– Eres muy amable y te lo agradezco -dijo Rachel rápidamente.
Frau Hagan resopló.
– Lo primero y principal es: olvídate de lo que eras. Cuanto antes, mejor. Aquí los de arriba son los que lo pasan peor. ¿Qué eras? ¿Qué hacía tu esposo?
– Era abogado. Y muy bueno.
– Ya me parecía -gruñó Frau Hagan alzando las manos al cielo-. Una princesita consentida.
– Mi padre era carpintero -agregó Rachel rápidamente.
– Así está mejor. Yo era lavandera. Mucama en la casa de un empresario alemán. Pero aquí soy jefa de cuadra.
– Notable -dijo Rachel, cautelosa.
Frau Hagan la miró fijamente para saber si se burlaba de ella. Decidió que no era así.
– Bien, hablemos de los distintivos. Tus hijos llevan la estrella amarilla. Jood. ¿Eso es judío en holandés? Qué idioma. Bueno, un judío es un judío, no importa de dónde venga. Todos llevan el triángulo amarillo. Pero hay otros colores. Acá hay gente de muchos campos, pero los distintivos corresponden al código de Auschwitz. Conocer el significado de los colores es asunto de vida o muerte.
Rachel miró el distintivo de tela cosido a su casaca sobre el lado izquierdo. Dos triángulos superpuestos formaban una estrella de David. El triángulo superior, que era rojo y apuntaba hacia arriba, tenía una letra "N" bordada en el centro. El triángulo inferior era amarillo y apuntaba hacia abajo.
– El triángulo rojo significa prisionero político -prosiguió Frau Hagan-. Es sólo un rótulo, no tiene nada que ver con lo que hacías. Los alemanes creen que lo que no tiene rótulo no existe. La letra indica el país de origen. Todos los extranjeros la llevan. Tu tienes una "N" de Nederland. La mía es una "P".
– Comprendo.
– Verás muchos triángulos verdes. Son los delincuentes, gente condenada por algún crimen antes de que la enviaran aquí. Algunos verdes no son mala gente, pero no te juntes con ellos. Se mantienen aparte de los demás. -Bruscamente frunció el entrecejo. -No dejes que el chico se acerque a los triángulos rosados. Son los homosexuales. Cuídalo de cualquier hombre que se le acerque. Hay muchos pederastas, muchachita holandesa, y no todos llevan el distintivo.
Mientras Rachel trataba de comprender el significado de esas palabras, Hannah empezó a agitarse. Sus movimientos despertaron a Jan, de tres años, quien inmediatamente hurgó en su bolsillo y sacó un dreidl. Rachel había logrado esconder el trompo durante todo el viaje desde Holanda. Los niños no sabían hacerlo girar, pero el dreidl era el recuerdo de un tiempo y lugar más felices. Rachel inició un juego en que los niños se pasaban el trompo uno a otro. Frau Hagan los miró.
– ¿Les dijiste la verdad sobre lo de anoche?
– No -susurró Rachel-. Su padre les dijo que partía en un largo viaje a buscar trabajo. No tenía sentido decirles otra cosa.
Frau Hagan hizo un gesto de aprobación:
– Me sorprende que no te hayan quitado el niño -murmuró-. Tan chico y rubio. Qué milagro que no se lo llevaran para criarlo como ario.
Rachel se estremeció horrorizada:
– El abuelo de Marcus era rubio -dijo-. Y era gentil.
Olvidada de los niños, Frau Hagan continuó su conferencia sobre los distintivos:
– El negro es para los antisociales. No son de fiar. Verás que algunos llevan un brazalete con la palabra Blod. Son los deficientes mentales. Los retardados. En general son inofensivos. Los Testigos de Jehová llevan triángulos púrpuras. Buena gente, pero no te hagas amiga de ellos porque duran poco tiempo. Son demasiado obstinados. -Suspiró. -Hay otros distintivos y colores, pero no puedes aprender todo en un día.
La robusta polaca calló al oír golpes en la pared de la cuadra. Todas las mujeres corrieron a sus camastros. Frau Hagan señaló a Benjamín Jansen con el dedo:
– ¡Bajo la cama!
El viejo rodó bajo la cama de Rachel y trató de ocultarse. Un prisionero murmuró desde la ventana:
– ¡Está bien! Es Anna.
Rachel oyó un suspiro de alivio general. Media docena de voces murmuraron: ¡La enfermera Kaas!, y la voz se corrió hasta el fondo de la cuadra. Rachel observó fascinada cómo un pequeño grupo de prisioneras -casi una delegación, encabezada por Frau Hagan- formaba solemnemente para recibir a la venerada visitante. No golpearon a la puerta. Ésta se abrió y siguió abierta a pesar del viento glacial. Una mujer alta, rubia, de cuerpo escultural, que vestía un delantal blanco con vivos azules de enfermera, entró y sacó un paquete de debajo de su falda.
– Se lo agradecemos humildemente, Fraulein Kaas -dijo Frau Hagan al tomar el paquete y entregarlo a otra prisionera. Rachel se sorprendió al oír una frase tan formal en boca de la misma mujer que momentos antes había recibido sus palabras corteses con tanto desdén.
La enfermera rubia parecía un tanto molesta.
– ¿Cómo está Frau Buhle? -preguntó.
– Lamentablemente, sigue igual -informó Frau Hagan meneando la cabeza-. Pero se mantiene. Si usted pudiera examinarla…
– Hoy no. Tenemos demasiado trabajo en el hospital.
– Claro, claro.
Rachel miró a las dos mujeres. El contraste físico era notable. Junto a la enfermera rubia, la piel de Frau Hagan era gris y reseca como un felpudo. Bruscamente se dio cuenta de que la enfermera Kaas era alemana. ¡Pertenecía a la dotación del campo!
La enfermera miró ansiosamente la puerta abierta a su espalda.
– Bueno, la veré un momento.
Frau Hagan la condujo a un camastro en el fondo de la cuadra. Las veteranas del campo le abrieron paso como a una santa terrenal y la siguieron. Cuando la enfermera se arrodilló, Rachel la perdió de vista.
A pesar de la curiosidad que sentía, decidió que era más conveniente permanecer junto a su litera y no inmiscuirse. Aprovechó el respiro para descansar la vista. Durante los últimos siete días había vivido una sucesión constante de experiencias atroces y humillaciones inenarrables. Lo peor de todo había sido el vagón de ganado. Horas interminables sin alimentos ni calefacción en una vía muerta donde Marcus tenía que pelear como una fiera para conseguir un poco de agua para los niños. Durmiendo de pie, cada uno con un niño en brazos, sostenidos por los cuerpos mugrientos mientras el tren cruzaba la frontera polaca. Alzando a Hannah, desnuda y febril, sobre un balde repleto para que moviera el vientre atacado por los parásitos, y luego agacharse ella misma sobre los excrementos. Y por último, buscar entre los cadáveres un lugar para su familia, sin molestarse por el balde ni por otra cosa que seguir respirando y mantener alejados a los que habían perdido el juicio.
El intervalo en Auschwitz significó un alivio. Un hombre callado, vestido de civil, los sacó de la multitud obnubilada que hacía cola delante de un consultorio y los hizo subir a un camión abierto que los transportó a otro tren. Durante tres días viajaron hacia el noroeste, de vuelta a Alemania, hasta llegar a un patio de maniobras semidestruido por las bombas en Rostock. Desde allí, un camión los condujo a ese lugar -Totenhausen- donde Marcus encontró la muerte.