– Desapareció otro niño -informó Frau Hagan a todas-. Un gitano.
Se hizo silencio.
– ¿Varón? -preguntó una voz.
– Sí. Ocho años.
Rachel oyó un gemido en la oscuridad.
– La que gritaba era su madre. Frau Komorowski la hizo amordazar y atar a la cama. Por su propio bien. La gitana había dicho que iba al cuarto del doctor Brandt a buscar a su hijo.
– No se equivocó de lugar -comentó una voz.
– Dios proteja al chico -dijo otra-. Esto no tiene nombre.
– ¿Igual que antes?
– Un preso político letón vio a Ariel Weitz con el gitanito unas horas antes -contestó Frau Hagan con voz exhausta.
Rachel oyó escupitajos y maldiciones en la oscuridad. Las voces se sucedían con tanta rapidez que era difícil entender lo que decían.
– ¡Demonio!
– Los hombres deberían aplastarlo como un gusano.
– Matémoslo nosotras.
– Qué locura -dijo Frau Hagan-. Si matan a Weitz, morimos todos. Es el sirviente de Brandt, por eso Brandt lo protege. Sturm también. Hasta Schörner lo protege, aunque lo detesta.
– Schörner también lo usa -señaló la voz de alguien que parecía estar bien enterada-. Weitz es su alcahuete.
– Y pensar que es judío de nacimiento -murmuró otra-. Es peor que los SS. Mil veces peor.
– El zapatero también es judío -dijo Frau Hagan.
– El zapatero hace zapatos. Weitz lleva a los niños a que los violen y después los maten.
– ¿Qué le pasó al último muchachito?
– Probablemente fue a la cámara de gas con los hombres.
– No -replicó Frau Hagan-. Lo fusilaron junto a la fosa hace una semana.
– ¿Por qué no lo dijiste? -preguntó una voz llorosa.
– ¿Qué habrías hecho, Yascha?
Rachel advirtió que Frau Hagan reconocía a todas por sus voces.
– Basta de chachara -ordenó la polaca, tajante. Después de una breve pausa, añadió: -Tienes buen oído, muchacha holandesa. Irina se apretó contra la pared para evitar el reflector. ¿Eso fue lo que oíste?
Rachel tragó:
– Oí algo. En Amsterdam viví escondida durante tres años sobre una tienda. Los clientes entraban y salían todo el día. Cualquier ruido significaba un peligro.
– Aprendiste bien. De ahora en adelante, harás la guardia en la puerta.
Rachel cerró los ojos. ¿Era conveniente ser guardia? Si le granjeaba los favores de Frau Hagan, sin duda lo era. Pero, ¿no la malquistaría con Heinke?
– ¿Oíste, holandesita?
– Mañana haré la guardia en la puerta.
– Sí. Bueno, a dormir todo el mundo.
Rachel oyó el crujido de la madera frágil cuando la jefa de la cuadra se tendió en su camastro. Desde el segundo día en el campo, Rachel vigilaba a los hombres con distintivos rosados -en realidad, a todos los hombres- como una gallina que cuida a sus polluelos, pero no había visto la menor señal de que alguien intentara molestar a Jan. ¿Acaso el mayor peligro venía del comandante de Totenhausen? ¿Había dos clases de selección a evitar para poder sobrevivir? En ese caso, ¿cómo protegería al niño? Herr Doktor tenía poder absoluto de vida o muerte sobre todos los internos. Ya había ordenado la muerte de su esposo. Si Klaus Brandt quería abusar de su Jan, ella no podría impedirlo.
Recordó a Ariel Weitz y se estremeció de odio. Si Weitz era el alcahuete de Brandt, tal vez podría sobornarlo para que dejara en paz a Jan. Tenía los cinco diamantes. Pero, ¿de qué servía sobornar a Weitz? Lo más probable era que Brandt escogiera sus víctimas mientras se paseaba por el campo con su guardapolvo blanco, fingiendo curar enfermedades. Era inconcebible. Pero era la realidad. No podía volar a Holanda cargando a los niños bajo las alas. Tendría que pensar en algún recurso.
¿A quién acudir? El zapatero había demostrado ser un hombre compasivo, pero en los últimos cuatro días casi no lo había visto. ¿Y Anna Kaas? Evidentemente, la joven enfermera simpatizaba con los prisioneros: tal vez podría sugerirle un medio para evitar que Jan corriera peligro. Pensó en Jan y Hannah, que dormían a pocos metros de ahí en la cuadra de niños judíos. Una judía sefardí de Salónica dormía allí para mantener el orden. Durante la cena, Rachel le había dado la mitad de su ración de pan a cambio de que acostara a Jan y Hannah en camas contiguas. Había pensado en ofrecerle la ración de una semana a cambio de su trabajo, pero decidió que no era conveniente. Una semana sin pan la debilitaría demasiado, y si bien estaría cerca de sus hijos, se alejaría de las mujeres que conocían las reglas del campo, en especial de Frau Hagan. Un pastor alemán aulló junto al alambrado perimetral. En ese momento Rachel decidió que la jefa de la cuadra era la soga que la ataba a la vida, el puente a la supervivencia. Lo que Frau Hagan quisiera, Rachel Jansen lo haría.
Montaría guardia junto a la puerta, pero ese sólo sería el comienzo.
16
Tal como había prometido el general Smith, el auto pasó a buscar a McConnell en Oxford a las seis en punto. Una hora después lo dejó con sus dos pesadísimas valijas en la entrada de la estación ferroviaria de King's Cross en Londres, con instrucciones de abordar el tren 56, que partía a las 07:07 con destino a Edimburgo, Escocia.
En la estación retumbaban las voces de soldados de diez países distintos, vestidos con todo tipo de uniformes; todos parecían más perdidos que McConnell. Se preguntó cómo podría encontrar a Smith -o Smith a él- en medio de semejante gentío. Pero al esquivar a un canadiense que se despedía tiernamente de una muchacha inglesa bastante más alta que él, sintió un tirón en la manga. Al volverse se encontró con los chispeantes ojos celestes de Duff Smith. El jefe del SOE vestía un elegante traje espigado con la manga izquierda abrochada al hombro.
– ¿Y el uniforme, general?
Duff Smith sonrió sin responder. Llevó a McConnell a un camarote privado, un lujo extraordinario en ese tren atestado. Jonas Stern ocupaba el asiento de la ventanilla; tenía la cara hosca de siempre. Después de cerrar la puerta, Smith estrechó la mano de McConnelclass="underline"
– Bienvenido a bordo, doctor.
McConnell saludó a Stern con una inclinación de cabeza, pero éste no devolvió el saludo. El ojo clínico del médico vio los hematomas bajo la piel. Evidentemente, Stern no había pasado una semana tranquila desde su último encuentro.
– ¿Qué es todo eso? -farfulló el general Smith al ver las valijas de McConnell-. No se va de vacaciones a la playa, ¿sabe?
– Sí, lo sé. Es mi equipo y nos hará falta.
– Nosotros le daremos todo lo que necesite, doctor. Esto tendrá que dejarlo aquí.
– Usted no tiene nada de esto, general.