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"Cincuenta años -murmuró Leibovitz. Hizo una pausa como si hubiera perdido el hilo de sus pensamientos. -A usted le parecerá una eternidad, pero trate de visualizar la época. Enero de 1944, pleno invierno. El mundo entero, incluso los alemanes, sabía que los Aliados invadirían Europa en la primavera. La única duda era dónde darían el golpe. Eisenhower era el nuevo comandante en jefe del operativo Overlord. Churchill…

– Perdone, rabino -interrumpí-. Con todo respeto, ¿no se detiene demasiado en los detalles?

Sonrió con la paciencia de quien está habituado a tratar con niños inquietos.

– ¿Tiene que salir?

– No, pero me interesa mi abuelo, no Churchill ni Eisenhower.

– Mark, si le cuento el final de la historia, usted no me creerá. En serio. Usted no podrá asumir el desenlace sin conocer los hechos que llevaron a él. ¿Comprende?

Asentí, tratando de ocultar mi impaciencia.

– No -señaló Leibovitz con energía-. No comprende. Las peores cosas que haya visto en su vida, y hablo de abuso de menores, violación, asesinato… todo eso es nada comparado con lo que voy a contarle. Es un relato sobre crueldades que superan la imaginación, sobre hombres y mujeres de un heroísmo sin igual. -Alzó su dedo torcido y su voz se redujo a un susurro:

– Después de escuchar esta historia, su vida cambiará para siempre.

– Es un prólogo impresionante, rabino.

Bebió un buen trago de coñac.

– No tengo hijos, doctor. ¿Sabe por qué?

– Bueno… supongo que no quiso tenerlos. O usted o su esposa son estériles.

– Soy estéril -asintió Leibovitz-. Cuando tenía dieciséis años, unos médicos alemanes me invitaron a pasar a una cabina para llenar un formulario. Necesité quince minutos para completarlo. Durante ese lapso, rayos equis de alta intensidad atravesaron mis testículos desde tres ángulos distintos. Dos semanas después, un cirujano judío y su esposa me salvaron la vida al castrarme en la cocina de su casa.

Sentí frío en las manos.

– ¿Estuvo en… en los campos?

– No. Huí a Suecia con el cirujano y su esposa. Pero, como ve, mis hijos nonatos quedaron allá.

No supe qué decir.

– Nunca se lo había dicho a un cristiano -declaró Leibovitz.

– No soy cristiano.

Sus ojos se entrecerraron:

– ¿Hay algo de lo que no estoy enterado? Que yo sepa, usted no es judío.

– No soy nada. Agnóstico, digamos. La duda metódica.

Leibovitz me escrutó durante largo tiempo. En su rostro aparecían emociones que yo no sabía interpretar.

– Lo dice muy a la ligera para alguien que ha visto tan poco.

– He visto bastante sufrimiento. Y a veces he podido aliviarlo.

Agitó la mano en un gesto europeo por demás elocuente.

– Créame, doctor, usted ni siquiera se ha acercado al borde del abismo. Se cubrió los ojos con la mano y permaneció inmóvil durante casi un minuto. Tuve la impresión de que se preguntaba si tenía fuerzas para relatar la historia. Pero cuando yo iba a romper el silencio, bajó la mano:

– Bien, ¿quiere escucharme, Mark? ¿O prefiere dejar las cosas como están?

Contemplé la medalla en forma de cruz, la esquela desteñida, el tartán escocés y la fotografía de la mujer.

– Estoy enganchado -confesé-. Pero espere un momento.

Fui al dormitorio de mi abuelo a buscar el pequeño grabador que utilizaba en sus conferencias y una caja de microcassetes Sony.

– ¿Me permite grabarlo? -pregunté al instalar el aparato-. Si la historia es tan importante, conviene registrarla.

– Debería haberla registrado hace años, pero Mac no quería -dijo Leibovitz-. Solía decir que su difusión o no difusión no cambiaría un ápice de la historia de la humanidad. Yo disentía. Hace tiempo que esta historia debió salir a la luz.

Miré hacia la ventana:

– Ya casi no hay luz, rabino.

– En ese caso, prepárese a pasar la noche en vela -dijo con indiferencia.

– ¿Puedo darle un consejo? Quiero decir, como editor.

– Ah, no sabía que también era editor.

Me encogí de hombros:

– He escrito un par de cosas para las revistas profesionales. Últimamente me vinieron ganas de escribir una novela en mis ratos de ocio. Un thriller médico. Pero, bueno, tal vez usted me dé una historia mejor. En todo caso, mi consejo, que usted puede aceptar o no, es que omita las frases del tipo "visualice la escena" o "me parece que". Cuente la historia como cree que sucedió. Como si fuera un testigo invisible.

Lo pensó unos instantes y asintió:

– Me parece bien -dijo. Se sirvió más coñac, se apoltronó en el sillón y alzó la copa para brindar:

– Por el hombre más valiente que he conocido.

2

Universidad de Oxford, Inglaterra, 1944

Sigilosamente, Mark McConnell sacó la larga pértiga del río Cherwell y golpeó el agua con violencia. Una lluvia de agua y hielo cayó sobre la chaqueta de cuero que cubría la espalda de su hermano, sentado en la proa de la estrecha chalana de madera.

– ¡La puta madre! -David se volvió tan violentamente que casi volcó el bote. Hundió la diestra enguantada en el río y lanzó a su vez una rociada de agua y hielo.

– ¡Cuidado! -gritó Mark-. ¡Nos vas a hundir!

– ¿Te rindes? -David hundió la mano en el agua.

– Declaro un cese de fuego temporario para atender a los heridos.

– Cagón.

– Tengo el poder de fuego -dijo Mark mientras agitaba la pértiga.

– De acuerdo, acepto la tregua.

David alzó la mano y se volvió nuevamente hacia la proa de la chalana de fondo plano que surcaba lentamente un recodo del río helado. Era de estatura menor que su hermano y su físico era el de un zaguero, con piernas de velocista, cintura estrecha y hombros musculosos. Su pelo rubio, mandíbula cuadrada y ojos celestes completaban el cuadro de encanto bucólico. A la vista suspicaz de Mark, se deslizó hasta quedar tendido sobre las tablas del fondo, apoyó la cabeza sobre las manos y cerró los ojos.

Mark contempló el paisaje río abajo. Los pesados carámbanos que pendían de los árboles pelados en ambas márgenes del río doblaban las ramas hasta el punto de que casi rozaban la alfombra de nieve que cubría los prados.

– ¡Qué locura! -dijo al rociar la cara de David con una última salva de gotas heladas. No hablaba en serio. Si su hermano menor no hubiera ido a visitarlo desde la base de la 8a División de la Fuerza Aérea en Deenethorpe, el día invernal habría pasado como cualquier otro en Oxford: un monótono noticiario cinematográfico de catorce horas visto a través de las ventanas empañadas del laboratorio. Lluvia, aguanieve y otra vez lluvia que caía sobre los patios adoquinados de los colegios, envolvía la Bodleian Library en un sudario gris y convertía a los perezosos Cherwell y Támesis en torrentes.