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– ¡Mira! -susurró.

– Dios mío -dijo Avram- ¿Qué hacen allí?

Jonas no alcanzaba a divisar los rostros ni las insignias; sólo veía a dos hombres que fumaban mientras conversaban con el centinela. Miró su reloj: las 19:35. Era el momento de salir del campo.

– ¿Crees que se alejarán a tiempo? -preguntó Avram.

– No lo sé. Papá, ven conmigo al auto. Estás de uniforme, podemos salir juntos.

Rachel le aferró el brazo:

– ¡No pueden irse sin Hannah!

– La llevaremos.

El pánico de la madre despertó a la niña, que empezó a lloriquear en la oscuridad. Avram tocó el brazo de Rachel.

– No temas -dijo-. Jonas, olvida al hombre en la puerta. Toma la niña y vete. Lo de la Cámara E era una probabilidad ínfima.

Jonas miró a los tres SS. Su mente era un torbellino.

Avram tomó el arma del cabo muerto.

– Si no se van, trataré de matarlos.

En ese momento, Jonas vio a otros tres SS parados a la sombra del muro del hospital. Examinaban el deslumbrante Mercedes negro aparecido de manera tan misteriosa en el campo. Entonces comprendió que no llegaría a las garrafas a tiempo. Lo haría McConnell o nadie.

Pasó la puerta y abrazó a su padre con todas sus fuerzas, como para prolongar ese momento hasta el fin de sus días.

– No te olvidaré -dijo con voz ahogada. Le quitó el arma del centinela muerto y la arrojó lejos. -No está silenciada -dijo-. Toma la mía.

Entregó su Schmeisser a Avram.

Éste abrió la boca, pero le falló la voz. En sus ojos apareció un destello, como si tuviera algún remordimiento, pero alejó a su hijo de un empujón.

– Vete.

– Que la niña esté lista. Si dentro de cinco minutos sigo con vida, vendré a buscarla.

42

Jonas Stern cruzó la congelada Appellplatz como Erwin Rommel al revistar el Afrika Korps. No tenía otra arma que la Walther PPK; había entregado la Schmeisser silenciada a su padre y la daga SS a Rachel Jansen. Cada vez que uno de los SS en el portón trasero se llevaba el cigarrillo a la boca, un resplandor amarillo iluminaba la mitad superior de su cara. Esa luz le bastó para ver que dos de los centinelas eran soldados rasos y el otro un sargento primero. No lo habían visto.

– Hauptscharführer! -dijo bruscamente al suboficial-. ¿No sabe saludar a su superior?

Atónito, el sargento Gunther Sturm miró el uniforme verde grisáceo y la Cruz de Hierro Primera Clase. Jamás hubiera esperado toparse con un furioso coronel de la SD en el portón trasero de Totenhausen.

– Standartenführer! -exclamó-. Heil Hitler!

Los dos soldados lo imitaron.

Stern alzó el mentón y miró altivamente al robusto sargento.

– ¿Es usted el Hauptscharführer Sturm?

– Jawohl, Standartenführer -respondió Sturm, asustado.

– No se asuste. Busco a un pez más grande que usted. He venido a detener al comandante Wolfgang Schörner por asociación ilícita para revelar secretos de Estado. Necesito su ayuda, Hauptscharführer y también la de sus soldados. El Obergruppenführer Kaltenbrunner en Berlín agredecerá su ayuda.

La cara mal afeitada de Sturm se alteró y enseguida se iluminó con una sonrisa feroz.

– Standartenführer -dijo en su tono más obsecuente-, no soy de los que murmuran sobre sus superiores, pero he tenido mis sospechas sobre el Sturmbannführer.

– ¿Se puede saber por qué no informó?

– Es que… no tenía pruebas, Standartenführer -dijo, momentáneamente desconcertado-. No se puede acusar a la ligera a un oficial condecorado.

– Herr Schörner no conservará su Cruz de Caballero por mucho tiempo más, Hauptscharführer.

Sturm miró a los soldados. No terminaba de creer en su buena suerte.

– ¿Qué quiere que hagamos, Standartenführer!

Stern miró su reloj: las 19:37. En trece minutos saldrían las mujeres. Lamentaba haber entregado la Schmeisser con silenciador.

– Ésta es la situación, Hauptscharführer. Creemos que una fuerza comando aliada atacará el campo esta noche para asesinar a Herr Doktor Brandt y destruir su laboratorio. Creemos que Schörner montó el ataque a través de sus contactos con la resistencia polaca.

Gunther Sturm no cabía en sí de júbilo.

-¡HerrDoktor tenía razón!

– Los refuerzos SD llegarán en treinta minutos -prosiguió Stern-. Pero necesito su ayuda para detener a Schörner inmediatamente y retirarlo del campo para que no preste la menor ayuda a los comandos. ¿Está preparado?

Sturm sacó la Luger de la cartuchera que colgaba de su cinturón y la agitó en el aire:

– Sé tratar a los traidores, Standartenführer. Si Schörner se resiste, le vuelo la cabeza.

Stern asintió:

– Que vengan los dos soldados. Schörner es peligroso.

– Debo dejar a uno en el puesto, Standartenführer -objetó Sturm-. El comandante mandaría fusilarme si lo dejara abandonado.

La mirada feroz de Stern se clavó en el soldado al otro lado del alambrado.

– Basta de fumar -dijo-. No aparte la vista de los árboles. Los comandos seguramente atacarán desde las colinas. ¿Entendido?

– Jawohl, Standartenführer!

El soldado, cuya cara había tomado un tinte gris, giró al instante y clavó la vista en esos árboles oscuros que momentos antes le habían parecido amistosos.

– ¡Al cuartel, Hauptscharführer!

Stern se adelantó a los dos SS al cruzar la Appellplatz.

– ¿No sería conveniente soltar los perros para que patrullen el alambrado? -sugirió Sturm.

– Por ahora no será necesario -dijo Stern. La sola idea de que los perros feroces patrullaran la zona de la Cámara E era aterradora. -Soltaremos los perros a último momento. Queremos que estén descansados.

– Entendido, Standartenführer.

Pasaron detrás del microcine contiguo al cuartel general. Al llegar a la puerta principal del cuartel, ésta se abrió y apareció un oficial alto con el uniforme de las Waffen SS y un ojo tapado por un parche.