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Anna Hastings extendió el brazo y me acarició la mejilla.

– Usted se parece tanto… -murmuró-. Casi no soporto mirarlo.

– Y ella se parece tanto a usted -dije, mirando un momento a la joven.

Ya empezaba a descubrir las diferencias entre ambas. La joven era más esbelta que Anna, sus pómulos eran un poco más altos.

– Katarina -dijo Anna Hastings-. Mi nieta.

Sonreí:

– Soy Mark McConnell. Nieto -añadí rápidamente-. Nunca le di importancia, pero ahora…

– A esta altura se habrá graduado -dijo Anna-. ¿Es médico?

Asentí:

– Especialista en emergencias.

Rió suavemente al oírme:

– La mentalidad del piloto de combate.

Su acento alemán era muy leve. Creo que hablaba inglés mejor que yo.

– Siéntese, por favor -dijo-. Katarina nos servirá café.

– Bueno, en realidad, yo sólo vine a… a darle la noticia.

– ¿Vino de tan lejos y ya quiere irse? Siéntese, doctor.

Iba hacia el sofá cuando vi la fotografía. Al principio no la había distinguido entre las otras en el anaquel. Ahora brillaba como un faro. Era en blanco y negro, con la misma tonalidad de la que traía yo. Mostraba a un joven de algo más de treinta años apoyado contra una viga de madera oscura. Su mirada intensa y su cuerpo magro podían ser los míos.

Bruscamente comprendí todo. En la última noche oscura en la casa alemana, se habían parado por turnos contra la viga y se habían tomado las fotos el uno al otro. Pensaban que sólo sobrevivirían sus imágenes impresas en la película. Se me formó un nudo en la garganta.

– Quisiera hacerle unas preguntas -dije-. Si no le molesta.

– ¿Es casado, doctor? -preguntó la anciana.

– ¿Cómo? ¿Casado? No.

– Los jóvenes de hoy esperan demasiado. Katarina es igual.

– Oma -dijo la joven, avergonzada.

Anna Hastings rió:

– Tan quisquillosa, tan tímida. No le gusta ninguno. Prepara el café, niña. -Agitó la mano de piel moteada por los años para apartarme de los anaqueles: -Vaya con ella, doctor. Ayúdele a buscar el azúcar. El edulcorante para ella, claro. Vayan los dos.

– Pero, de veras quiero hacerle…

La mujer que alguna vez fue Anna Kaas se llevó la mano a la boca. Entonces comprendí que hacía un esfuerzo enorme para conservar la compostura.

– Su abuelo fue un gran hombre -dijo-. Un hombre valiente, leal. ¿Qué más hace falta decir? Siempre hay tiempo para hablar sobre el pasado. Vayan a preparar el café. Se lo ruego.

Katarina me tomó de la mano y me llevó de la sala.

Me condujo a una deslumbrante cocina blanca y tomó la lata de café de la heladera. No sé por qué, pero no podía dejar de mirarla. Me dije que era una especie de transferencia. Que después de escuchar la historia de la valiente enfermera alemana -quien no era otra que la anciana dama del cuarto contiguo- había dotado a la nieta de su personalidad. Pero no se podía negar la belleza de la joven, ni la inteligencia que iluminaba su mirada.

– Nunca la había visto tan perturbada -dijo Katarina mientras vertía agua en la cafetera eléctrica-. Creo que le haría bien hablar con usted. Por más que ella diga que el pasado quedó atrás, siempre vuelve para acosarla. ¿Pensaba pasar la noche en Nueva York? ¿Tiene un hotel adonde ir?

– No. La verdad es que pensaba volver esta noche.

– ¿Esta noche? Pero es una locura. Puede pasar la noche aquí… -Bruscamente se interrumpió, como si hubiera cruzado una línea invisible. -Perdóneme. Conozco la vida del médico. Seguramente tiene compromisos.

– Katarina -respondí suavemente-, la verdad es que no sé muy bien por qué vine. Y no tengo compromisos.

Entonces me miró derecho a los ojos:

– Llámeme Kat, como todo el mundo.

– Kat -dije, saboreando el nombre-. Kat, realmente me encantaría pasar la noche aquí. Si es que no molesto, claro está.

Sonrió.

NOTA

Gas Letal es una obra de ficción histórica. A los fines del argumento, a veces me he tomado pequeñas libertades con los hechos y las épocas, pero no tanto como para tergiversar las verdades históricas esenciales.

No existió un campo de concentración llamado Totenhausen en Mecklemburgo. Pero existieron demasiados campos como ese en Alemania y Polonia. Los experimentos médicos del doctor Clauberg están debidamente documentados. Las experiencias relacionadas con la meningitis son ficticias, pero ni se acercan al horror de ciertos experimentos realizados por los nazis.

La Cruz Victoria, la más alta condecoración militar británica, ha sido otorgada a un solo ciudadano extranjero: un "guerrero norteamericano desconocido". Que yo sepa, no existe una "lista secreta" como la mencionada en el primer capítulo. Un civil extranjero que realizara una misión similar a la relatada aquí habría recibido la Cruz Jorge, desconocida por la mayoría de los norteamericanos.

El castillo de Achnacarry existe; de allí salieron algunos de los grandes héroes anónimos de la Segunda Guerra Mundial. El jefe de la escuela de comandos era el coronel Charles Vaughan, a quien corresponde en buena medida el mérito por las hazañas de sus discípulos, entre ellos los Rangers del ejército norteamericano. Sir Donald Walter Cameron era el Laird de Achnacarry durante la guerra y padre del actual laird, Sir Donald Hamish Cameron, quien se destacó en combate con los Exploradores de Lovat. Introduje al coronel Vaughan y a Sir Donald padre como personajes de mi novela con el mayor respeto y admiración.

Los gases neurotóxicos descritos en Gas Letal eran y son reales. Los alemanes inventaron el Tabun en 1936, el Sarin en 1938 y el Soman en 1944. Aun hoy, estos últimos son los gases bélicos más temidos. Para el fin de la guerra los nazis habían producido más de siete mil toneladas de Sarin. La historia oficial dice que nunca se llegó a producir el Soman en gran escala; sin embargo, el manto de secreto que cayó sobre estos compuestos después de la rendición nazi nos impide conocer los hechos con certeza.

Creo que Adolf Hitler, un hombre dispuesto a destruir Alemania antes que capitular, sólo se hubiera abstenido de recurrir a un arma potencialmente decisiva como el Soman por razones muy poderosas. Me complace creer que los Aliados, y Winston Churchill en particular, poseían el ánimo y el coraje para ordenar una misión como la que relata Gas Letal. Los noruegos realizaron una "misión suicida" similar con ayuda del SOE contra una fábrica de agua pesada en su país en 1943. Esa onerosa incursión privó a Adolf Hitler de las armas nucleares.