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– A las siete de la tarde.

– Entonces, atacaremos a las ocho. La confusión será mayor y tendremos varias horas de oscuridad para huir.

– No olvide que mañana será la cuarta noche desde que llegamos -señaló McConnell-. Si no alcanzamos el submarino antes del amanecer, ya no lo encontraremos.

– Llegaremos a tiempo.

– ¿Y el gas? Tal vez ya se esté degradando y volviendo inofensivo. Y las represalias. ¿Qué pasa si fusilan a otros diez? Y su…

Stern dio un golpe violento sobre la mesa:

– ¡Basta, carajo! Ya está resuelto. Si hubiera visto a gente indefensa cazada por los soldados durante el día entendería por qué.

McConnell vaciló, pero asintió con renuencia.

– Roguemos que Schörner no nos descubra antes de mañana por la noche. Pero, ¿qué me dice de Anna? Después de lo que hizo hoy, no puede volver a Totenhausen.

Anna cerró los ojos:

– Si no vuelvo, se darán cuenta de que algo anda mal.

– ¡Ya lo saben! Es imposible que no lo sepan. Mató a Miklos para que no pudieran interrogarlo.

– Tal vez no se dieron cuenta -dijo Stern-. Los SS ya le habían dado una buena paliza. Ella le dijo al guardia que tenía palpitaciones. Tal vez crean que murió de eso.

– Además, tengo que llevar el tubo de oxígeno a la cámara – recordó Anna.

McConnell quiso replicar, pero ella se volvió hacia Stern:

– ¿Cree que su padre aceptará entrar en la cámara?

– Tal como están los cálculos, lo dudo. -Stern se paró y se apoyó contra la estufa para darse calor.

– Convénzalo. Dígale que debe guiar a las mujeres y niños a Polonia.

– Puede ser. En todo caso, tengo hasta mañana a la noche para pensarlo. -Chasqueó los dedos. -Hay algo que puedo hacer esta noche. -Bordeó la mesa y salió por la puerta del sótano.

Anna tomó la mano de McConnell bajo la mesa y la apretó con fuerza.

– Usted es un hombre extraño -comentó. Stern volvió con su talego de cuero. -¿Qué lleva ahí? -preguntó McConnell.

– ¿Recuerda las dos garrafas que íbamos a introducir en el refugio antiaéreo de los SS? Si volvemos al plan original, necesitaremos hasta el último miligramo de gas, ¿no? Voy a colocar las garrafas lo más cerca posible del alambrado del campo. Con los explosivos plásticos y los detonadores de tiempo que traje de Achnacarry, puedo colocar las cargas en las válvulas de las garrafas y regularlas para que estallen en el momento del ataque. Las ocho de la noche.

– ¡Me había olvidado! -exclamó McConnell, que se sentía como un idiota-. Tiene razón. Necesitaremos la mayor concentración posible al nivel del suelo. Lo acompañaré.

Anna le apretó la mano con tanta fuerza que le dolió.

– No conviene que nos arriesguemos los dos -dijo Stern. Se colgó el talego del hombro. -Yo me basto para arrastrar las garrafas.

McConnell lo pensó un instante y asintió:

– No deje que lo pesquen -dijo-. Yo no podría trepar ese poste ni en una semana.

Para sorpresa de ambos, Stern sonrió con malicia:

– Sí que podría, doctor, si tuviera que hacerlo. Pero no se preocupe. Ya es hora de que cambie la suerte. -Tomó su Schmeisser y fue hacia el vestíbulo. Se detuvo en la puerta e indicó a McConnell que lo siguiera.

– ¿Qué pasa? -preguntó éste después de cerrar la puerta.

– Tal vez los SS vengan a buscarla. La verdad, me preocupa que no lo hayan hecho ya.

– ¿Qué está diciendo?

– Que usted debería esperarme en el sótano y ella arriba. Si vienen y ella los acompaña voluntariamente, tal vez no registren la casa.

– No soy idiota, Stern.

– Eso ya lo sé. Pero usted… y ella. No soy ciego. Sólo digo que no es el momento.

– Tal vez no haya otro -dijo, molesto porque Stern lo leía como un libro abierto.

Stern se encogió de hombros:

– Haga lo que tenga que hacer. Pero si vienen y no lo descubren, tome las clavijas que están en el sótano, suba la cuesta y trepe al poste.

Cuando llegue al travesaño, sujétese con el lazo y espéreme lo más que pueda. -Rió: -McShane tenía razón sobre el lazo, ¿no? Bueno, desde allá arriba se ve el camino del campo. Si ve a los hombres de Schörner que vienen a buscarlo, lance el gas. Es fácil, un niño podría hacerlo. Y después olvídese de mí y de ella y trate de ganar la costa. Tal vez escape con vida.

McConnell meneó la cabeza.

– Doctor, si eso sucede será porque ella y yo ya estaremos muertos.

Por primera vez desde que se conocían, Stern le tendió la mano. McConnell la tomó.

– Faltan menos de veinticuatro horas -dijo Stern al estrecharla con fuerza-. ¿Qué puede pasar en un día?

37

– Se fue -dijo McConnell. Cerró la puerta rápidamente para evitar que entrara el frío.

– ¿Qué dijo? -preguntó Anna desde la mesa.

Ahora que no lo distraía la energía maniática de Stern, McConnell advirtió por primera vez el tremendo desgaste sufrido por ella. Su piel, sobre todo en torno de los ojos, había perdido la palidez del primer día; estaba oscura y brillosa como la fruta excesivamente madura.

– Va a regular las garrafas para que estallen a las ocho de la noche. Es la hora en que lanzará las demás. Dijo que yo baje al sótano y usted espere aquí.

Lo miró sorprendida:

– Pensé que le diría que subiera la cuesta y lanzara las garrafas si lo pescaban.

– Ha descartado esa posibilidad.

– ¿Y usted qué piensa?

McConnell se sentó frente a ella.

– La verdad, no sé si sería capaz de trepar al poste. No me entrenaron para eso.

– ¿Tiene que hacerlo para soltar el gas?

– Eso dice Stern.

– Puedo ir con usted y ayudarlo -dijo Anna-. No tengo motivos para quedarme.

– No tiene motivos para correr el riesgo de venir conmigo. Además, está… exhausta. ¿Por qué no trata de dormir?

Anna se cruzó de brazos como si tuviera frío.

– No puedo dormir. Es verdad que estoy exhausta, pero no quiero. Schörner podría mandar a buscarme en cualquier momento.