– ¡Pero usted es su segundo! Y se dice que Brandt… que Brandt le teme.
Schörner rió:
– Le aseguro que ese rumor es falso.
– Sturmbannführer, me parece que un gesto suyo en el momento oportuno podría salvar a mi hijo e incluso a mi hija.
Schörner hizo un ruido que indicaba un gran hastío.
– Frau Jansen, sólo puedo darle consejos. No deje que el niño vaya a la Appellplatz salvo durante el pase de lista. Que parezca enfermo. Frótele la piel con algo que le dé urticaria. Póngale piojos. Nada de eso lo matará, y podría salvarlo. Que su piel luzca amarillenta, como si tuviera ictericia.
– ¿Y las inspecciones médicas? Me han dicho que periódicamente se llevan a los enfermos para… -Vaciló.
– Sí, para eliminarlos. A veces lo hacen. Los médicos SS son sanguinarios, incluso con sus propios camaradas de armas. Prefieren amputar una pierna antes que curarla. -Sin pensarlo, palpó el parche que cubría la cuenca vacía de su ojo.-¿Vendrá esta noche?
– Sturmbannführer, se lo suplico. Prométame que hará algo por él. A cambio de eso… vendré.
Traspasada por la vista de Schörner, Rachel se sintió miserable y ridícula. ¿Qué le ofrecía? Para poseer su cuerpo, el comandante no tenía más que cerrar la puerta con llave y luego acostarla sobre su escritorio. Ella no podría gritar ni resistir. Sin embargo, él parecía querer otra cosa.
– Tal vez-dijo Schörner lentamente-, pueda avisarle cuando haya una inspección médica. Usted podrá bañar al niño para que no lo eliminen por enfermedad.
Rachel se cubrió la boca con una mano:
– Pero entonces el doctor Brandt lo verá de cerca y limpiecito. Tal vez decida llevárselo para sus experimentos o para… usted sabe.
Schörner alzó las manos, exasperado:
– ¡Hay límites a lo que puedo hacer! Así es el sistema. Yo no lo inventé. Estoy tan atrapado por él como usted.
Rachel no replicó a esa inesperada confesión. Desde luego, Schörner tenía razón. No era mucho lo que podía hacer para frustrar los deseos de su superior. Era un milagro que prometiera hacer algo. Además, nada lo obligaba a cumplir con su palabra. Y en un par de noches probablemente se cansaría de ella. ¿Entonces qué?
– Frau Jansen!
– Perdóneme, Sturmbannführer.
– Reaccione, por favor. ¿Estamos de acuerdo? ¿Vendrá a mi cuarto esta noche?
Rachel sintió que el frío de la cripta se apoderaba de su corazón.
– Esta noche -dijo.
Lógicamente, Weitz la escoltó al cuarto de Schörner. El campo estaba totalmente oscuro; todas las noches había apagón para ocultarlo de los bombarderos aliados. Una vez en su cuarto, el acto físico fue muy rápido. Evidentemente, el comandante estaba esperándola detrás de la puerta. No la desvistió del todo. Durante unos minutos perdió la conciencia de su propio cuerpo; su mente contemplaba el entorno inanimado. Unos lindos muebles de madera de cerezo, robados por Schörner quién sabe dónde. Un antiguo gramófono con la aguja que chasqueaba una y otra vez para indicar que había llegado al final del disco. El consabido retrato familiar con el padre de rostro severo, la madre, Schörner de civil y un joven alto, sonriente, en uniforme de la Wehrmacht con galones de capitán. Su hermano mayor, claro. Y una niña rubia que mostraba su sonrisa a la altura del cinturón de Schörner. Había otras fotos sujetas a un armario con espejo. Un grupo de hombres de uniforme gris parados sobre la nieve contra un fondo de bruma blanca y árboles negros con las ramas peladas. Detrás de ellos ardía un montón de chatarra: un tanque que jamás volvería a marchar. Las expresiones eran severas, pero cada hombre rozaba a un camarada como si quisiera asegurarse de que no estaba solo en la gran llanura blanca.
Rachel había previsto que al terminar, Schörner la enviaría de vuelta a la cuadra. O al menos le permitiría irse. Pero después que se puso los calzones y se levantó del sofá, Schörner le pidió que se quedara. Titubeó, preguntándose qué quería. ¿No lo había complacido? Sin embargo, parecía tranquilo y satisfecho.
La llevó a su antecámara y le ofreció un sillón. Le sirvió una copa de coñac que Rachel dejó sobre la mesita frente a ella sin probarla. Schörner la miró fijamente y ella sintió que un silencio tenso invadía el cuarto. No estaba incómoda ni tampoco cómoda. Sólo advirtió que el cuarto del oficial, a diferencia de la cuadra de mujeres judías, no olía a sudor, desinfectante y otras porquerías. Había un suave aroma a cuero, lubricante de armas y tabaco. Mientras él la miraba, se preguntó si había cambiado por lo que acababa de hacer. No se sentía distinta. Se sentía igual que quince minutos antes, al entrar por la puerta. Pero tal vez estaba obnubilada, como alguien que pierde un miembro en una explosión.
Estaba sumida en esos pensamientos cuando el comandante Schörner empezó a hablar. Sus palabras le parecieron extrañas. Hablaba de la ciudad de Colonia y cuánto la echaba de menos. Su hermano mayor. Las excursiones de caza que emprendían en su juventud. No quería que ella respondiera sino sólo que lo escuchara. Se alegró de que no le hubiera hablado así antes, porque hubiera sido más difícil borrarlo de su conciencia como persona. Después de hablar durante varios minutos, calló y posó en ella una mirada tan intensamente nostálgica que Rachel adivinó su pensamiento. Esa certeza le dio valor para hacerle una pregunta.
– ¿A quién le recuerdo, Sturmbannführer?
Schörner respondió sin vacilar, como si hubiera esperado que le hiciera esa pregunta.
– A una joven Fraulein de mi ciudad. Colonia, como le dije. Se llamaba Erika. Erika Móser. Éramos novios desde muy jóvenes, pero nadie lo sabía. Su familia poseía un Banco que competía con el nuestro. Usted ha leído a Shakespeare, ¿no? Éramos como los Montescos y los Capuletos. El ascenso de Hitler empeoró nuestra situación. Herr Móser criticaba abiertamente al Führer y todos sus partidarios. Era un hombre altanero y demasiado poderoso para que lo eliminaran, pero en 1939 Goebbels lo obligó a emigrar. Erika se quedó para esperarme. -Tragó saliva y miró al piso. -Fue un error. Murió durante el gran bombardeo británico de 1942.
Rachel lo escuchaba atónita. Era increíble. Se suponía que los oficiales SS eran monstruos, máquinas frías que cumplían órdenes de violar y matar; no seres humanos que comparaban sus amores juveniles con los de Romeo y Julieta. Sin embargo, estaba segura de que Schörner había matado a muchos. En Totenhausen había ordenado la ejecución de cientos, quizá miles de prisioneros. Y esa noche la había doblegado.
– ¿Usted fue a la universidad? -preguntó él de pronto.
– Sí, a la de Vrije. Pero sólo dos años. Me casé antes de graduarme.
– ¡Pero qué bien! Tal vez podamos conversar con palabras distintas de las del manual de orden interno. Creo que le dije que estudié en Oxford.
Le pareció increíble que lo recordara. En ese momento había estado muy borracho.
– Sí, Sturmbannführer. Dijo que era estudiante regular, no un becario Rhodes.