Con el cañón del fusil de un soldado apuntándole entre los omóplatos, siguió a Schörner al cuartel. Al entrar echó una última mirada al reloj: 19:41.
– ¿Por qué no hay una explosión?
– Le quedan nueve minutos -dijo McConnell, sentado junto a la mesa de la cocina. Se volvió hacia la estufa, donde Anna trataba de entrar en calor. -¿Estás segura de que oiríamos la granada en la colina?
– Sí. Creo que deberíamos ir de una vez. Tengo la sensación de que algo anda mal.
– Estás nerviosa. Todavía no es el momento.
McConnell también sentía una agitación en el vientre, como si estuviera a punto de correr la carrera más importante de su vida. Acababa de beber un gran vaso de agua para reponer el líquido perdido al pasar media hora enfundado en su equipo antigás. El tubo de oxígeno, con la manguera de caucho enroscada en él, estaba en el piso.
Anna se volvió hacia éclass="underline"
– Me parece que lo atraparon.
McConnell dio un puñetazo sobre la mesa.
– ¿Por qué no oímos nada? Disparos, una alarma, qué sé yo. ¿Crees que se entregaría sin pelear?
– Es posible. Su padre está ahí, ¿recuerdas?
McConnell tomó aliento y trató de serenarse. Había colocado sobre la mesa su lazo, su máscara antigás de vinilo transparente, el fusil Mauser de Stan Wojik y el retazo de tartán que sir Donald Cameron le había obsequiado en el puente de Achnacarry. La nota de Churchill estaba plegada dentro del diario de Anna, oculto en la pierna de su equipo de hule. El equipo antigás de Stern estaba plegado sobre el asiento trasero del Volkswagen de Greta.
– ¿Dónde estaba Stern?
Anna le tocó el brazo:
– El confía en que soltaremos las garrafas de gas. Creo que deberíamos esperar en la cima.
– Haré lo que él me dijo -replicó McConnell, obstinado. Bebió otro vaso de agua. -Ocho minutos. Llegaremos a la cima a tiempo.
Ella le tomó la mano.
– De acuerdo. Pase lo que pase, me alegro por lo de anoche. Así todo será más fácil.
McConnell iba a preguntar qué quiso decir, pero se contuvo. Tenía la sensación de saberlo.
Cuando Avram Stern vio a Jonas cruzar la Appellplatz delante del sargento Sturm y un soldado estuvo a punto de sufrir un ataque de pánico. Sin embargo, se dominó y trató de pensar como lo haría su hijo. Jonas había llegado hasta allí sin que lo atraparan; seguramente sabía lo que hacía.
Los tres hombres bordearon el microcine y desaparecieron de la vista. ¿Acaso Jonas trataba de llegar al portón principal? A cincuenta metros de distancia, se lo distinguía borrosamente en la oscuridad, pero si un hombre lo atravesara, Avram lo vería.
Nadie pasó por ahí.
Dos minutos después de que Jonas desapareció de su vista, Avram vio al sargento Stern que irrumpía por la puerta trasera del cuartel general y corría hacia la fábrica acompañado por cinco soldados. ¿Acaso Jonas había tratado de huir hacia la libertad? ¿Había montado una especie de maniobra diversionista para alejar a los SS de la Cámara E? Avram sintió una punzada de miedo cuando los técnicos de laboratorio con sus delantales blancos salieron de la fábrica en tropel, arreados por los hombres del sargento Sturm.
Un crujido suave de pasos sobre la nieve a sus espaldas le indicó que Rachel y las mujeres se trasladaban a la cuadra de los niños judíos; luego irían a la Cámara E. Miró su reloj de pulsera; era un objeto prohibido -el reloj de un judío muerto- que había aceptado en pago por remendar las botas de un SS.
Las 19:41.
Jonas había dicho que provocaría un apagón. Ahora no podría hacerlo. Sin el amparo de la oscuridad total, las mujeres y los niños tendrían que cruzar el campo abierto a la vista del centinela del portón trasero.
No llegarían a ninguna parte.
Con manos temblorosas, el zapatero empuñó la Schmeisser silenciada y se encaminó hacia el portón trasero.
– Nadie lo conoce en Berlín.
El comandante Schörner sonrió al colocar el auricular sobre la horquilla.
Stern miró impasible el cañón negro de su propia Walther.
– Hablé con Kaltenbrunner en persona -dijo Schörner-. Me ordenó que lo envíe a Berlín para interrogarlo. Pero antes… yo también quiero hacerle algunas preguntas.
Se abrió una puerta a espaldas de Stern. No se volvió, pero el estrépito de los borceguíes le dijo que por lo menos tres hombres habían entrado en la oficina.
– ¡Sturmbannführer, los técnicos están encerrados en el microcine! -informó el sargento Sturm-. ¡La fábrica está cerrada!
– ¿Las enfermeras?
– Encerré a las tres que estaban de turno en el cine con los técnicos. Greta Müller, desde luego, ha muerto. Mandé un mensajero a buscar a Frau Jaspers.
– Son cinco. ¿Y la sexta?
– Es Fraulein Kaas, Sturmbannführer. Parece que se retiró temprano hoy.
– ¿Y? -insistió Schörner con fastidio.
– ¡Acabo de enterarme de que se fue en el auto de Greta Müller! En la confusión después del hallazgo de los cadáveres en la cloaca…
– Nadie se dio cuenta -lo interrumpió Schörner-. La verdad es que yo sí me di cuenta, pero no pensé que Fraulein Kaas, la cuñada de un Gauleiter, pudiera ser una traidora. Estúpido de mí. Ahora que lo pienso, era muy amiga de la Müller.
Stern miró subrepticiamente su reloj: las 19:43. Rogó para sus adentros que McConnell saliera de la casa a tiempo.
Schörner tamborileó sobre el escritorio.
– ¿Sabe qué pienso, Hauptscharführer! Que nuestro falso Standartenführer no pudo haber pasado cuatro días en el bosque. Está demasiado pulcro. Diría que ha disfrutado de la hospitalidad de algún lugareño. Y que ha comido bastante bien. Dígame, Sturm, ¿dónde vive Fraulein Kaas?
– En una cabaña vieja en las afueras, al sur de Dornow.
– Conozco la casa. -Bruscamente se puso de pie y enfundó la Walther de Stern. -Yo mismo allanaré la casa con un pelotón.
– Pero Herr Doktor Brandt ha ordenado el acuartelamiento general.
Schörner crispó la mandíbula:
– El jefe de seguridad soy yo, no Brandt. Este hombre ya no representa el menor peligro, pero sus camaradas sí. Quién sabe si los Aliados no pensaban secuestrar a Brandt. Quiero que ponga a Herr Doktor bajo guardia.
Schörner tomó un cargador del cajón de su escritorio y su Luger que aún tenía el sargento Sturm.
– Hauptscharführer, si hay algún problema durante mi ausencia usted deberá evitar a toda costa que Herr Doktor caiga en manos del enemigo. -Lo miró fijamente: