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– Sí, mi general.

Smith tironeó otra vez de su bigote.

– Pensé que Stern tenía pasta para la misión -murmuró-. Joder.

– ¿Perdón, mi general?

– No importa, Bottomley. Llevemos el radio a esa choza en la playa. Nunca se sabe qué puede salir del mar.

– Entendido, mi general.

Jonas Stern llegó al portón de entrada de Totenhausen en el Mercedes de Sabine como Lucifer en un carro de guerra negro. A más de mil quinientos metros del campo ya había visto los reflectores que penetraban en el bosque como dedos blancos, y había comprendido que era imposible entrar furtivamente.

Tendría que intentarlo a cara descubierta.

Mientras uno de los seis SS apostados en el portón se acercaba al Mercedes, Stern rogó para sus adentros que la información de Anna Kaas sobre la estructura de mandos fuera exacta. Bajó la ventanilla y esperó al centinela.

Cuando el soldado de chaquetón pardo vio el uniforme del SD y la insignia de grado, reaccionó tal como esperaba Stern. Se irguió rápidamente y lo miró con ojos grandes como cápsulas servidas.

– Acérquese a la ventanilla, Schütze -dijo Stern en tono despreocupado.

– Zu befehl, Standartenführer!

– Soy el Standartenführer Ritter Stern, de Berlín. He venido a detener a una persona. Tal vez a varias.

El rostro del soldado, antes pálido, se puso directamente blanco.

– Nadie que no sea personal del SD podrá entrar o salir por este portón durante la próxima hora. Eso incluye al Sturmbannführer Wolfgang Schörner. ¿Entendido?

– Jawohl, Standartenführer!

– No grite. No dirá nada a los demás centinelas. Tampoco informará al Hauptscharführer Sturm. Hablaré con Herr Doktor Brandt y con nadie más. Quien trate de impedir este operativo irá a parar al sótano de la Prinz-Albrechtstrasse antes del amanecer. ¿Está perfectamente claro?

Demasiado aturdido para responder, el soldado chocó los talones y asintió.

– Vuelva a su puesto y ábrame el portón.

El soldado corrió a unirse a sus camaradas y obedeció.

Stern puso la primera y entró lentamente en Totenhausen. El edificio del cuartel general parecía desierto. Lo bordeó y entró en la Appellplatz. Delante de él estaba el hospital y a la izquierda las cuadras de prisioneros. A su derecha, dos camiones de gran porte permanecían estacionados junto al alambrado que rodeaba un gran galpón. Según los informes del general Smith, el galpón alojaba el laboratorio de Brandt y la fábrica de gas. Hombres de camisa blanca cargaban baúles en los camiones.

Stern fue derecho al hospital y estacionó del lado opuesto a la fábrica. Según su reloj eran las 19:16. La hora justa. Quitó el silenciador preparado por el SOE de la Schmeisser, lo deslizó en la caña de su bota derecha, bajó del Mercedes y bordeó el hospital. El callejón estaba desierto.

A mitad de camino giró a la izquierda y fue sin vacilar a los cuatro escalones que bajaban a la semisubterránea Cámara E. La puerta tenía una rueda de acero similar a la de la escotilla de un submarino. Pudo hacerla girar fácilmente; tal como había dicho Anna, la puerta estaba abierta. Al entrar, una bocanada de aire cálido le agitó el pelo. Una tenue luz azulada entraba por los ojos de buey instalados en las paredes de acero cerca del techo. En ese momento adquirió plena conciencia de lo desesperado de su plan. La sensación en el interior era exactamente la que correspondía al lugar: era una cámara de muerte. Lo irónico era que, en cuarenta minutos más, sería el único lugar de Totenhausen donde se podría sobrevivir.

Si el gas británico conservaba su efectividad, pensó.

Cetro la puerta, verificó que el callejón estuviera desierto, subió los escalones cubiertos de hielo y se dirigió a las cuadras de prisioneros. Se preguntó qué habría dicho el centinela a sus camaradas sobre el hombre del Mercedes. En circunstancias normales, la noticia sobre la presencia de un coronel SD correría rápidamente de boca en boca. Pero esas circunstancias no eran normales. ¿Cuánto tardaría en enterarse Wolfgang Schörner?

Había un centinela apostado en la puerta del alambrado que rodeaba las seis cuadras. Al acercarse, Stern advirtió que sobre su cabeza pendía el cuerpo mutilado y desnudo de una mujer. Greta Müller. Borró la imagen goyesca de su mente, sacó la cartera de cuero que contenía su documento de identidad falsificado y la abrió antes de llegar al puesto del centinela.

– Debo hablar con una prisionera -dijo con lacónica cortesía-. Una judía. Es asunto de seguridad del Reich. Pienso que no habrá problemas, así que permanezca en su puesto. Si oye gritos de mujeres, no haga caso. Si un hombre pide ayuda, seré yo. En ese caso, venga sin demora.

El centinela apenas miró el documento; como siempre, el uniforme del SD y las insignias de grado eran suficientes. Stern pasó la puerta en menos tiempo del necesario para encender un cigarrillo.

– Standartenführer.

Stern puso una mano sobre su Schmeisser al mismo tiempo que se volvía.

– Esto le hará falta.

El centinela le ofrecía una linterna de pilas. Stern la aceptó con un gesto de agradecimiento y entró en la cuadra.

El recinto estaba totalmente oscuro. Encendió la linterna, extendió un brazo y apuntó la luz a su propia cara.

– Soy el hijo del zapatero -susurró-. He vuelto. ¿Está mi padre aquí?

– ¡Hijo mío! -respondió un susurro jubiloso.

– Enciendan la vela -ordenó Jonas-. ¡Rápido!

Oyó crujidos de ropa en la oscuridad. Un tenue resplandor amarillo dibujó un círculo en el piso. Una sombra pasó frente a la luz y un par de brazos estrecharon a Stern con fuerza. La emoción fue tan fuerte que estuvo a punto de desfallecer. A su mente acudió la imagen de su madre, sola en su diminuto apartamento en Palestina.

– ¿Cómo lo haces? -preguntó Avram Stern-. ¿Cómo pasas la guardia?

– No importa. Debemos hablar. Que todos formen un círculo a mi alrededor. De prisa.

– ¡Rachel! -exclamó Avram-. Reúna el círculo.

Stern tuvo una sensación de gran movimiento alrededor, como de hojas en un bosque nocturno. A medida que se acercaban las mujeres, retrocedió hacia la puerta. Trató de hacerlo con naturalidad, pero su intención era impedir la fuga de cualquiera que tratase de huir por un ataque de pánico.

Su padre y Rachel Jansen se aproximaron. Los demás rostros, jóvenes y viejos, formaban un mapa humano de toda Europa.

– Escuchen -dijo en idish-. Debo hablarles, pero tenemos muy poco tiempo. No les dije toda la verdad. Vine de Palestina, pero no para verificar los informes sobre las atrocidades de los nazis. Vine para ayudar a preparar un gran ataque contra Hitler.