– ¡Ella miente! Tiene cuarenta y dos años. ¿Cómo te atreves, Shoshona?
La mujer señalada no bajó la mano:
– Tengo treinta y nueve.
La acusadora meneó la cabeza con vehemencia:
– ¡Éramos vecinas en Lublin! ¡Tiene cuarenta y dos!
La acusada se levantó de un salto.
– ¡Sí, tengo cuarenta y dos! -exclamó aterrada-. ¿Les parezco tan vieja? ¿Por qué me niegan la oportunidad de vivir? ¡Miren mis caderas! ¡Puedo tener hijos!
Meneó las caderas en una exhibición casi obscena de sus encantos sexuales. Jonas vio que las demás mujeres excluidas empezaban a alterarse. Dio un paso hacia la histérica para contenerla si fuera necesario.
– Si tienes tantas ganas de vivir, te cedo mi lugar. -La mujer que habló estaba demacrada y casi calva. Su piel parecía un pergamino, pero sin duda era menor de treinta años.
– Soy de Varsovia -dijo-. Toda mi familia ha muerto. Toma mi lugar.
– ¡No! -protestaron varias mujeres-. Eres joven. Mereces vivir.
La joven alzó las manos en un gesto patético de resignación:
– Por favor, basta. ¡Estoy tan cansada!
Jonas se paró junto a su padre:
– Bajen las manos -indicó-. Está resuelto. -Miró hacia el fondo de la cuadra:
– Frau Jansen, ya es la hora.
– ¿Cómo llegaremos a la Cámara E sin que nos vean los alemanes? -preguntó una joven.
– Antes del ataque provocaré un cortocircuito para cortar la corriente. Tendrán que cruzar quince metros de terreno descubierto para llegar al callejón. Cada mujer llevará por lo menos un niño a la Cámara. Algunas llevarán dos. Una vez adentro, encuentren la manera de acomodarse. Aunque el techo es bajo, pueden cargar a los niños más pequeños sobre sus hombros.
– ¿Y el centinela en la puerta del alambrado? No podemos salir por ahí, y muchos niños no podrán trepar el alambrado.
– Yo mataré al centinela -dijo Jonas-. Mi padre se pondrá su uniforme y ocupará su puesto hasta que llegue el momento de salir. Sugiero que lo hagan a las ocho menos diez. Ustedes decidan. Pero pase lo que pase, la puerta de la cámara debe estar cerrada antes de las ocho.
– ¿Cómo saldremos? -preguntó desde el piso una voz preocupada-. La puerta de la cámara no se puede abrir desde adentro.
– Les dejaré mi ametralladora. Una de ustedes deberá romper la ventana. No hay otra manera.
– ¿Cuánto tiempo debemos esperar?
– En lo posible, dos horas. Tienen aire para dos horas y un pequeño tubo de oxígeno de reserva. Después deberán alejarse lo más rápidamente que puedan. Tomen un camión y traten de llegar a la frontera con Polonia. Hay grupos de partisanos en el bosque.
Bruscamente sintió frío en el pecho. Rachel Jansen se dirigía hacia él como un espectro en la oscuridad. En sus brazos llevaba un bulto envuelto en una manta. Se lo entregó. Su rostro estaba bañado en lágrimas.
– Cuídela, Herr Stern. No le causará problemas.
Jonas apartó la manta. Vio los cabellos renegridos de Hannah Jansen. La niña estaba profundamente dormida. La devolvió a Rachel.
– Un momento -dijo-. Debo hacer algo antes de partir.
Entregó la Schmeisser con silenciador a su padre y sacó la daga SS de la vaina negra que colgaba de su cinturón. La deslumbrante hoja de treinta centímetros llevaba grabado el lema Mi honor es mi lealtad. Su mano cubrió el águila nazi en la empuñadura negra y alzó la daga ante la cara de su padre.
– Vamos.
– Necesito su ayuda, Rottenführer.
El centinela en la puerta giró para mirar a Jonas Stern, parado en la oscuridad detrás del alambrado.
– Jawohl, Standartenführer.
El centinela abrió la puerta, pasó y la cerró.
Jonas le indicó que lo siguiera a la cuadra de las judías.
– Debollevarme a una judía para interrogarla, Rottenführer. Tal vez sus amigas traten de impedirlo.
– ¡Permítame, Standartenführer.
El centinela pasó delante de Stern y subió los escalones.
Stern lo siguió de cerca. Apenas entró en la cuadra, Jonas le agarró la frente, le dobló el cuello hacia atrás y con la daga de doble filo en la diestra le seccionó la garganta. No hubo un grito, sólo un suspiro de aire y un borbotón de sangre tibia. Stern le aferró la cabeza hasta que el cuerpo se deslizó al piso de la cuadra, luego envainó la daga y corrió a ocupar el puesto del centinela mientras su padre se ponía el uniforme.
En pocos segundos las mujeres despojaron al cabo muerto de su ropa, borceguíes y armas y los entregaron a Avram, quien se los puso y fue a ocupar el lugar de su hijo.
Jonas abrió la puerta para que saliera Avram, entró nuevamente y se paró junto a su padre.
– Papá, te lo suplico -susurró-. Ven conmigo. Escapa de este lugar.
Avram pasó el brazo entre los postes de la puerta y aferró el brazo de su hijo.
– Basta de eso.
– Entonces, entra en la cámara. Podrás guiar a las mujeres hasta Polonia.
– ¡Basta, Jonas! -Miró por sobre el hombro de su hijo: -Rachel.
Jonas se volvió y vio a la joven detrás de él. Las lágrimas brillaban en sus ojos negros y sostenía a su hija en brazos.
– Abre tu mano, hijo.
Jonas, perplejo, pasó el brazo entre los postes. Sintió que colocaban en su palma un par de objetos duros y pequeños como semillas.
– Son diamantes -dijo Avram, mirando a Rachel a los ojos-. Sí, conservé dos. Te los devuelvo para tu hija. Dale los tuyos, Rachel. Los necesitará para comprar el pasaje a Palestina.
Rachel tenía todos sus diamantes en la mano, pero al ver que el zapatero entregaba los suyos para Hannah, entregó solamente dos.
Después de guardar los diamantes en un bolsillo, Jonas tomó la daga ensangrentada de la vaina y la entregó a Rachel.
– Si tratan de detenerla en el callejón, úsela. Acérquese y clávela con fuerza. Apunte a la barriga.
Rachel tomó la daga y la ocultó bajo el bulto que era Hannah.
Avram volvió nuevamente la espalda al alambrado.
– Escucha, Jonas -susurró-. Cuando llegues a Palestina, lleva a la niña con tu madre. Dile a Leah que la críe como si fuera tu hermana. ¿Comprendes?
Jonas tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le quebrara la voz al responder:
– Sí.
Iba a tomar la niña de brazos de Rachel cuando vio a tres SS en la puerta trasera del campo. Desde su posición se veía claramente el lugar que las mujeres deberían cruzar para llegar a la Cámara E.