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Leibovitz se volvió hacia mí.

– Es cierto. Hasta hoy, los gases más tóxicos que existen son el Sarin y el Soman.

Las revelaciones del rabino me parecían terribles, pero la verdad era que en ese momento ya no pensaba en condecoraciones ni armas. De la vieja caja de madera tomé la fotografía en blanco y negro que mostraba a la mujer rubia contra la madera oscura. Realmente era hermosa.

– Es Anna Kaas, ¿no?

Leibovitz asintió:

– El verdadero secreto de la vida de su abuelo.

– ¿Qué fue de su vida?

– Vivió en Inglaterra hasta el final de la guerra. No sé si ella y Mac vivieron juntos, pero él se vino solo al terminar la guerra.

– ¿Ella se quedó allá?

– Sí.

– ¿Y él nunca le habló a mi abuela de ella?

– Nunca. Dos años después de la guerra, Anna Kaas se ubicó en Nueva York y se graduó en la facultad de medicina de Cornell en 1952.

– Vaya. ¿Y nunca se vieron con mi abuelo?

El rabino titubeó antes de responder.

– Dos o tres veces a lo largo de los años -dijo por fin-. Congresos médicos en Nueva York y en Boston. ¿Qué importancia tiene? Él compartía con Anna algo que sólo Jonas Stern podía comprender. Tal vez ni siquiera él. Creo que Stern estaba hecho de otra madera.

Me levanté, cansado por haber pasado la noche en vela, pero lleno de una extraña energía.

– Es difícil absorber tanto en poco tiempo -dije-. La verdad, no sé qué decir ni hacer. Mejor dicho, creo que no hay nada que hacer.

El rabino Leibovitz clavó en mí sus ojos inteligentes.

– ¿Qué pasa? -pregunté-. Ah, dígame. ¿Ellos saben que mi abuelo murió?

Sonrió con tristeza.

– Jonas Stern murió hace tiempo, Mark.

– ¡Cómo!

– Murió en 1987. Un día, Mac recibió en su consultorio un telegrama de Hannah Jansen… enviado con su apellido de casada, claro. Stern le había pedido en su testamento que comunicara a Mac la noticia de su muerte. Pero eso fue todo. No supimos cómo murió.

Consulté con unos amigos en Israel, pero allá son maniáticos de la seguridad.

– ¿Y Rachel? ¿Está enterada?

– Sí, yo mismo la llamé el día del accidente.

Yo me paseaba por el salón. No sabía por qué, pero minuto a minuto me sentía más nervioso.

– La que no está enterada es Anna -dijo Leibovitz-. Creo que usted debe decírselo.

Me detuve bruscamente.

– ¿Yo? ¿Por qué yo?

Inclinó la cabeza a un costado:

– Es lo que corresponde.

– ¿Dice que vive en Nueva York?

– Sí, en Westchester. Ahora se llama Anna Hastings.

– ¿Se casó?

– Por supuesto. No es la clase de mujer que se resigna a una vida de penas. Enviudó hace un par de años.

– Bueno… hay una hora de diferencia con Nueva York. Podría llamarla en un par de horas.

Leibovitz parecía escandalizado:

– Jovencito, estas noticias no se pueden dar por teléfono.

– ¿Quiere que viaje a Nueva York?

– ¿Le parece tan difícil? ¿No puede disponer de unas horas de su vida? Va en coche a Atlanta, toma un avión y ya está. Esta misma noche está de vuelta.

Traté de pensar en mis tareas en el hospital, pero entonces recordé con cierta vergüenza que me había tomado tres días de licencia. El hombre y la mujer que me habían criado acababan de morir. Necesitaba tiempo para finiquitar los asuntos legales, ocuparme de la herencia y todo lo demás. Pero la verdad era que eso podía esperar unos días, por no decir meses.

– Bueno, qué diablos -dije-. Me parece bien. Tal vez me contará su versión de la historia, y qué hizo durante todos estos años.

Leibovitz sonrió:

– Creo que se alegrará de haberlo hecho.

Y la verdad es que me alegré. Llegué al aeropuerto de Newark el lunes, alquilé un auto y después de luchar a brazo partido con el mapa que me dieron en una estación de servicio, pude conducir el Ford Tempo hasta Westchester.

La casa resultó ser más pequeña de lo que esperaba. Después de todo, Anna era médica y había tenido la suerte de graduarse antes de la llamada reforma sanitaria. Seguramente había instalado su consultorio antes del advenimiento de las mutuas.

Estacioné el Ford y caminé por una acera bordeada de flores como las de Fairway, Georgia, a la modesta casa suburbana. Mi traje era demasiado lujoso. Me lo había puesto por las dudas de que la llamada Anna Kaas viviera en un palacete de los barrios residenciales de Nueva York. Oprimí el timbre varias veces: la práctica de la medicina me había enseñado que los mayores de sesenta tenían dificultades para oír. Me pregunté si Anna tendría un fuerte acento alemán.

Cuando se abrió la puerta, me quedé mudo. Ante mí apareció la imagen especular de la mujer de la fotografía de la caja de mi abuelo. La diferencia era que Anna tenía ojos oscuros; los de esa mujer eran celestes. Me miró extrañada, como si temiera que yo fuera un tipo peligroso. El traje de Armani y la pluma de oro Montblanc inclinaron la balanza a mi favor.

– ¿En qué puedo servirle? -preguntó con acento totalmente norteamericano.

Saqué mi agenda del bolsillo interior del traje y de ésta tomé la vieja foto de mi abuelo. La entregué a la mujer. La miró durante un lapso que me pareció larguísimo y sin decir palabra me tomó de la mano y me hizo pasar.

Me condujo a una sala alfombrada, amueblada con un sofá, varias sillas estilo reina Ana y armarios con puertas de vidrio que contenían todo un zoológico de figuras de porcelana, además de fotografías enmarcadas. Las porcelanas parecían de Hummel.

– Espere aquí -indicó-. No tardaré.

Fui a la ventana y contemplé el pulcro jardincito. Me pregunté si la enfermera Anna Kaas alguna vez había soñado que vendría a parar ahí. Allí estaba cuando oí que alguien contenía el aliento.

– ¡Dios mío! -dijo una voz más grave y algo ronca.

Me volví. En la puerta entre el vestíbulo y la sala estaba una mujer de no menos de setenta y cinco años, cabello plateado y ojos castaño oscuro. Se tomaba del brazo de la joven.

– ¿Ha muerto? -preguntó al cabo de un tiempo, mirándome fijamente.

– ¿Es usted la doctora Anna Hastings? -pregunté, aunque sabía que sólo podía ser ella-. ¿De soltera Anna Kaas?

– ¿Mac ha muerto?

– Sí, doctora. Murió hace tres días. Fue un accidente de helicóptero. Mi abuela murió con él.

La mujer asintió lentamente, se apartó de la joven y cruzó la alfombra con paso lento. Se detuvo frente a mí. Yo quería ser amable, pero mis ojos buscaban los de la joven, que me miraba con extraña intensidad.