McShane miró a Stern de reojo:
– Este es mi pichón, Colin. Se hace llamar señor Butler.
– ¿Y es tan bueno con la pistola?
– Mejor -dijo Stern.
McShane puso otro cargador en la Schmeisser y la entregó a McConnelclass="underline"
– ¿Señor Wilkes?
La sensación de sostener una pistola ametralladora no le resultó totalmente extraña, pero luego de disparar -y errar por completo al blanco- comprendió que no tenía el menor control sobre el arma. ¿Qué te parece, Colin? -preguntó McShane.
– ¿Qué quieres que te diga? En dos semanas le enseñaré a disparar.
– Tenemos menos de una.
– Dale una pistola para dama. La más pequeña. Es lo único que sirve sin instrucción previa.
McConnell se sonrojó, aunque pensaba que le daba igual. Mientras Stern reía, fue al armero y tomó un viejo fusil Lee-Enfield.303 con corredera.
– ¿Hay alguien allá abajo? -preguntó, señalando unos blancos a doscientos metros.
– No lo sé -dijo Munro-. Pero no creo que importe mucho. – Sonrió con sorna. -Si crees que diste en el blanco, puedes ir tú mismo a verlo.
McConnell puso un proyectil en la recámara y alzó el Enfield. Alineó el alza y el guión con el centro negro del blanco. Qué extraño, pensó, que el cuerpo recordara lo que la mente parecía haber dejado atrás. Movió apenas los hombros, sintió una brisa suavísima en la espalda y ajustó la puntería para compensar la caída del proyectil. Apretó el disparador.
– Cinco libras de que le acertó a los calzones de Maggie, Ian -expresó Munro con una risotada-. Prueba otra vez, muchacho -añadió en tono más amable.
McConnell disparó tres veces en rápida sucesión. Con cada disparo se sintió más seguro. Finalmente, la uña chasqueó al caer en la recámara vacía.
– No se preocupe-dijo McShane-. Le conseguiremos un revólver.
– ¡Diablos, qué les parece! -exclamó Munro.
En el pozo de los blancos, alguien alzaba el marcador rojo que indicaba los impactos. El aro rojo estaba posado sobre el centro del blanco. El instructor tomó su walkie-talkie.
– ¿Eres tú, Bill?
– A la orden, Colin -dijo la voz entre crujidos.
– Basta de bromas. Señala bien.
– ¿Cómo que señale bien? Estaba acomodando los blancos cuando abriste fuego. Y diste en el centro, como siempre.
– Yo no fui, Bill. Parece que hay un francotirador entre nosotros.
McShane miró a McConnell con curiosidad:
– ¿Señor Wilkes?
– Cazaba ciervos cuando era chico. Todos lo hacíamos.
– Es evidente que su familia no pasaba hambre.
– Dicen que mi abuelo era francotirador de la brigada de Benning -respondió, encantado con la mirada de asombro de Stern-. Tal vez lo heredé de él.
– ¿Del ejército de Estados Unidos? -preguntó Munro.
– Del ejército de la Confederación -dijo McConnell riendo.
El sargento McShane llevó el Lee Enfield de vuelta al armero.
– Agentes secretos, carajo -murmuró-. Eso es lo que me dieron.
Stern todavía miraba a McConnell.
– Bien, nos falta una parada esta mañana -dijo McShane-. La caída mortal. Preparen los lazos.
El montañés encabezó la marcha a través del prado. Hombre del monte, pisaba los helechos marchitos casi sin hacer ruido. McConnell y Stern lo seguían. Mark vio a la distancia un gran peñón vertical sobre el cual se arrastraban unos insectos. Después se dio cuenta de que los insectos eran hombres. Suspiró con alivio cuando McShane torció en otra dirección.
El sargento los condujo hasta el río Arkaig, crecido a causa de las lluvias recientes, y subió por la orilla. Las frías aguas grises se arremolinaban sobre las rocas y atravesaban la espesura con estrépito. McConnell vio pasar una gran rama, arrastrada por la corriente como un bote a la deriva.
– Llegamos -dijo McShane.
– ¿Adonde? -preguntó Stern.
McShane apuntó hacia arriba:
– La caída mortal, señores.
Unos quince metros sobre su cabeza, McConnell alcanzó a divisar un cable negro tendido desde la copa de un árbol hasta el pie de otro en la margen opuesta del río. El ángulo parecía ser de unos cincuenta grados. No había red de seguridad. El sargento señaló una tabla clavada al tronco del árbol. Era uno de varias docenas de escalones para subir a una plataforma diminuta en las ramas más altas, como la cofa de vigía de un buque.
– La caída mortal -dijo Stern, burlón-. No entiendo qué tiene que ver este juego de niños con la misión.
McShane suspiró con resignación:
– Señor Butler, cuando llegue donde tiene que ir comprenderá la utilidad de este ejercicio.
– ¿Usted sabe adonde vamos?
– Sé adonde van ahora mismo: a la copa de este árbol. -McShane tomó la soga de Stern y enhebró el mango de madera en el lazo del otro extremo para crear un aro flexible. -Tire el aro sobre el cable, meta las muñecas en cada punta y salte. La fuerza de gravedad se encargará del resto.
Sin abandonar su mirada de desdén, Stern trepó la escalera con la agilidad de un bombero. McConnell lo siguió más lentamente. En la plataforma, Stern lanzó el aro de soga sobre el cable tal como lo había indicado McShane. Sin vacilar, aferró un extremo con cada mano y se lanzó al vacío.
McConnell lo vio deslizarse sobre el río como un teleférico fuera de control. Conservó su aire confiado hasta llegar al medio del río. En ese momento, desde la margen opuesta alguien empezó a disparar un fusil semiautomático. Al ver que Stern encogía las rodillas contra el pecho, comprendió que algo andaba mal. Unos disparos de salva no asustarían a un veterano combatiente como Stern. Entonces comprendió.
Stern esquivaba los disparos porque eran auténticos proyectiles de guerra.
El sargento McShane le hacía señales de que saltara. Su intelecto le exigía a gritos que bajara inmediatamente del árbol, pero algo lo impulsó a seguir. Lanzó el aro sobre el cable, introdujo las muñecas en los extremos y saltó de la plataforma. Sintió el viento en la cara, vio el río que se alzaba a su encuentro, oyó el silbido de las balas que pasaban a centímetros de su cuerpo. Entonces cayó a la orilla con tanta violencia que las rodillas le golpearon el mentón.
Stern lo ayudó a incorporarse.
– ¡Vamos a buscar al hijo de puta! -Dos balas hicieron impacto en un tronco a menos de un metro de ellos, y Stern se arrojó a tierra. -Arschloch! -gritó.
– ¡Atención, señores! -gritó McShane desde el otro lado-. Acaban de conocer una de las funciones del lazo. Tiene muchas más, como verán. Crucen el río.
Stern exploró en la maleza durante cinco minutos, pero el francotirador había desaparecido. Aún hervía de rabia cuando lograron vadear el río para reunirse con McShane.