– Herr Doktor, el Standartenführer Beck y yo pensamos que los paracaidistas apuntaban al complejo de Peenemünde. La mayor parte de los equipos secretos de cohetería fue trasladada a Polonia o a los montes Harz para dejarla fuera del alcance de los bombardeos. Tal vez los Aliados no lo sepan. Beck ha desplegado efectivos importantes de aquí a Peenemünde. Si por alguna remota casualidad estos comandos tratan de penetrar en estas instalaciones, mis patrullas los detendrán lejos de aquí.
– Ocúpese de que así sea, Sturmbannführer.
Schörner chocó nuevamente los tacos.
Brandt dejó el cigarrillo, se acomodó los anteojos sobre la nariz y tomó la hoja que había estado leyendo cuando Schörner se presentó.
– Algo más, Sturmbannführer. Tengo entendido que dispuso el arresto domiciliario del Hauptscharführer Sturm.
Schörner se puso rígido.
– Así es, Herr Doktor.
– ¿Por qué?
– El Hauptscharführer instigó el incidente que provocó la muerte del cabo Grot y de la kapo de la cuadra de mujeres judías, Hagan.
– ¿Cuáles fueron sus motivos?
– Tengo entendido que se trata de unos diamantes, Herr Doktor. Sturm tiene la costumbre de despojar a los prisioneros que llegan de los territorios ocupados. Lo amonesté una vez por ello, pero parece que mis palabras cayeron en saco roto.
– Despojar a los prisioneros es una acusación grave, Sturmbannführer. -Brandt lo miró por encima de sus gafas. -El Reichsführer ha decretado la pena de muerte para los aprovechadores.
– Por eso dispuse el arresto, Herr Doktor.
– Sin embargo -dijo Brandt, tamborileando sobre la mesa-, al regresar de Berlín encontré sobre mi escritorio una nota que daba una versión levemente distinta de los sucesos.
Schörner sintió calor en sus mejillas.
– ¿La nota estaba firmada, Herr Doktor?
Brandt quiso sonreír, pero sólo consiguió hacer una mueca.
– Efectivamente, por cuatro suboficiales. La nota formula acusaciones graves. Contra usted, Sturmbannführer. Se le acusa de violar las leyes raciales de Nuremberg.
Schörner no se amilanó. Sabía que la situación de Brandt también era delicada.
– Estoy dispuesto a responder ante el consejo de guerra de las SS a cualquier cargo que usted tenga a bien autorizar, Herr Doktor.
Klaus Brandt alzó las manos en un gesto apaciguador.
– Tranquilícese, Sturmbannführer. No creo que llegue a tanto. Sin embargo, creo que sería conveniente que dejara a Sturm en libertad bajo palabra. Por el bien del cuerpo. Usted comprende. Lo que menos queremos es que vengan los de la SD a husmear bajo las camas.
Schörner sintió asco. Lo más probable era que la carta de los camaradas de Sturm hiciera alguna referencia indirecta a las perversiones de Brandt. Reprimió sus sentimientos.
– Como usted diga, Herr Doktor.
– Estoy seguro de que el Hauptscharführer Sturm ha comprendido lo erróneo de su proceder. -Brandt puso las dos manos sobre la mesa. -Concentremos nuestras energías en la demostración inminente, Sturmbannführer. El destino llama a la puerta.
Schörner entrechocó los tacos y salió.
Jonas Stern se deslizaba rápidamente entre los árboles; sus pasos casi no hacían ruido sobre la nieve recién caída. Al partir de la casa se alejó del pueblo de Dornow, caminando cuesta arriba hacia la usina. Hacia las garrafas. En dos ocasiones las patrullas pasaron a menos de treinta metros de él, pero las evitó fácilmente. La luz anaranjada o el olor del tabaco delataba a los SS. Media hora después de abandonar la casa de Anna Kaas, se encontraba junto al poste alto de madera de donde pendían las garrafas de gas.
En la oscuridad, parado entre los dos gruesos puntales, alzó la mirada y poco a poco, a medida que su vista se acostumbraba, empezó a distinguir los cilindros de acero entre las hojas. Pendían en una hilera prolija de uno de los cables exteriores. Sintió un mareo leve al advertir que los grandes tubos oscilaban entre las hojas. No necesitaba el anemómetro portátil para darse cuenta de que un viento capaz de mover esas garrafas echaría a perder el ataque.
Pisoteó la nieve en torno del puntal más cercano. Allí estaba enterrada la caja que contenía, además del anemómetro, el transmisor de emergencia, la lámpara para hacer señales al submarino y las correas con clavijas para escalar el poste. En menos de cinco minutos podría inundar Totenhausen con los gases neurotóxicos. La brisa fuerte disminuiría en parte el efecto del gas, pero si el agente neurotóxico inglés era eficaz, sin duda mataría a algunos SS. Claro que si esperaba un poco, tal vez amainaría el viento.
Parado sobre la nieve, escuchando el zumbido de la usina cercana, sintió que en su interior se despertaba un sentimiento aún más fuerte que su odio por los nazis. Jamás se lo habría confesado a McConnell ni a la enfermera. Le era difícil reconocerlo. Lo había despertado la visita a Rostock, y conforme pasaban los minutos se volvía más fuerte hasta que, para su sorpresa, lo obligó a ponerse en marcha. Sin ser totalmente consciente de lo que hacía, empezó a desplazarse cuesta abajo, alejándose de la usina y de las garrafas.
Marchaba hacia el Campo de Totenhausen.
31
– ¿Cree que lo hará esta vez? -preguntó Anna.
Sentados frente a frente junto a la mesa de la cocina, bebían café de centeno. Era un brebaje horrible, pero al menos estaba caliente.
– Si llega a la cima con vida, creo que lo hará. ¿Le parece que debe hacerlo?
– Alguien tiene que hacer algo -dijo Anna-. No sé si está bien matar a los prisioneros. Pero en algo tiene razón.
– ¿En qué?
– Todos los del campo están condenados. Ninguno sobrevivirá a la guerra.
– ¿Cree que es verdad lo que dijo? ¿Que soy un cobarde por no ayudarlo?
Anna contempló su jarro de café.
– Cada uno es como es. Lo que él llama coraje, para usted es estupidez. Lo que usted llama coraje, para él es debilidad. Creo que algunos hombres no están hechos para la guerra. Eso es bueno, ¿no? -Lo miró. -¿Por qué lo enviaron a esta misión? Me parece ilógico.
– Dicen que me eligieron porque no soy inglés y porque soy especialista en gases neurotóxicos. La idea es que entre Stern y yo conformamos un soldado perfecto. Un asesino con la mente de un científico. ¿Usted es enfermera civil?