– ¿Brandt? ¡Brandt! Malditos teléfonos… Los Aliados derribaron las líneas.
Un escalofrío recorrió los hombros y brazos de Stern.
– ¡Brandt! -insistió Himmler-. ¿Se puede saber qué diablos pasa?
Stern rozó la bocina sangrienta con los labios y habló clara y lentamente:
– Escúchame bien, criador de gallinas. Acabas de perder la guerra. Cuida bien tu píldora de cianuro. Vendremos por ti en la primavera.
Colgó el auricular con suavidad, tomó el equipo de Raubhammer y salió de la oficina seguido por Weitz con su pistola ametralladora. Antes de llegar al corredor principal oyeron otra vez la campanilla del teléfono.
Rachel esperaba en el pasillo. En sus brazos sostenía a Hannah.
– ¡Por amor de Dios, mujer!
Rachel meneó la cabeza y abrazó a su hija con desesperación. Stern vio en sus ojos que estaba al borde del colapso. Había visto que ocurría a muchos hombres en el desierto: era una especie de shock acumulativo capaz de dormir a uno en medio de una batalla campal. Si se tomara el tiempo para colocarse el equipo de Raubhammer, Rachel Jansen no cruzaría el callejón hasta la Cámara E sino que moriría allí. Arrojó el equipo y la linterna al piso, tomó la pistola ametralladora de Weitz y arrastró a Rachel hacia la puerta trasera.
Al salir, vio que el fondo del campo -los árboles, el alambrado, el techo de la Cámara E, el callejón- estaban iluminados como en pleno día.
¿Qué pasaba?
Oyó voces a su izquierda en el callejón. Un hombre alto con uniforme pardo de las SS corría hacia él, llevando a dos niños de la mano.
– ¡Papá! -gritó Jonas.
El hombre se detuvo en seco.
– ¿Jonas? ¡Hijo!
Stern echó el brazo izquierdo sobre los hombros de su padre.
– ¡Sangre! -gritó Avram-. ¿Qué te han hecho?
Sonó un disparo de pistola en el extremo más alejado del callejón y giró hacia su derecha. Más allá del callejón estaba el gran galpón que alojaba el laboratorio y la fábrica de gas. Al oír el segundo estampido comprendió que no eran disparos de pistola sino la detonación de las garrafas de gas.
– ¡A la Cámara! -aulló-. ¡Ya! ¡Todo el mundo!
Empujó a los niños hacia los escalones que bajaban a la cámara de gas. Rachel y Hannah ya estaban en la escotilla.
– ¡Me vieron! -dijo Avram mientras ayudaba a los niños a pasar la escotilla.
– ¿Quiénes te vieron?
– Los hombres. ¡Hay un motín! Se dieron cuenta de todo, Jonas. ¡En la Cámara no cabe un alfiler más! Llevamos a todos los niños judíos y algunos gentiles. Las mujeres los alzan sobre sus hombros, los meten en los rincones… ¡Es un infierno!
Stern tomó a Hannah de los brazos de su madre.
– ¡Usted es la última, Rachel! ¡Despídase!
Rachel tomó la carita de la niña entre sus manos.
– Recuerda lo que te dije, amor. Hazle caso a Herr Stern. Nunca… -su voz se quebró- nunca me olvides. -Besó a la niña aterrada en la frente y retrocedió hacia la entrada.
– Viviré -le dijo a Stern. Sus brillantes ojos negros estaban llenos de lágrimas. -Algún día iré a Palestina a reclamarla. ¡No la abandone!
Jonas la empujaba hacia el interior, pero Rachel puso algo en su mano. Por el tamaño no podía ser otro diamante. Lo miró. Una dreid. Guardó la pequeña peonza en el bolsillo del uniforme.
– ¡No me recordará! -dijo Rachel entre sollozos, apretada contra el muro de cuerpos-. ¡Usted debe contarle todo! ¡No tendrá otro recuerdo de sus padres!
Entonces se volvió y se arrojó hacia la masa humana que buscaba refugio en la cámara de gas.
Detrás de la fábrica resonó otro estampido. Jonas envolvió la cabeza de Hannah en la manta y la colocó sobre un escalón. Tomó a su padre de los hombros y lo sacudió con fuerza.
– ¡Entra ahí, carajo! ¡Ya!
Avram parecía desconcertado.
– Jonas… -Su expresión se alteró al tratar de comprender. Las cosas no habían sucedido según lo previsto. No entendía cómo seguía con vida. -No puede ser que yo sea el único hombre que sobreviva. Después de…
Por primera vez en su vida, Jonas Stern golpeó a su padre. Un violento puñetazo derribó a Avram como si hubiera recibido un balazo en el estómago. Jonas lo enderezó y lo llevó a la escotilla. El interior estaba totalmente oscuro. Hacía un calor infernal. Una cacofonía de sollozos de mujeres y niños llenó sus oídos. Llamó a Rachel, pero la maraña de cuerpos ya la había tragado. Aferró el brazo más próximo a la puerta.
– ¿Me oyes? -preguntó en idish.
– Sí, señor -dijo una temblorosa voz de hombre.
– ¿Cuántos años tienes?
– Trece, señor.
– Ayuda a meterlo. No es SS. ¿Conoces al zapatero?
– Sí.
Stern oyó otra detonación. Una vez que introdujeron a su padre, puso la pistola ametralladora de Weitz en las manos sudorosas del chico.
– ¡Tómala con fuerza! No dejes que nadie te la quite. Espera a que se acabe el aire. Luego revienta una ventana, arrástrate afuera y abre la escotilla. ¿Entiendes?
– Creo que sí.
La voz trasuntaba miedo y firmeza a la vez. Stern dio un apretón al brazo del chico, tomó la pesada puerta de acero y la cerró. Al girar el gran volante, tuvo la sensación de que encerraba a la gente en una tumba, no en un bote salvavidas.
El tiempo lo diría.
Al subir los escalones con Hannah en sus brazos, vio a un grupo de hombres que entraba en el callejón desde la fábrica. No vestían uniformes SS sino los pijamas a rayas de los prisioneros. Lo embargó el pánico. Aunque hubiera conservado la pistola ametralladora, no podría mantenerlos a raya por mucho tiempo. Varios hombres empezaron a agitar los brazos como si fueran las marionetas de un titiritero demente.
Dos de ellos cayeron de rodillas y vomitaron sobre la nieve.
– Dios me perdone -dijo Jonas. Corrió al otro extremo del callejón y entró en el hospital sin mirar atrás.
McConnell se aferró desesperadamente a la barra de suspensión cuando la garrafa saltó sobre el transformador destrozado del séptimo poste en su carrera por el cable. Ya había recorrido las tres cuartas partes del trayecto, la velocidad no disminuía y no tenía la menor idea de cómo bajarse de la garrafa con vida. Las bengalas con sus paracaídas flotaban perezosas como estrellas blancas en la noche y su luz hipnótica bañaba el paisaje desde la ladera hasta el río.
¿Quién las había arrojado? ¿Se había activado un sistema de señales de emergencia? La verdad, el espectáculo era magnífico. Apartó la vista con esfuerzo y trató de pensar. A esa velocidad no podía colgarse de un travesaño al pasar; desde esa altura, una caída sobre la nieve sería fatal. Sólo comprendió que el medio para salvar su vida estaba al alcance de la mano cuando vio la garrafa que lo precedía. La imagen del gran tubo bajando por el cable despertó un recuerdo. La caída de la muerte en Achnacarry, donde Stern y él habían cruzado el río Arkaig colgados de un cable tenso por medio de sus lazos.