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– Mac merecía este honor, pero no estaba orgulloso de lo que había hecho para merecerlo -dijo Leibovitz con un suspiro de tristeza-. Tal vez sepa que al principio de la guerra era un objetor de conciencia.

– No, no lo sabía.

– Hace muchos años, Mark, su abuelo vino a consultarme sobre un problema que lo perturbaba. Había consultado a su pastor cristiano, pero él no había sabido comprenderlo. El pastor le dijo que era un héroe, que no tenía motivos para sentir vergüenza. Mac trató de asumir el problema, pero al fin y al cabo vino a verme.

– ¿Por qué a usted?

– Porque soy judío. Pensó que eso me permitiría desentrañar mejor el problema y ayudarlo a aliviar su alma.

Tragué saliva.

– ¿Lo hizo usted?

– Lo intenté. Hice lo mejor que pude, y durante varios años. Y él me lo agradeció. Pero nunca lo conseguí del todo. Su abuelo se llevó ese fardo a la tumba.

– Diablos, ahora sí que no puede ocultarme nada. ¿Qué hizo que fue tan terrible? ¿Y cuándo? Me dijo que pasó toda la guerra en Inglaterra.

Los ojos de Leibovitz se fijaron en un punto remoto del espacio.

– Es verdad que pasó casi toda la guerra alli… era investigador en Oxford. Pero durante dos breves semanas su abuelo viajó bastante. Y sus viajes lo llevaron por fin a un lugar que sospecho se habrá parecido bastante al infierno terrenal.

– ¿Dónde?

Su expresión se endureció.

– Un lugar llamado Totenhausen, sobre el río Recknitz, en el norte de Alemania. Si quiere saber cuándo estuvo ahí, vea el revés de la medalla.

Di vuelta la cruz. En el revés estaban grabadas las siguientes palabras:

Mark Cameron McConnell, médico

15 de febrero de 1944

– Es el día en que se produjo el acto de valor -murmuró Leibovitz-. Hace cincuenta años, su abuelo realizó un acto singularmente heroico y de una importancia estratégica tal, que mereció un honor otorgado solamente a dos personas que no eran súbditos británicos. Uno era él; el otro también era norteamericano.

– ¿Quién?

El rabino se enderezó con dificultad hasta que su columna quedó recta como una vara metálica.

– El soldado desconocido.

Tragué saliva.

– No puedo creerlo -dije con voz ronca-. Es lo más insólito que haya oído en mi vida. O haya visto -añadí, alzando la cinta y la cruz. Al alzarla parecía ganar peso.

– Le falta ver algo todavía más extraordinario -dijo Leibovitz-. Algo único.

Nuevamente tragué, expectante.

– Levante el acolchado de la caja. Debe de estar ahí.

Le entregué la cruz y con gran cuidado alcé el forro del fondo. Apareció un retazo gastado de tela de lana, un tartán escocés. Lo interrogué con la mirada.

– Siga, siga -dijo Leibovitz.

Bajo el tartán apareció una fotografía en blanco y negro, tan contrastada que parecía una vieja escena de la Gran Sequía tomada de la revista Life. Era el retrato de una joven, de la cabeza a la cintura. Llevaba un vestido sencillo de algodón y su cuerpo delgado posaba con cierta rigidez contra una pared de madera oscura. Su pelo rubio y lacio, que caía hasta los hombros, parecía brillar contra la madera tosca. Su rostro mostraba líneas de sufrimiento en torno de las comisuras de la boca y un magnífico par de ojos, más oscuros que la madera. Conjeturé que tendría unos treinta años.

– ¿Quién es? -pregunté-. Parece… qué sé yo. No diría hermosa, pero sí viva. ¿Es mi abuela? ¿Era ella en su juventud?

El rabino Leibovitz agitó la mano:

– Paciencia, paciencia. Busque debajo de la fotografía.

Lo hice. Apareció una hoja de cuaderno, cuidadosamente doblada, arrugada y amarillenta. La alcé y empecé a desplegarla.

– Con cuidado -me advirtió.

– ¿Es el certificado que acompaña la condecoración? -pregunté mientras manipulaba cuidadosamente el papel.

– No, no tiene nada que ver.

Terminé de abrirla. Las letras escritas con tinta azul estaban casi borradas, como si la esquela hubiera pasado accidentalmente por un lavarropas, pero las palabras eran legibles. Las leí, embargado por una extraña sensación de desconcierto.

Que estas muertes recaigan sobre mí.

W.

– Es casi ilegible. ¿Qué significa? ¿Y quién es "W"?

– Es casi ilegible, Mark, porque cayó a las aguas heladas del río Recknitz en 1944. Para explicarle el significado de la nota, debo narrarle una historia bastante tortuosa y espeluznante. Y en cuanto a "W", el autor de esa firma críptica era nada menos que Winston Churchill.

– ¡Churchill!

– Sí. -El viejo rabino sonrió con malicia.- Es toda una historia.

– ¡Dios mío!

– ¿Podríamos beber un coñac? -preguntó Leibovitz.

Fui a buscar la botella.

– Para mí, la culpa de todo la tiene Churchill.

El viejo rabino se había acomodado en un sillón de cuero con un cobertor tejido al croché sobre las rodillas y una copa de coñac en la mano.

– Como usted sabe, Mac fue a Inglaterra con una beca Rhodes. Fue en 1930, al año siguiente del gran crack de la Bolsa. Al cabo de dos años, le pidieron que se quedara uno más como alumno matriculado. Un gran honor. Después de obtener el título volvió a Estados Unidos, seguramente convencido de que el "período inglés" de su vida había terminado. No fue así.

"Se graduó en el 38, y durante su residencia hospitalaria logró obtener, no sé cómo, un master en ingeniería química. Era 1940, y abrió un consultorio clínico con un amigo de su padre. Pero no había terminado de instalarse cuando recibió una llamada de su antiguo preceptor en Oxford. Le dijo que un asesor científico de Churchill había leído sus monografías sobre la guerra química durante la Primera Guerra Mundial y lo invitaba a formar parte de un grupo de investigación inglés sobre los gases venenosos. Estados Unidos aún no había declarado la guerra, pero Mac sabía lo que estaba en juego. Inglaterra estaba a punto de caer.

– Eso sí lo recuerdo -dije-. Aceptó con la condición de que sólo lo emplearan para realizar tareas defensivas, ¿no es cierto?

– Efectivamente. Qué ingenuo, ¿no? Bueno, se fue a Inglaterra con su esposa y llegaron días antes de los primeros bombardeos. Con un poco de esfuerzo logró vencer la resistencia de Susan y ella volvió a Estados Unidos. Hitler no llegó a invadir Inglaterra, pero para entonces era demasiado tarde. Estuvieron separados hasta el fin de la guerra.