Aterrado, cerró los ojos hasta que la rueda volvió a caer sobre el cable. Era como cabalgar sobre un cablecarril, pensó: un funicular muy veloz y sin conductor. Seguramente llegaría vivo a Totenhausen. El problema era cómo saltar de la garrafa antes de que ésta se precipitara veinte metros hasta el suelo. Estudiaba el cable en busca de una respuesta, cuando el cielo nocturno sobre su cabeza estalló en fuegos artificiales como en las fiestas patrias.
46
Stern seguía a la figura enfundada en caucho de Ariel Weitz que corría por el pasillo trasero del cuartel y al salir se dirigía a la Appellplatz. Weitz fue derecho hacia el hospital, pero Stern viró a la izquierda. No tenía la menor intención de meterse sin protección en la nube invisible de gas tóxico que tal vez invadía el patio desde la cuadra de los SS y las perreras a su derecha. Mientras corría, vio un fogonazo blanco en las colinas detrás del campo. Una bengala.
¿Era un pedido de ayuda de Schörner? ¿Había detenido a McConnell por el camino?
– Herr Stern! ¡Alto, por amor de Dios!
Miró a su izquierda. Una mujer corría hacia él con un niño en brazos. Rachel Jansen. No podía creerlo, pero ahí estaba, seguida por una turba de prisioneros desconcertados.
– ¡Son más de las ocho! -gritó-. ¡Corra a la Cámara E!
– ¡Mi hijo ya está allá! ¡Usted prometió llevarse a Hannah!
Stern oyó un trueno distante, como una salva de artillería en las colinas. Todo el campo se detuvo a escuchar. Después hubo una segunda explosión y se apagaron todas las luces.
Los transformadores, pensó Stern. Recordaba ese ruido de sus andanzas guerrilleras en Palestina.
– Por Dios, lo logró. -Aferró los hombros de Stern. -¡Ya viene el gas! ¡Dese prisa!
Rachel le tendió el bulto envuelto en mantas:
– Por amor de Dios, llévela con usted.
Stern tomó a la niña bajo su brazo derecho como si fuera un saco de papas y con su mano izquierda tomó la de Rachel. A pesar del dolor insoportable del dedo roto, corrió hacia el hospital seguido por Rachel, mientras Hannah chillaba aterrada.
– ¿Dónde está mi padre?
– ¡Lleva a los niños a la Cámara E!
Subió los escalones del hospital a la carrera e irrumpió por la puerta principal al pasillo central, hundido en las tinieblas.
– ¡Weitz! -gritó.
No hubo respuesta.
Rachel chocó contra su espalda.
– ¿Dónde está Hannah? ¿La dejó caer?
– ¡Aquí la tengo! ¡Vaya a la cámara de una buena vez! ¡Vaya con su hijo! Derecho por este pasillo.
Cuando Stern señalaba hacia la puerta trasera, la ventana se encendió como una pantalla cinematográfica. Una luz blanca bañó sus hombros desde la ventana a su espalda.
– Dios mío, ¿qué pasa? -exclamó Rachel-. ¿Qué es eso?
¿Reflectores?, se preguntó Stern. ¿Qué sentido tenía iluminar la puerta del hospital con un reflector?
– ¡Weitz! ¿Dónde está?
Oyó un estrépito a su derecha, seguido por un grito espeluznante. Entregó la niña a Rachel y se tambaleó por el pasillo de su derecha, tanteando las paredes en la oscuridad. Su dedo ardía al menor roce. Más golpes, otro chillido. Una voz imploraba en alemán, pero las palabras eran borrosas, indistintas. Un haz de luz cruzó fugazmente el pasillo. En un breve segundo alcanzó a divisar dos cadáveres con uniformes SS tendidos frente a una puerta. Avanzó con cautela. Oyó un ruido similar al de un melón podrido al caer sobre el piso, seguido por pasos furtivos sobre las baldosas.
– Weitz -susurró.
Una ráfaga de ametralladora atravesó la puerta.
– ¡SCARLETT! ¡Soy el hombre que usted acaba de salvar!
Una pausa.
– Aquí -dijo una voz sorda.
Ante todo lo asaltó el olor de la sangre. Weitz apuntó la linterna derecho a sus ojos y luego hacia otra parte. Stern siguió el camino del haz, que se detuvo sobre lo que poco antes había sido la cara de un hombre. El cráneo era una masa grotescamente deformada de carne sanguinolenta; el guardapolvo blanco estaba manchado de escarlata y negro. Sobre el escritorio, delante del revoltijo repugnante, había una barra corta de hierro.
– Guten Abend, Standartenführer -susurró Weitz-. No sucedió como yo quería, ¿sabe?
– ¿Quién es?
Weitz chocó los tacos y saludó el cadáver con el brazo rígido, a la manera fascista.
– El distinguido Herr Doktor Klaus Brandt. Yo quería que fuese más lento.
Stern tomó la linterna de la mano de Weitz. El hombrecito no intentó retenerla. Iluminó la pared, convertida en un repugnante fresco de sangre y tejidos. Stern iluminó la cara del asesino.
– ¿Dónde está el otro equipo antigás, Herr Weitz?
Weitz señaló el suelo detrás del escritorio:
– Trataba de ponérselo. Quería escapar.
Stern recogió el equipo, la máscara y las botas.
– ¿Puede conseguir una plancha de vinilo?
– Esto es un hospital, ¿no?
– Búsquela. En el pasillo principal hay un bebé. Envuélvalo en el vinilo. ¿Puede hacerlo?
– ¿Para protegerla del gas? Necesitará oxígeno.
– ¡Consiga un tubo, qué mierda!
Una poderosa explosión estremeció los cimientos del hospital. Oyeron el tintineo de vidrios rotos en la oficina oscura. Weitz inclinó la cabeza como si disfrutara de una bella pieza musical.
– ¿Qué diablos pasa? -preguntó Stern.
– Las ratas que abandonan el barco. ¡Pero equivocaron el camino! Usted me dijo que plantara una trampa cazabobos en el refugio antiaéreo, ¿recuerda?
Stern volvió la espalda a la horrible escena y fue hacia la puerta. Sonó el teléfono de Brandt. Weitz tomó el auricular y dijo:
– ¡Hola!
Segundos después, Weitz empezó a reír. El sonido heló la sangre de Stern. Volvió la linterna hacia el escritorio.
– ¿Quién llama? -preguntó.
– Berlín -dijo Weitz con una sonrisa maligna-. El Reichsführer Himmler desea hablar con Herr Doktor.
Weitz apoyó el auricular contra el cráneo destrozado de Klaus Brandt y miró a Stern. La luz de la linterna iluminó los blancos de sus ojos y sus dientes.
Stern se precipitó hacia él y le arrancó el teléfono de la mano antes que Weitz pudiera hablar. Lo alzó a su oído y escuchó una voz furiosa: