– ¡Más rápido! -vociferó Schörner-. Pusieron en marcha la barca.
El pelotón del comandante avanzaba paralelamente al río a la vez que disparaba hacia el muelle. Mientras los hombres disparaban hacia la posición que debía de ocupar la barca, Schörner mantenía su único ojo fijo en la hilera que lo precedía, alerta a cualquier señal de la presencia de gas. Pero al oír el rugido del motor, comprendió que había llegado el momento de jugarse el todo por el todo. A ochenta metros de distancia, la embarcación enfiló hacia el centro del río, ofreciendo un blanco perfecto contra la sábana blanca del hielo. Schörner abrió la boca para ordenar la carga hacia el muelle, pero advirtió que el hombre a su izquierda ya no estaba en su puesto.
– ¡Gas! -gritó-. ¡Todos a la derecha! Schnell!
Los hombres rompieron filas hacia el río, sin dejar de avanzar ni disparar a la barca. Schörner chocó contra la espalda del hombre que lo precedía y perdió el equilibrio. Se paró y dio un empellón furioso al soldado que vacilaba. El hombre se negó a dar un paso. Entonces comprendió. Treinta metros más adelante, dos hombres se retorcían en el suelo. La hilera de vanguardia había quedado reducida a tres hombres. Además, tenía al hombre del flanco derecho casi pegado a él en la orilla del río. Echó una mirada atrás: la retaguardia seguía de pie.
– ¡Cuerpo a tierra! ¡Fuego a discreción!
Acurrucado en la timonera, Stern trataba de guiar la torpe barcaza sin erguirse dentro del cubo de vidrio que conformaba la mitad superior de la casilla. Los proyectiles habían destrozado tres de las cuatro paredes.
Anna y McConnell estaban agazapados detrás del Mercedes en el borde de la cubierta. No había baranda, y con los sacudones que daba la barca al romper el hielo existía el peligro de caer al agua. Anna indicó a McConnell que sacara a la niña del asiento trasero del auto, pero él decidió que estaba en el lugar más seguro.
Anna no coincidió. Tomó el picaporte para evitar una caída, se alzó a medias y abrió la portezuela.
Se encendió la luz interior del Mercedes.
Al instante, un proyectil atravesó la ventanilla opuesta y penetró en el hombro derecho de Anna.
McConnell vio cómo su cuerpo volaba hacia atrás y desparecía en el agua. Gritó a Stern que detuviera la barca, cerró la portezuela del auto y se arrojó a las heladas aguas negras.
– ¡Le dimos al timonel! -gritó Schörner al ver que la barca se detenía a tres cuartos del ancho del río-. ¡Fuego, fuego!
Aumentó el volumen de fuego, pero entonces oyó un grito ahogado a su espalda y se volvió. El hombre que lo seguía se tocaba la cara con la mano izquierda. Bruscamente se dobló en dos, vomitó, se enderezó en un espasmo violento y su metralleta soltó una ráfaga hacia el cielo. Horrorizado, Schörner lo vio caer de espaldas sobre la nieve y quedar inmóvil. En su nariz penetró el hedor nauseabundo de la materia fecal y la orina.
El hedor de la muerte.
Contuvo el aliento y volvió a disparar.
McConnell nadó con esfuerzo hacia la máscara antigás que flotaba sobre el agua negra. La corriente arrastraba a Anna hacia la capa de hielo que cubría el resto del río. Si se hundía bajo el hielo, sería su fin. Sus brazos le pesaban como plomo. A pesar del equipo hermético de hule, el frío penetraba hasta la médula de los huesos y los borceguíes lo arrastraban hacia el fondo. Extendió sus manos enguantadas en el agua…
Dos dedos se engancharon en las correas que sujetaban el tubo de aire de Anna. Echó una mirada atrás. La barca estaba a veinte metros. Aferró la correa con más fuerza y empezó a nadar.
Sabía que sus fuerzas flaquearían antes de llegar a la barca. Su equipo se había rasgado, las piernas de hule se llenaban de agua helada y lo arrastraban hacia el fondo. Sólo la flotabilidad de los tanques impedía que se hundieran como piedras. Había dejado de nadar, cuando vio que la barca retrocedía lentamente.
Wolfgang Schörner no había vuelto a conocer el miedo después de la retirada de Kursk. Pero al ver cómo dos de los tres fusileros de la vanguardia caían entre convulsiones, un sudor frío bañó todo su cuerpo. Tal vez él mismo ya respiraba el gas. Tal vez atravesaba su piel mientras permanecía ahí, rodilla en tierra junto al río. Con un último rugido de furia y coraje se puso de pie y corrió por la orilla hacia el muelle.
McConnell enganchó el brazo derecho en un neumático semisumergido sujeto a la borda de la barca y abrazó a Anna.
– ¡Siga! ¡Siga! -vociferó-. ¡La tengo! ¡Siga!
Stern empujó las palancas hasta dar plena potencia y la cubierta delantera de la barca se alzó del agua y rompió el hielo al impulso de la doble hélice. Echó una mirada al muelle. Una ráfaga candente de fogonazos amarillos se alzó en la oscuridad, y los proyectiles barrieron la superficie del agua. Stern se arrojó de cabeza fuera de la timonera al tiempo que el resto del vidrio caía hecho añicos y aparecía una hilera de orificios en el costado del Mercedes.
La barca tendría que llegar sola a la orilla.
Rogó que los neumáticos del Mercedes estuvieran intactos.
Wolfgang Schörner se moría de pie. Mientras disparaba su arma, un veneno mortal anulaba su sistema nervioso central. El gas neurotóxico invisible penetraba por todas las superficies expuestas de su cuerpo, especialmente a través de la mucosa nasal y bucal y las escleróticas húmedas de los ojos.
Agotó el cargador de su metralleta. Quiso arrojarla al suelo, pero su mano se negaba a abrirse. Sintió una extraña vergüenza al perder el control de sus esfínteres. Vio cómo la barca chocaba al llegar a la orilla opuesta y al instante se encendían las luces traseras del Mercedes. Schörner meneaba la cabeza violentamente, sin saber por qué. A último momento pensó que el río tal vez lo protegería del gas. Con un tremendo esfuerzo de voluntad avanzó la pierna derecha. Entonces se tambaleó y cayó de bruces sobre el extremo del muelle.
Lo último que sintió fue el tirón del agua helada en su mano derecha.
49
Al conducir a toda velocidad por el camino que bordeaba el río hacia el sudoeste, Stern se alejó rápidamente de Totenhausen. Pero McConnell sabía que el Mercedes había estado demasiado tiempo dentro del campo para no estar contaminado. Se volvió en el asiento y bajó la ventanilla junto a la cabeza de Anna, que aún llevaba la máscara. Quería aplicar presión sobre la herida de su hombro, pero temía matarla si aún quedaban residuos de gas en su guante. Extendió el brazo sobre el bulto de vinilo inflado que contenía a Hannah Jansen y bajó la otra ventanilla.
El aire frío atravesó el auto.
Dejó pasar un minuto entero antes de arrancar la manguera de su máscara y aspiró profundamente. Jamás había sentido tanto placer al respirar el aire fresco. Esperó treinta segundos más y le quitó la máscara a Stern. Su cara estaba tumefacta, cubierta de costras de sangre, y tenía un ojo casi cerrado.