Aturdido por el agua, temeroso de herir a McConnell, Stern disparó tarde y sin puntería. Los disparos de su Schmeisser silenciada destrozaron un par de puertas de armario, pero Sabine ya ganaba el vestíbulo.
Sin dar tiempo a Stern a eliminarla, MacConnell se lanzó a la puerta y se arrojó sobre la espalda de la mujer que forcejeaba con el picaporte. Sabine giró, arañando y chillando como una gata salvaje.
– ¡Basta! -gritó Anna-. ¡Cállate, Sabine!
McConnell se arrojó hacia atrás y al mismo tiempo giró para lanzar a Sabine contra la pared. Ella cayó atontada.
Anna se arrojó sobre su hermana para evitar que Stern la matara.
– ¡Quédate quieta, Sabine! No digas una palabra.
Stern trataba de acercarse, pero con un violento empellón McConnell lo envió de vuelta a la cocina.
– ¡No tiene por qué matarla!
– ¡No oyó lo que dijo! -vociferó Stern-. Pensaba pasar la noche aquí. Podría echar todo a perder. Hay que eliminarla.
– ¡Es mi hermana, por amor de Dios! -gritó Anna desde el vestíbulo.
– ¡Es una nazi! -replicó Stern.
McConnell alzó los brazos para bloquear a Stern, que amagaba con lanzarse al vestíbulo.
– ¡No puede matar a su hermana, Jonas!
– ¿Que no?
McConnell le dio otro empujón:
– Vea, faltan menos de tres horas para atacar. Podemos encerrarla en el sótano. No podrá escapar.
Stern apartó la mirada:
– El riesgo es demasiado grande, doctor.
– Si la mata, no sabemos cuál será la reacción de Anna -susurró McConnell.
– Tampoco la necesitamos -dijo Stern. Su mirada era muy fría. -Nos basta esta casa.
McConnell bajó los brazos y se inclinó para hablarle al oído:
– Si le toca un pelo a Anna, lo mataré. Y si usted me mata antes que pueda inspeccionar la fábrica de gas, el general Smith le va a arrancar las pelotas. ¿Entiende? No hace falta derramar sangre. Dejémosla bien amarrada en el sótano.
– ¡Hijo de puta, usted tampoco puede seguir aquí! -le gritó Anna a Stern-. ¡Van a rastrillar Dornow casa por casa por orden de Brandt!
Los dos se miraron atónitos.
– ¿Cuánto tiempo nos queda? -preguntó Stern.
Anna no respondió.
– Por favor, Anna -insistió McConnell-. ¿Cuánto tiempo?
– Creo que los hombres de Sturm ya están en el pueblo. Un golpe en la puerta los hizo callar a todos. Sabine fue la primera en reaccionar:
– ¡Socorro! ¡Me quieren matar!
McConnell separó a Anna de un tirón y se llevó a Sabine a la cocina.
– ¡Un Kubelwagen! -dijo Stern desde la ventana-. ¡Prepare su arma, doctor!
Stern empujó a Anna hacia la puerta y le indicó que contestara. Se paró detrás de ella, listo para barrer todo el vestíbulo con su Schmeisser.
– ¿Quién es? -preguntó Anna con voz casi quebrada.
– Weitz -susurró una voz.
Casi desmayada de alivio, Anna tuvo que apoyarse contra la puerta para no caer. Con un gesto indicó a Stern que volviera a la cocina y luego abrió la puerta.
Ariel Weitz entró rápidamente y cerró la puerta.
– ¿Qué diablos pasa? -preguntó-. ¿Quién gritó? ¿Y de quién es ese Mercedes?
– De mi hermana. ¿Qué hace usted aquí? ¿Está loco? Sturm y sus hombres podrían venir en cualquier momento.
– ¿Me llama loco a mí, después de llevarse el auto de Greta? Bueno, no importa. Lléveme con ellos.
– ¿Con quién?
– Con ellos. Los comandos, los que van a atacar. Tengo que hablar con ellos.
Anna miró sobre su hombro, asustada.
Stern se acercó a la entrada del pequeño vestíbulo con la Schmeisser lista para disparar.
– Identifíquese.
Weitz quedó anonadado al ver el uniforme del SD.
– Soy Ariel Weitz, Standartenführer. Discúlpeme, es evidente que me equivoqué de casa.
– ¡No es de la SD! -chilló Sabine-. ¡Socorro!
Weitz tuvo que hacer un esfuerzo para no apartar la vista del espectro nazi.
– Tú debes ser Scarlett -dijo Stern-. El otro agente de Smith en Totenhausen. Tú eres el que llama a los polacos.
Los ojos aterrados de Weitz se pasearon varias veces entre Stern y Anna.
– No te equivocaste de casa -continuó Stern-. ¿Qué viniste a decirnos? Vamos, de prisa.
– Todo está bien -añadió Anna para tranquilizarlo.
– Bueno… Brandt postergó la inspección. Acuarteló a todo el mundo.
Stern entrecerró los ojos:
– ¿Por qué?
– Los perros de Sturm descubrieron más paracaídas británicos cerca del camino a Dornow. Eran paracaídas de carga. Los desenterraron las lluvias. Anna se fue y a los cinco minutos llegó Sturm. Schörner quería acordonar el pueblo, pero Brandt dijo que no. Que al ir todos a buscar comandos, el campo y el laboratorio quedan vulnerables. Van a sellar el campo.
Stern cerró los ojos por un instante. Fue la única señal de que la novedad lo había conmovido.
– ¿Y tú cómo pudiste salir?
– Brandt me envió a Dornow a buscar a los cuatro técnicos que estaban de permiso. Los oí a él y Schörner discutir la manera de desmontar el campo esta noche.
– ¿Desmontarlo? ¿Esta misma noche? ¿Tienes alguna idea de por qué habrían de hacerlo?
– No lo sé, pero…
– ¿Pero qué?
Weitz se rascó la barbilla.
– Si eso significa que se mudan mañana, y si la prueba en Raubhammer también es mañana, ¿qué pensarán hacer con los prisioneros?
Stern asintió:
– ¿Algo más?
– No, Standartenführer.
– No me llames así. ¿Eres judío?
– Sí, señor.
– Si sobrevives a la guerra, deberías venir a Palestina. Necesitamos hombres como tú.
La mano de Weitz voló a su boca:
– Usted… ¿es judío?
– Sí. Y quiero encargarte una tarea, si es posible.
– Lo que sea.
– En el momento del ataque, algunos SS correrán al refugio antiaéreo. Y bien podrían salvarse. Salvo que algún tipo con un poco de agallas encontrara la manera de convertirlo en una trampa.
Una sonrisa de satisfacción se deslizó por los rasgos de Weitz.