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Mark alzó la mano:

– Ya sé que hay que detener a los nazis, David. Pero estamos destruyendo mucho más que eso.

– Abre los ojos, Mac. Estamos en 1944. Estamos hablando de Hitler. El Führer hijo de puta.

– Lo sé. ¿Pero te das cuenta de que se usa a Hitler para justificar cualquier cosa? Bombardeos de regiones enteras, misiones suicidas. Los políticos actúan como si Hitler hubiera nacido armado de la cabeza de Zeus. Los hombres con conciencia habrían podido detener a ese maniático hace diez años.

– ¿Qué importa lo que habría podido pasar? Lo que cuenta es la realidad. Hitler tendrá lo que buscó.

– Así es. Lo que yo pregunto es si debemos destruir una sociedad para eliminar a un hombre. Aniquilar una población para poner fin a una peste.

El rostro de David se volvió una máscara de furia.

– ¿Te refieres a los alemanes? Déjame que te cuente sobre esa buena gente. ¿Recuerdas a Chuckie Wilson, mi mejor amigo? Su B-17 cayó cerca de Würzburg después de la segunda incursión sobre Schweinfurt. El piloto murió en vuelo, pero Chuckie y otros tres pudieron saltar. A uno lo capturaron, a otro lo salvó la Resistencia. Chuckie cayó en manos de unos civiles alemanes. -David bebió un gran trago y se sumió en un silencio hosco.

– ¿Y?

– Y lo lincharon.

Mark sintió que se le erizaban los pelos de la nuca.

– ¿Cómo?

– Lo colgaron de un árbol, carajo.

– Yo creía que los alemanes trataban bien a los aviadores derribados. Al menos en el frente occidental.

– Los soldados regulares, sí. Pero la SS no es regular, y los civiles alemanes nos odian.

– ¿Cómo te enteraste?

– Por el tipo que escapó. Pero te contaré lo peor. Cuando los civiles ahorcaban a Chuckie, apareció un camión cargado de tipos de la SS. Se pararon a mirar, fumando y riendo, y después se fueron. Me hizo acordar de ese negro que lincharon en la granja de los Bascombe. Dijeron que había violado a una chica blanca, ¿recuerdas? Pero no había pruebas, y Dios sabe que no le permitieron defenderse. ¿Recuerdas lo que dijo tío Marty? El comisario y sus ayudantes presenciaron todo sin tratar de intervenir.

David abrió y cerró lentamente la mano izquierda mientras alzaba el vaso con la derecha.

– El tipo que vio el linchamiento de Chuckie dijo que había tantas mujeres como hombres. Y que una se le colgó de las piernas cuando estaba ahí colgado de la rama.

– Sí, entiendo lo que quieres decir. -Mark tomó aliento.- Aquí se nos pierde de vista la dimensión personal de la guerra. No vemos el odio.

– Ya lo creo, viejo. Deberías volar con nosotros alguna vez. Una sola. Con las pelotas congeladas, tratando de respirar con la máscara, sabiendo que si se te cae durante diez segundos te tienen que amputar una parte congelada. Y todo el tiempo juras que si vuelves con vida, nunca volverás a faltar a misa.

Mark pensaba en un ofrecimiento que había hecho poco antes a un general de brigada escocés. En un momento de furia había amenazado con renunciar al laboratorio y enrolarse para manejar un fusil en el frente.

– Tal vez debería acercarme a la guerra verdadera -murmuró-. ¿De qué vale tener convicciones si uno no la conoce? Podría pedir el traslado a una unidad hospitalaria del frente italiano…

David dejó caer el vaso sobre la mesa y aferró el brazo de su hermano sobre la tabla marcada. Varios parroquianos se volvieron hacia ellos, pero bastó una mirada furiosa de David para desalentar su curiosidad.

– Si lo intentas te romperé las piernas -masculló-. Y no creas que podrás hacerlo sin que me entere.

Mark lo miró, asombrado por la vehemencia de su tono.

– Hablo en serio, Mac. No quieras saber lo que es el campo de batalla. Yo lo veo desde ocho mil metros de altura y te digo que es el infierno terrenal. ¿Entiendes?

– Entendido, mi capitán -bromeó Mark. Pero lo perturbaba la sensación de ver por primera vez a su hermano tal como era. El David de sus recuerdos, el joven atleta audaz e irresponsable, ya no existía. La guerra lo había transformado en un joven maduro y demacrado, con ojos de neurocirujano.

– David -susurró, y sintió que se le acaloraba el rostro al iniciar la confesión-. Tengo que decirte algo. -No podía contenerse. Las palabras que no debía pronunciar salieron de su boca como un torrente. -Los ingleses quieren que trabaje en un proyecto especial. Quieren que lo dirija. Es un tipo de arma que nunca se usó… mejor dicho, sí se usó, pero no de esta forma ni con esta capacidad de provocar una matanza…

David le aferró el brazo:

– Oye, despacio, que no entiendo nada. ¿De qué estás hablando?

Mark echó una mirada furtiva alrededor. El murmullo de voces que llenaba el recinto parecía suficiente para tapar una conversación en voz baja. Se inclinó sobre la mesa.

– Un arma secreta, David. No es broma. Como en las películas. ¡Qué joder, es una pesadilla!

– Un arma secreta.

– Exactamente. Y nada la contendría. Mataría indiscriminadamente a hombres, mujeres, niños, perros… sin distinción. Morirían a miles.

– Y los ingleses quieren que dirijas el proyecto.

– Así es.

La boca de David se abrió en una sonrisa atónita.

– Parece que se equivocaron de tipo.

– Ellos creen que soy el tipo justo.

– ¿Qué clase de arma? No creo que pueda haber nada más destructivo ni menos indiscriminado que una incursión con mil bombarderos.

Mark echó una mirada lenta alrededor.

– Esta sí que lo es. No es una bomba, ni siquiera una de esas superbombas de las que se habla últimamente. Es… es parecido a lo que hirió a papá.

David se crispó y la mirada cínica desapareció de su cara.

– ¿Te refieres al gas! ¿El gas venenoso?

Mark asintió.

– Qué joder, nadie ha usado gas en esta guerra. Los nazis todavía recuerdan las trincheras de la primera. Hay tratados que lo prohíben, ¿no?

– El Protocolo de Ginebra. ¿A quién le importa? Estados Unidos no lo firmó.

– ¡Cristo! ¿Qué clase de gas? ¿Mostaza?

La risa de Mark tenía un matiz casi histérico.

– David, tú y yo conocemos los efectos terroríficos del gas mostaza mejor que nadie. Pero este es mil veces peor. Mil veces peor. No se ve, ni siquiera hace falta respirarlo. Pero mata, viejo. Es como una mordedura de cobra en el cerebro.

David estaba totalmente inmóvil.

– ¿Se supone que no deberías decirme una palabra de esto?

– Así es.