– ¿Qué diablos es eso?
– Una nena -dijo Stern-. Tiene un tubo de oxígeno, pero tenemos que sacarla de aquí.
– ¿Y los demás niños? -preguntó Anna.
– La Cámara E está llena -informó Stern-. Los demás… -Meneó la cabeza. -Pero a ésta podemos salvarla.
– ¡Póngase la manguera! -chilló McConnell-. Anna, lleva a la nena en el Mercedes y espéranos junto al río. Hay viento allá, es el lugar más seguro. Jonas y yo vamos a cumplir nuestra misión. Nos encontraremos en el río y usaremos el Mercedes para llegar a la costa. -Se volvió hacia Stern:
– ¿De acuerdo?
Stern asintió.
– ¿Hay señales de Schörner?
– Ninguna -dijo Anna.
Stern meneó la cabeza.
– Espéranos en un lugar oscuro.
– Hay una barca en el río -dijo Anna-. Tiene espacio para un camión. La usan para traer provisiones. Con esa barca evitaríamos el riesgo de cruzarnos con Schörner en la ruta.
Stern asintió con vehemencia exagerada, se inclinó y alzó a Hannah Jansen sobre su hombro derecho.
Anna encabezó la marcha con la pistola. Bruscamente, McConnell chocó contra el tubo de oxígeno que llevaba en la espalda. La pasó y quedó estupefacto al ver la Appellplatz. Dos deslumbrantes fuegos rojos ardían sobre la nieve como bengalas. Otros dos, dispuestos en línea recta, ardían más allá del portón principal, aparentemente cerca del río. Al ver el resplandor color rubí que estalló a sus espaldas en la puerta trasera del hospital, imaginó que el SS moribundo había encendido una bengala.
Eso era muy distinto.
Los fuegos seguían una pauta, como si fueran cometas lanzados por un dios furioso pero metódico. McConnell se habría quedado ahí, mirando, pero Stern lo apartó de un empellón y bajó la escalera como si el demonio le pisara los talones. Anna lo arrastró consigo hasta el auto de Greta, de cuyo asiento trasero tomó un talego de cuero. Juntos siguieron a Stern, que bordeaba el hospital hacia el Mercedes.
Se cruzaron con Stern que volvía. McConnell preguntó a los gritos qué diablos le pasaba, pero Stern ya cruzaba la Appellplatz hacia el cuartel general.
El motor del Mercedes ya estaba encendido y Hannah estaba tendida sobre el asiento delantero. El tubo de oxígeno inflaba lentamente el envoltorio de vinilo como si fuera un globo. McConnell ayudó a Anna a sentarse detrás del volante. El tubo de oxígeno en su espalda la apretaba contra el volante, pero pudo poner la primera.
– ¡Nos vemos en el río! -gritó, y cerró la portezuela con violencia.
Las ruedas del Mercedes patinaron sobre el hielo.
Impulsivamente, McConnell abrió la portezuela trasera, subió al auto y gritó:
– ¡Me bajo en el portón!
El comandante Schörner tardó cinco minutos en cubrir la distancia recorrida por McConnell en ochenta segundos. McConnell había descendido en línea recta, en tanto que Schörner conducía un camión de transporte de tropas por un sinuoso camino de montaña y tuvo que esquivar el montón de chatarra al que había quedado reducido su auto de campaña a cuatrocientos metros del campo. Para colmo, había perdido tiempo al reagrupar a sus hombres en la usina, y sabía que estaba retrasado. Cada bengala roja acentuaba la sensación de apremio. Conocía el significado de esos fuegos rojos. Los había visto en Rusia. Cuando el camión se acercaba a toda máquina al portón, se asomó por la ventanilla para gritar una orden a los centinelas.
No vio a ninguno. J
– ¡Despacio! -rugió al conductor-. ¡Más despacio, cerdo! Abrió la puerta y se irguió en el estribo. Al acercarse más al portón, lo embargó una sensación de pavor. No conocía el origen de sus intuiciones, pero en Rusia había aprendido a obedecerlas al pie de la letra.
– ¡Pare el camión! -ordenó-. ¡Ahora!
El camión patinó cuando el conductor clavó los frenos.
Schörner bajó de un salto y dio un par de pasos hacia el portón. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio tres formas oscuras en el suelo a unos cinco metros de la entrada. Alzó la vista a la torre más próxima. El torso del ametralladorista colgaba sobre el parapeto.
Parpadeó, incrédulo, luego retrocedió hacia el camión y subió de un salto.
– ¡Atrás! -aulló, a la vez que cerraba la ventanilla-. ¡Vámonos de aquí!
El conductor lo miró como si se hubiera vuelto loco. Schörner sacó la pistola y le apoyó el cañón en la sien.
– ¡Hubo una pérdida de gas! Retroceda doscientos metros!
En su pánico, el conductor puso marcha atrás, pero las ruedas patinaron durante diez segundos eternos hasta que el camión se puso en marcha.
– Indicadores de blanco colocados, señor -dijo el navegante-. Punto de mira verificado.
– Habla el jefe -dijo Sumner por su micrófono-. Si hubiera baterías antiaéreas, ya las habrían usado. Así que hagamos las cosas despacio y bien. Primero la usina, después el campo. Lancen bombas sobre los indicadores rojos.
Mientras el Mosquito de Sumner volaba en círculos a quinientos metros de altura, el primer bombardero encabezó el ataque. El avión modificado hizo un pase de sur a norte, apuntando a las bengalas en la usina. Soltó la bomba con medio segundo de demora, y la bomba de dos mil kilos de poderosos explosivos cayó al otro lado de la cima. Momentos después, el pueblo de Dornow dejó de existir.
McConnell tenía medio cuerpo fuera del Mercedes cuando una estremecedora onda de choque sacudió la tierra bajo sus pies. Se volvió hacia el hospitaclass="underline" una bola de fuego con forma de hongo se alzaba al cielo nocturno detrás de las colinas, mientras la cima más alta se disolvía en una guirnalda de destellos blancos. La luz que bañó Totenhausen le mostró una instantánea del campo cubierto de cadáveres.
Entonces comprendió el significado de las fogatas rojas que Stern ya había adivinado al ver los indicadores de blanco colocados en damero sobre el campo. ¿Pero qué diablos podía hacer Stern al respecto? No era cuestión de tomar el teléfono, llamar a la comandancia de la Octava División Aérea en Inglaterra y decirles que cancelaran una misión de bombardeo.
Reaccionó al oír el rugido del Mercedes que huía. De un puntapié abrió la puerta del edificio donde había visto entrar a Stern y se detuvo. Una luz amarilla invadía el pasillo desde una puerta abierta. ¿De dónde venía la luz? Contempló desconcertado el pasillo desierto. ¿Por qué no había alemanes muertos en el piso? ¿Acaso el gas no había penetrado en el edificio? Cerró la puerta y trató de orientarse por los ruidos.
La máscara de vinilo dificultaba la audición, pero el ruido del generador diesel era inconfundible. Corrió por el pasillo hacia la fuente de luz y descubrió que venía del cuarto del operador de radio. Sentado frente a la consola, Stern giraba el dial en busca de una frecuencia.
Una nueva serie de explosiones estremeció el piso de madera.