Выбрать главу

Wolfgang Schörner se quedó helado al ver el uniforme del SD.

Stern, inmutable, desenfundó la Walther y la apuntó al atónito comandante.

– Sturmbannführer Wolfgang Schörner, queda usted detenido en nombre del Führer.

El comandante Schörner miró al sargento Sturm, que había desenfundado su Luger, y nuevamente a Stern.

– Perdón, ¿cómo dijo, Standartenführer?

– No se haga el sordo. Quítele la pistola, Hauptscharführer.

Schörner no hizo el menor gesto mientras Sturm le arrancaba la Luger de la cartuchera.

– ¿Quién es este hombre, Hauptscharführer?

Stern alzó la mano:

– Standartenführer Ritter Stern del Sicherheitsdienst en Berlín. Creo que es evidente, ¿no?

– No se me había informado sobre su visita.

– Desde luego que no. En Berlín se aclarará todo.

– ¿En Berlín? -Los ojos de Schörner recorrieron el uniforme de Stern de arriba abajo, se posaron en cada botón, insignia, arruga y mancha. -Hauptscharführer, ¿no le llama la atención que el Standartenführer haya perdido su daga?

Stern agitó la pistola hacia el hospital, donde había estacionado el Mercedes.

– Llévelo a mi auto, Hauptscharführer -dijo enérgicamente.

Pero Gunther Sturm miraba a Schörner. Conocía el rostro de la culpa, y aunque detestaba al comandante, no veía el menor rastro de ella en su actitud.

– Iré a Berlín con mucho gusto -dijo Schörner serenamente-. ¿Pero no deberíamos exigirle a este hombre que muestre sus documentos? Un oficial del SD que pierde su daga puede ser detenido por ello.

Sturm miró a Stern, perplejo:

– Standartenführer?

Stern miró su reloj con fastidio, como un oficial que tiene prisa:

– Lo lamentará -dijo. Sacó su portadocumentos y lo entregó a Sturm, quien a su vez lo entregó a Schörner sin abrirlo.

– Estos documentos lo autorizan a inspeccionar el dispositivo de seguridad de Totenhausen. -Schörner alzó la vista. -No puede detenerme.

– El reglamento otorga al SD plenos poderes para inspeccionar a las SS y detener a sus oficiales -dijo Stern-. No necesito una orden escrita para detener a un traidor. -Su voz se volvió un susurro amenazante: -Marche al auto de una vez.

– Estas órdenes tienen fecha de hace cuatro días -replicó Schörner sin ceder un ápice. -¿El viaje desde Berlín le llevó cuatro días? -Y sin darle tiempo para responder, añadió: -Qué interesante, su piel bronceada. ¿Brilla el sol en el Tiergarten en pleno invierno?

Stern apuntó directamente a la cara de Schörner.

El comandante no se inmutó.

Stern quería disparar, pero sabía que sería el peor de los errores.

– Bueno, ¿dónde está su daga, Standartenführer?

Stern hizo un esfuerzo para no mirar la vaina vacía. Para ello tuvo que apelar a todas sus reservas, porque su mente estaba en blanco.

Schörner lo miraba con aire meditabundo.

– Con todo respeto, Standartenführer, ¿qué día le entregaron la daga?

En un sentido era bastante irónico, pensó Stern. Se repetía la escena en la cuadra, cuando las mujeres lo interrogaron para que demostrara que era judío. Pero el comandante Schörner no le preguntaba qué año era según el calendario hebreo.

– No he venido a responder a sus preguntas -dijo bruscamente-. Usted responderá a las mías.

Schörner miró a Sturm:

– ¿Qué me dice, Hauptsharführer? Es una pregunta sencilla, ¿no? Usted podría responderla.

Gunther Sturm tenía la cara de un perro de caza que recibiera órdenes de dos amos. Detestaba a Schörner con toda su alma, pero justamente por esas cualidades por las cuales jamás traicionaría a Alemania. Giró con angustiosa lentitud hasta apuntar la Luger a la derecha del vientre de Stern.

– Por favor, Standartenführer, responda a la pregunta -pidió en tono de disculpas-. ¿Cuándo recibió la daga?

Stern siempre había sabido que algún día llegaría ese momento. Aquel en que se agotaban las alternativas. Una situación sin salida. Había sobrestimado sus propios recursos y subestimado los de un veterano de guerra como Wolfgang Schörner. Pensó en la cápsula de cianuro que había trasladado de su Estrella de David al bolsillo del uniforme, pero no tenía el menor deseo de tragarla. No importaba lo que le hicieran los hijos de puta: no lo quebrarían antes que cayera el gas sobre el campo.

– No recuerdo el día -dijo-. Fue en 1940.

– ¡Qué interesante! -ironizó Schörner-. La ceremonia de entrega de dagas siempre se realiza el nueve de noviembre.

Stern miró su reloj: las 19:40. Ahora sólo pensaba en ganar tiempo para que las mujeres llegaran a la Cámara E. Eso sí podía hacerlo.

– Hay una sola solución -propuso-. Llame al Obergruppenführer Kaltenbrunner en el cuartel general del SD en Berlín. -Tomó su Walther por el cañón y la entregó al sargento Sturm.

Totalmente desconcertado, el suboficial SS aceptó el arma. Una sonrisa fugaz cruzó los labios de Schörner.

– ¿Dónde conoció a este hombre, Hauptscharführer?

– En el portón trasero, Sturmbannführer.

– ¿Tiene un hombre apostado allá?

– Ja.

– ¿Cuántos técnicos hay en la fábrica?

– La dotación completa. Treinta y cuatro hombres. La están desmantelando.

Schörner asintió, pensativo.

– Encierre inmediatamente a todos los técnicos en el cine y ponga centinelas. Luego cierre todas las puertas de la fábrica. ¿Entendido?

– Zu befehl, Sturmbannführer.

– Bastará una llamada a Berlín para saber qué clase de pescado tenemos aquí. Cuando termine la llamada, quiero que todos los técnicos estén encerrados. Las enfermeras civiles también. Absolutamente todas. Al trabajo.

El sargento Sturm se alejó a la carrera. Schörner se volvió hacia Stern:

– Fue una conversación de lo más amena. Si usted es quien dice, pronto seré yo quien se quede sin su daga. Si no, bueno… -Miró por sobre el hombro de Stern: -Venga, Schütze.