Se alzó sobre sus brazos y luego sus rodillas. Frau Hagan yacía inmóvil a menos de veinte metros. El sargento Sturm vociferaba una retahíla de órdenes. Algunas prisioneras avanzaban en grupo hacia el portón principal, donde las aguardaba un pelotón de SS con las armas preparadas para disparar. Rachel se levantó con esfuerzo.
Alguien disparó al aire.
La turba avanzó hacia el portón. En cualquier otro campo las hubieran barrido con las ametralladoras, pero estas eran las cobayas de Brandt. Los guardias vacilaron. Rachel pasó sobre el perro mutilado y se acercó a su amiga caída. No podía evitarlo. La embargaba una extraña serenidad, y por primera vez los niños no eran lo más importante. Aunque la muerte estaba cerca, no tenía miedo.
Estaba muy cerca deFrau Hagan cuando alguien le aferró un brazo. La enfermera Anna Kaas la llevó a la rastra hacia el hospital.
Rachel volvió la cabeza hacia la polaca muerta.
– ¿Adonde me llevas?
– ¡Calla y sígueme!
Se oyó un tableteo de armas. Rachel se volvió hacia el portón. Los SS disparaban al suelo a los pies de la turba. Las mujeres vacilaron en su marcha, pero algunas gritaron insultos a los guardias. El sargento Sturm alzó su pistola y disparó tres veces, rápidamente y a quemarropa.
– Está matando gente -dijo Rachel.
La turba se dispersó a la carrera; las heridas quedaron tendidas en el suelo.
Anna la arrastró por la escalera hasta el pasillo central y de ahí a un cuarto que no era un consultorio sino una salita oscura que olía a ropa de cama sucia.
– Debes volver a tu cuadra antes que se despeje la plaza -dijo-. No pidas un médico. Si estás herida, los médicos te matarán. ¿Comprendes?
Rachel la miró en silencio. Anna le aferró los hombros y la sacudió con violencia.
– ¡Hagan está muerta! ¡Tú estás viva! ¡Sin ti, tus hijos están condenados! ¿Oyes?
Rachel asintió, aturdida.
– ¡Qué locura! -exclamó Anna, al borde de la histeria-. Pensé que ya estaríamos todos muertos. ¡Y ahora, esto! ¡Sólo Dios sabe qué hará Sturm en represalia por lo de Hagan!
Arrastró a Rachel de la salita a la puerta trasera del hospital.
– Sabes dónde estás. Dobla a la izquierda, hacia las letrinas. Ve a la cuadra por donde puedas. -Abrió la puerta y se asomó. El callejón estaba desierto. -¡Vete ya! -dijo, y la echó de un empujón.
Rachel se alejó.
30
Hacía ocho horas que McConnell esperaba a solas en el sótano de Anna, cuando oyó que golpeaban a la puerta. Apagó la lámpara de gas y permaneció totalmente inmóvil en la oscuridad. Sabía que podía ser Stern, pero ya que se había ido sin decir palabra, que encontrara él solo la manera de volver.
Además, tal vez no fuera Stern. Quién sabía si no se había cruzado con una patrulla alemana a los diez minutos de salir y lo habían torturado todo el tiempo. Tal vez había revelado el escondite minutos antes. Los golpes en la puerta sonaban muy débiles porque entre ésta y McConnell se interponían una escalera y una puerta gruesa y un vestíbulo.
Cesaron los golpes.
McConnell no encendió la luz. Respiró profundamente varias veces y trató de controlar los latidos acelerados de su corazón. No sabía si era de día o de noche, pero calculaba que ya debía de estar oscuro.
¿Dónde mierda estaba Stern?
Después de su ostentosa partida al amanecer, Anna le había indicado la puerta estrecha en el fondo de la cocina por donde se accedía al sótano. Unos escalones de madera conducían a un cuarto de techo bajo atestado de grandes cajones y herramientas oxidadas. En el fondo se veía un sofá y un par de almohadones viejos. Había trasladado el equipaje de a una pieza por vez desde el vestíbulo hasta el sótano mientras Anna lo miraba con aire de impotencia. Murmuró unas palabras de desconcierto y partió hacia Totenhausen.
Durante las dos primeras horas, McConnell se sobresaltaba con cualquier ruido; pensaba que en cualquier momento las sirenas, el tableteo de las armas o algún tipo de alarma indicarían que Stern había gaseado el campo. Después lo asaltaron visiones de Stern en manos de los SS, resistiendo quién sabe qué torturas infernales. Pero pasaba el tiempo, no venían las tropas de asalto a derribar la puerta y detenerlo, de modo que acabó por tranquilizarse, comió un trozo de queso que tenía en el talego y pasó revista a su situación.
El general Smith resultaba ser un sujeto aún más tortuoso de lo que suponía. Desde el momento de pisar suelo alemán al desembarcar del Lysander, McConnell se había convertido en cómplice de la misión. No podía detener a Stern salvo que lo matara o lo entregara a los SS, alternativas moralmente inaceptables.
Smith contaba con ello.
Por consiguiente ahí estaba, muerto de pavor en el sótano de una enfermera alemana aterrada, incapaz de escapar de Alemania sin ayuda de Stern. La enfermera era un enigma. Jamás hubiera imaginado que fuese una espía. ¿Era ella quien había robado la muestra de Sarin analizada por él en su laboratorio en Oxford? Ciertamente era posible. En ese caso, ¿qué motivos tenía para correr semejante riesgo? En su ignorancia de los hechos, lo asaltó la certeza de que Anna Kaas había padecido una gran tragedia por causa de los nazis. Si no, ¿por qué habría de arriesgar su vida para combatirlos? Pocos alemanes lo hacían.
Su renuencia a aceptar el plan del general Smith fue una agradable sorpresa. Seguramente estaba encantada por la perspectiva de pasar a la acción después de meses, acaso años, de llevar una doble vida sin conocer los frutos de sus riesgos. Pero ahora que había llegado el gran día, parecía consternada ante la orden emitida por "Londres". Lo había dicho antes de partir: "Qué extraño, ¿no? Los nazis dicen que debemos matar a los judíos para salvar al pueblo alemán. Su general Smith dice que ustedes deben matar -judíos para salvar al pueblo judío. Me pregunto… ¿alguien se interesa por las vidas de los individuos, los seres humanos?" Aunque parecía una observación simplista, iba derecho al meollo del asunto. Tal vez entre los dos podrían convencer a Stern de que abandonara la idea de matar a los prisioneros.
Tal vez podrían llegar a un acuerdo.
McConnell aferró el brazo del sofá. Había oído un estruendo, seguido de un grito y voces. Tanteó el almohadón hasta encontrar la culata plegable de la Schmeisser. Jamás pensó que la usaría, pero si eran los SS…
Un rayo de luz atravesó la oscuridad.
Apuntó la metralleta a la cima de la escalera.
– ¿Está ahí?
Era una voz de mujer. Anna. No estaba sola.
– ¡Salga, doctor!
Stern.
McConnell resopló aliviado. Sin soltar la Schmeisser, subió la escalera a la cocina. Anna se había servido un vaso de vodka y lo bebió de un trago. Se sirvió más, con manos que temblaban.
– ¿Qué pasa? -preguntó McConnell-. ¿Qué pasó?