– ¿Cómo estoy?
– Igual que uno de ellos -dijo Anna-. Salvo que está bronceado. Quién sabe si no es uno de ellos.
Stern pasó por alto la observación. Dejó la Schmeisser sobre la mesa y cruzó sus brazos.
– Ahora todo depende de los tiempos -dijo-. Son las siete y cinco. Me voy al campo en el Mercedes de Sabine. Llegaré en diez minutos. De paso, dejaré el equipo de escalar al pie del poste. No estaré en el campo más de quince minutos.
– ¿Qué les dirá a los prisioneros? -preguntó McConnell-. ¿Cree que un cuarto de hora será suficiente para que comprendan la situación y decidan quién ha de vivir o morir?
– Cuanto menos tiempo tengan para pensar, mejor. Si todo sale bien, oirán una explosión a las siete y cincuenta. Habré reventado los transformadores de la estación. Ustedes esperarán aquí. Cuando oigan la explosión, vayan en el Volkswagen al punto del camino más cercano al poste. Lleven los equipos antigás. Iremos juntos al campo a terminar la misión. Si no oyen la explosión hasta las siete cincuenta, significa que fracasé. Vaya al poste, colóquese el equipo de escalar tal como le enseñé, trepe al poste y suelte las garrafas.
– ¿Todo eso en diez minutos? -preguntó McConnell-. ¿No sería mejor que Anna y yo fuéramos al poste de una vez?
– No, porque lo único que puede frustrar el ataque es que alguien descubra las garrafas. No quiero verlos cerca del poste ni un segundo antes del momento indicado.
– Pero no nos da tiempo suficiente.
– Tendrá tiempo de sobra, doctor. Lo he visto correr y cargar troncos sobre su hombro. Aunque trepara dos metros por minuto, llegaría al tope con tiempo de sobra. Y lo hará mucho más rápido si hace falta.
Stern tomó un trozo de tela de la mesa. Era el retazo de tartán que sir Donald Cameron le había entregado a McConnell en el puente.
– Las garrafas enterradas detonarán automáticamente a las ocho -dijo mientras frotaba la tela entre sus dedos-. Si tiene que soltar las demás, considere que la misión está cumplida. No podrá ayudarme y probablemente enviarán refuerzos de las SS a buscarlos. -Dejó el tartán e inclinó la cabeza hacia Anna. -Ella conoce la zona. Tal vez lleguen al submarino. Ella puede ir en mi lugar.
– No lo dejaremos aquí.
– Claro, claro. -Stern vaciló antes de añadir: -Escuche, si yo no escapo y usted sí… Mi madre vive en Tel Aviv. Se llama Leah Stern.
– No lo dejaremos aquí -repitió McConnell.
– Prométame que lo hará. No confío en Smith. El hijo de puta me dijo que mi padre estaba muerto. -Se colgó la Schmeisser del hombro. -Dígale a mi madre que estuve con papá hasta el fin. Que traté de rescatarlo. ¿De acuerdo?
– ¿Smith le dijo que su padre estaba muerto?
Stern asintió:
– Quería que yo estuviera dispuesto a matar a cualquiera que se cruzara en el camino de la misión.
McConnell empujó la silla hacia atrás y se levantó.
– Si sucede lo peor, avisaré a su madre. Pero será usted quien le cuente todo. Será la gran anécdota familiar. La noche que Jonas rescató a su viejo de los nazis.
Stern le estrechó la mano.
– Shalom -dijo McConnell con una sonrisa-. ¿Qué se dice?
Stern sonrió con malicia. En ese momento parecía increíblemente joven, demasiado joven para la tarea que estaba a punto de acometer.
– Bésame el culo, doctor. ¿Está bien así?
– Bastante bien.
Anna lo miró. Stern la saludó con una inclinación de cabeza y fue a la puerta.
– Auf Wiedersehen, Herr Stern -dijo Anna cuando él abría la puerta.
Desapareció en la noche.
Anna se apartó un mechón de la frente.
– Cuando salió, parecía un muchachito.
– Es un muchachito -dijo McConnell-. Y lo más probable es que no sobreviva a esta noche.
– También es un asesino. Capaz de vérselas con Sturm o cualquiera de ellos.
McConnell asintió:
– Si no lo fuera, no podría hacer este trabajo.
El piloto Peter Bottomley contempló el pequeño monoplano que bajaba del cielo nocturno de Suecia a la pista desierta. Carreteó hasta colocarse junto al bombardero Junker y se detuvo sin apagar el motor. Se abrió la puerta lateral y un hombre manco saltó a la pista. Vestía un sobrio traje negro. Agitó la mano al piloto. El avión ligero se alejó y el hombre fue rápidamente hacia donde lo esperaba Bottomley.
– ¿Qué tal estaba Estocolmo, mi general?
– Como siempre -dijo Smith-. Lleno de intrigas que no llegarán a nada. ¿Novedades de Butler y Wilkes?
– Sin novedad, mi general. Pero en Bletchley recibieron un informe no confirmado de que los Wojik están desaparecidos.
– ¿Desaparecidos? -preguntó Smith con un gesto de contrariedad.
– Parece que la red PASTOR informó que Scarlett llamó a los Wojik a una reunión de emergencia. Los Wojik fueron a la reunión, pero no volvieron.
Smith se tironeó una punta del bigote gris.
– Quién sabe si Schörner no descubrió a Weitz y a la Kaas y los usó para atraer a los Wojik. Tal vez Butler y Wilkes también cayeron. -Smith miró su traje severo. -Parece que estoy bien vestido para la ocasión.
– Qué mala suerte, mi general.
Smith resopló y miró hacia el sur, a las aguas heladas del Báltico. El canal abierto en el hielo costero ya se llenaba de pequeños témpanos.
– No hay seguridad sobre nada -dijo-. ¿No hay mensajes Ultra que indiquen algún suceso extraordinario en Totenhausen? ¿O que hablen de un asalto comando fallido, o algo por el estilo?
– Nada, mi general.
– Bueno, es la cuarta noche. Estoy seguro de que el viento se calmó lo suficiente para atacar, pero Butler y Wilkes no han atacado. El gas ya tiene casi cien horas. Por las razones que fuera, parece que fallaron. -Palpó sus bolsillos en busca de la pipa. -En fin… con un poco de suerte en la navegación, GENERAL SHERMAN borrará todo rastro de la misión. Como si Butler y Wilkes nunca hubieran estado allá. Pobres infelices.
– ¿Lo que el viento se llevó, mi general? -dijo Bottomley con humor sombrío.
– Más respeto, Bottomley.
– ¿Quiere que monitoree la frecuencia de emergencia de Butler? Los Mosquito van a mantener silencio de radio a partir de que se separen de la fuerza principal. No podríamos detenerlos aunque quisiéramos hacerlo. Si cree que Butler y Wilkes están liquidados…
– ¡Claro que debe monitorear la frecuencia! Hasta el momento en que empiecen a caer las bombas. -Había furia en la voz de Duff Smith. -Aunque parezca que todo está perdido, nunca se sabe. Tal vez nos enteremos de por qué fracasó la misión.