McConnell evaluó mentalmente los peligros de quedarse sola en la casa o acompañarlo.
– ¿Alguna vez sospecharon de usted, Anna?
– Creo que no. Pero Schörner no tardará en atar cabos. -Se apartó el pelo de la cara. -Si vienen a buscarme… si viene el sargento Sturm, prefiero matarme antes que me lleven.
McConnell la miró a los ojos. No estaba solamente exhausta, sino aterrada. Qué estúpido, no haberlo visto antes. Y lo del suicidio lo decía en serio.
– Vea, no la dejaré aquí. Vendrá con nosotros.
– Stern dijo que los ingleses no lo permitirán.
McConnell se crispó al oír el ruido de un motor en el camino a Dornow, pero el vehículo no se desvió al pasar frente a la casa.
– ¿Cuánto hace que colabora con el SOE? -preguntó.
– Seis, siete meses.
– Me importa un bledo lo que digan los ingleses. Smith está en deuda con usted.
Lo miraba fijamente. En sus ojos creyó, o mejor, deseó ver un destello de esperanza de salvarse. Evidentemente, había tratado de no pensar en lo que sucedería después del ataque. Pero ahora que él le ofrecía una esperanza, parecía querer aprovecharla.
– ¿Y la colina?
– Al diablo con eso. Prefiero esperar aquí.
– ¿En el sótano?
Extendió el brazo sobre la mesa:
– Con usted.
Bajó la vista, pero no tomó su mano.
– Stern me dijo que es casado.
– Es verdad.
– ¿Por qué no me lo dijo anoche?
– Qué sé yo. Usted no me preguntó.
Lo miró otra vez:
– ¿Qué quiere, doctor?
– A usted.
– Eso lo sé. Quiero saber por qué.
Trató de pensar en una respuesta racional, pero no la halló.
– ¿Piensa que puede morir mañana? ¿O esta misma noche?
– No es por eso -dijo después de pensarlo un instante.
– ¿Entonces?
– Porque la quiero.
– ¿Me quiere? -se extrañó Anna con un dejo de ironía-. No me conoce.
– Sí que la conozco.
– Está loco.
– Sin duda.
– No diga que me quiere, doctor. No lo diga para convencerme de que le entregue mi cuerpo porque no es necesario.
– No es fácil para mí decirlo. En toda mi vida se lo he dicho a dos mujeres.
Lo miró fijamente para ver si trataba de engañarla.
– Sé que muchos hombres lo dicen sólo por eso -prosiguió McConnell-. Seguramente es la manera más fácil de conseguir que una mujer se entregue.
– Pero lo dice ahora.
Su mirada no vaciló:
– Sí.
– Es casado.
– Sí.
– ¿No ama a su esposa?
– Sí, la amo.
– Pero no está aquí para reconfortarlo. Yo estoy aquí.
Mientras hablaba, McConnell miraba sus ojos. Su mirada era tan elocuente como sus palabras: subrayaban cada pregunta o afirmación, le agregaban matices sutiles, pero inconfundibles.
– Hace cuatro años que no está conmigo para reconfortarme. Me las he arreglado bien sin… sin eso.
– ¿No hubo tentaciones allá? ¿En Inglaterra?
– Sí las hubo.
– ¿Las resistió? ¿Fue leal?
– Traté de serlo.
– Pero ahora no quiere ser leal.
Suspiró, cansado de sus preguntas.
– ¿Qué es esto, un test psicológico? Esto no me hace sentir leal. Lo único que siento es que estoy en el infierno o algo muy parecido. Hace una semana era un pacifista y un marido fiel. Esta noche he planificado un asesinato en masa y ahora estoy pensando en cometer adulterio. -Su propia risa le sonó extraña. -Paso a paso. Primero el adulterio, después un asalto para entrar en calor… y después el ataque en regla, con gases tóxicos.
– Basta.
– Sí, dejemos eso. -Se levantó. -Subamos la cuesta.
– ¿Cómo se llama su esposa, doctor?
– ¿Qué?
– ¿Cómo se llama su esposa?
– Susan.
– ¿Tienen hijos?
– No. Todavía no.
Se levantó lentamente. Llevó su mano al primer botón de la blusa, el del cuello. Lo desabrochó y buscó el siguiente.
– Con toda humildad, pido que Susan me perdone por lo que voy a hacer.
La miró mientras desabrochaba la blusa hasta dejar al descubierto sus hombros y luego sus senos.
– ¿Por qué lo dice?
Dejó caer la blusa.
– Porque es su esposa. Porque está aquí presente y de nada vale fingir lo contrario. -Desabrochó su falda, que cayó al piso con un crujido suave. Dio un paso adelante. Una vena le latía en la base del cuello.
– No voy a sentir vergüenza por esto -declaró con voz temblorosa-. A pesar de lo que vamos a hacer. Esto es lo que es, pero me niego a sentir vergüenza.
Alzó las manos como si quisiera detenerla.
– ¿Está segura?
– Sí.
– ¿Porque piensa que podría morir mañana?
– En parte es por eso.
Sintió una punzada de dolor. Aunque era imposible, había deseado algo más.
– ¿Y también por Franz Perlman? ¿El hombre que amó?
– No -respondió con una leve sonrisa-. Eso quedó atrás.
Con un dedo le rozó los labios.
Él la atrajo y la besó en la boca. Sintió calor en la nuca, su corazón empezó a latir con violencia. Ella apretó el cuerpo contra el suyo: no quería negarle nada.
– De prisa -murmuró-. Schörner podría llegar en cualquier momento.
Retrocedió hacia el dormitorio, llevándola consigo y besándola mientras ella le desabrochaba la camisa. Después de cuatro años de abstinencia el roce de su piel, la presión de sus senos contra su pecho le infundía un fuerte calor. En el borde de la cama, Anna apartó el grueso edredón, sin dejar de besarlo.
– Zeig's mir -dijo-. Muéstrame cuánto me quieres.
Y cuando se entregó, él tuvo la sensación de que se hundía en ella, que dejaba atrás mucho más que los terrores y la incertidumbre de los últimos tres días. Muéstrame cuánto me quieres, dijo ella. Pero él oyó, muéstrame que estamos vivos…