– Será un placer, Standartenführer.
– Así se habla. Bueno, vete. Ve a hacer lo que te ordenaron. Y antes que nada, piensa en un motivo para detenerte aquí por si alguien te vio y hay preguntas.
Weitz inclinó la cabeza y se alejó.
Stern volvió a la cocina. McConnell sujetaba a Sabine con una llave de lucha libre.
Anna fue la primera en hablar:
– Brandt gaseó a su padre.
Stern se puso pálido:
– ¿Cómo dice? -susurró-. ¿Mataron a mi padre?
Anna alzó el índice:
– Me da su palabra de que no matará a mi hermana o no le diré nada.
– Miente.
– Lo vi entrar en la Cámara E con mis propios ojos.
Su tono no dejaba lugar a dudas.
– Está bien -dijo Stern-. La dejaremos amarrada en el sótano. Dígame lo que sabe.
– Su padre sobrevivió. Era una prueba de los nuevos equipos antigás. Su padre usó uno y salió vivo. Yo lo vi.
Sin aguardar la respuesta, Anna tomó a su hermana del brazo y la arrastró hacia la puerta del sótano. Sabine no se resistió. Había comprendido que Stern la mataría ante la menor provocación.
– Será mejor que la amordace -dijo éste-. Si llego a oír una sola palabra más sobre la alta sociedad nazi, la mataré sólo para hacerla callar.
McConnell se dejó caer en una silla.
– Bueno, ya lo oyó. Sellaron el campo. Schörner sabe que habrá problemas. No hay manera de entrar ni de avisar a los prisioneros que se encierren en la cámara.
– Yo entraré -aseguró Stern, inmutable.
– Ah, ¿sí? ¿Se puede saber cómo?
Los tacos de Stern se entrechocaron con un ruido semejante al de una pistola de bajo calibre.
– Parece que el Standartenführer Ritter Stern, que acaba de llegar de Berlín, debe realizar una visita de inspección -dijo su voz acerada.
40
A las 18:00, hora del meridiano de Greenwich, doce bombarderos Mosquito de la Real Fuerza Aérea alzaron vuelo de la pista Skitten en la base aérea militar de Wick en Escocia y enfilaron sobre el Mar del Norte hacia la Europa ocupada por los nazis. El nombre clave de la misión era GENERAL SHERMAN. Los Mosquito partieron detrás de una fuerza de exploradores Pathfinder que conducían una oleada de Lancasters hacia las refinerías de petróleo de Madgeburgo, Alemania. Cada Mosquito modificado transportaba dos mil kilos de bombas en su vientre.
GENERAL SHERMAN seguiría a los Pathfinder mientras permanecieran en el espacio aéreo de los Países Bajos, pero cuando éstos viraran hacia el sur sobre Cuxhaven, los Mosquito continuarían en vuelo hacia el este, pasando Rostock, hasta la desembocadura del río Recknitz. Volarían exclusivamente por cálculo de posición, marcando las aldeas a medida que seguían el curso del río hacia el sur. Después de pasar Bad Sülze, seguirían el río a ciegas, guiándose por sus radares de bombardeo H2S hasta avistar el pueblo de Dornow. La cabeza de la escuadrilla soltaría bengalas en paracaídas para inundar la zona con su luz. El segundo avión señalaría el blanco con brillantes bengalas rojas.
Los Mosquito estarían en el límite de su autonomía de vuelo, pero ya que los informes previos no mencionaban la existencia de baterías antiaéreas podían darse el lujo de volar a baja velocidad para tomar puntería con precisión. El blanco principal era un campo de prisioneros oculto entre las colinas y el río que ellos conocían con el nombre clave de Tara. En formación de tándem, lanzarían sobre la ladera austral de las colinas una lluvia de bombas incendiarias y de alto poder explosivo hasta sólo dejar un incendio capaz de hacer hervir las aguas del cercano río Recknitz.
Jonas Stern entró en el dormitorio de Anna a mirarse al espejo. Había olvidado limpiar la mancha de creosota de su uniforme de la SD, un recuerdo del poste que había trepado, pero esa era la menor de sus preocupaciones. Enderezó el cuello, palpó la Cruz de Hierro sobre su pecho y verificó que sus documentos de identidad estuvieran en el bolsillo correspondiente.
Al mirarse en el espejo, comprendió por qué su padre no lo había reconocido. Aunque se había afeitado poco antes, la cara y los ojos bajo la visera de la gorra parecían los de un desconocido.
Tal vez lo eran. Habían sucedido tantas cosas durante los últimos tres días. El golpe más duro había sido el paseo por Rostock. Encontrar con vida a su padre era un milagro, pero en el fondo no lo había sorprendido demasiado. Como veterano de guerra, conocía milagros similares. Pero lo abrumaba el recuerdo de su visita al vecindario de Rostock donde había vivido hasta los catorce años. Aunque el miedo lo había impulsado a huir de Alemania con su madre, aunque estaba tan enterado como cualquiera de las atrocidades perpetradas contra los judíos que permanecieron en el país, una parte inaccesible de su ser seguía aferrada al vecindario, a esas calles y edificios que lo habían visto crecer. Esa parte, ese depósito de su memoria, seguía siendo alemana.
Cuando llegó a su calle, esperaba encontrar un montón de escombros. Pero al ver el edificio de apartamentos, tan alto y soberbio como lo recordaba, la esperanza despertó en su interior. Subió la escalera hasta el segundo piso con la fe irreflexiva de un necio; su cinismo quedó en el auto robado, y cada escalón que subía era un año que quedaba atrás. Pero cuando llamó a la puerta que alguna vez no había podido abrir porque el picaporte estaba fuera de su alcance, la persona que abrió no era su madre ni su padre ni su tío ni nadie conocido, sino un sexagenario de anteojos con manchas de sopa en la camisa.
Quedó mudo, y su mirada se clavó en el interior del apartamento. Los muebles eran los de su infancia: el sofá y las mesitas de su madre, la biblioteca y el reloj de pared de su padre. El desconocido preguntó si el Standartenführer se sentía mal. Al mirar por fin el rostro ante él, Stern se dio cuenta de que el viejo temblaba de miedo. El uniforme SD había obrado su magia.
Farfullaba una disculpa cuando vio a los dos niños rubios detrás del viejo. El niño estaba vestido a medias, pero la camisa negra que llevaba abierta sobre los hombros era el de la Juventud Hitleriana. Lo llevaba con toda naturalidad, como un joven inglés llevaría el de Boy Scout.
Casi rodó por la escalera en su prisa por volver al auto. Habría preferido encontrar la calle arrasada por los bombardeos aliados y a sus parientes enterrados bajo los escombros. Ese apartamento adornado con los muebles de sus recuerdos pero habitado por desconocidos se había hundido como una estaca en esa parte recóndita de su ser, el resto del niño alemán. Al alejarse en el auto acabó de comprender plenamente una realidad. No era alemán, sino judío. Un hombre sin patria y sin hogar. Un hombre que sólo podía depender de sí mismo, cuyo único hogar sería la tierra que pudiera tomar y defender con la fuerza de las armas.
La voz de Anna en la cocina lo hizo volver al presente. Enderezó la gorra, tomó la Schmeisser y fue a la cocina. Anna y McConnell estaban sentados junto a la mesa. Le hablaban poco desde que intentó matar a Sabine -que ahora estaba atada de pies y manos en el sótano-, pero no tenía por qué disculparse. Dejarla con vida era un error. Si no lo comprendían, peor para ellos.