pero no había el menor atisbo de regocijo en sus ojos-. Pero incluso de niña, Sally… Selina estaba convencida de que sus deseos eran órdenes. Nunca aprendió a pedir las cosas con educación. Aunque supongo que cuando se tiene un aspecto como el suyo no hace falta pedir nada.

– Pero…

– No obstante, en esta ocasión va a tener que olvidarse de su vida social y jugar a ser madre por una vez en su vida.

– Pero…

La puerta se le cerró en las narices a Jacqui. Harry Talbot cerró la puerta y se apoyó de espaldas contra ella. El sudor le empapaba la nuca, y no tenía nada que ver con una caldera. Maldita Sally. Maldita Jacqui Moore. Malditos fueran todos…

Se irguió, respiró hondo y se giró hacia la puerta, justo antes de que volviera a sonar la campana. Pero, cualquiera que fuese el juego al que su familia estaba jugando, él no iba a participar. Cuidar de los animales de Sally era un precio muy bajo por su soledad. Los animales no hablaban, no hacían preguntas, no lo miraban como si hubiera perdido el juicio.