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En su campo de visión, al otro lado del cristal, había un rostro enmascarado, con la mirada concentrada, orientado hacia una mesa de acero inoxidable que Lucie no podía ver. Había vivido esa escena tantas y tantas veces, y en todas ellas sólo había visto la materialización de un nuevo caso, un caso que esperaba que fuera emocionante y que incluso se saliera de lo corriente. Había sido como aquel maldito forense, que trataba un caso más entre tantos otros y que, al regresar a su casa aquella tarde, se pondría a ver la tele tomándose una copa.

Pero aquel día, todo era diferente. Ella era el policía y la víctima. El cazador y la presa. Y sólo una madre frente al cuerpo de una niña muerta.

«Que no sea una de mis hijas, no. Que sea una chiquilla anónima. Otros padres sufrirán pronto en mi lugar.»

Armándose de valor, Lucie apoyó ambas manos en la puerta, inspiró con todas sus fuerzas y la empujó.

El hombre, de unos cincuenta años, había estacionado al fondo del aparcamiento del IML, detrás de una camioneta que transportaba material médico. Un lugar estratégico desde el que podía observar las idas y venidas en el edificio sin llamar la atención. Con los ojos ocultos tras unas gafas de sol remendadas y una barba espesa de varios días, su aspecto era el de un tipo dispuesto a cometer un delito. Gotas de sudor surcaban su frente. Aquel calor, aquel jodido calor aplastante, pegajoso… Alzó las gafas y se enjugó los párpados con un pañuelo de tela mientras analizaba la situación. ¿Debía entrar e informarse con más precisión acerca del cadáver de la niña? ¿O debía aguardar a que salieran los oficiales de la policía judicial encargados de asistir a la autopsia y preguntarles en ese momento?

Hundido en su asiento, Franck Sharko se masajeó un buen rato las sienes. ¿Cuántas horas hacía que no había dormido? ¿Cuánto hacía ya que daba vueltas y más vueltas en la cama, a lo largo de la noche, acurrucado como un chiquillo pillado en falta? La música emitida en sordina por la radio del coche y el débil hilillo de aire que circulaba entre las dos ventanillas abiertas hicieron que se le cerraran los párpados. Su cabeza se ladeó y esa caída involuntaria lo sobresaltó. Su cuerpo quería dormir pero su mente se lo prohibía.

El comisario de policía de la OCRVP, la Oficina Central para la Represión de la Violencia contra las Personas, vertió agua mineral tibia en el hueco de la palma de su mano, se la restregó por el rostro y salió a estirar las piernas. El aire exterior se pegó a su ropa ya empapada por la humedad. En aquel momento se sintió estúpido. Habría podido entrar en el edificio, mostrar su identificación policial tricolor y asistir al examen. Reunir la información de manera mecánica y profesional. A lo largo de más de veinticinco años de carrera, veinte de ellos en la Criminal, ¿cuántos cadáveres había visto despiezar con los instrumentos cortantes del forense? ¿Doscientos? ¿El triple?

Pero hacía ya mucho tiempo que no podía con las autopsias de niños. La hoja del escalpelo espejeaba demasiado ante los pequeños pechos impúberes, tan blancos. Era como un beso del Mal. Había visto y le había encantado la mirada de las pequeñas Henebelle en la playa. Jugaron a la pelota y corrieron sobre los charcos, juntos, bajo la tierna mirada de su madre. Estaban de vacaciones y reinaba la despreocupación, la simple felicidad de compartir. Y, Dios mío, las gemelas de hermosos ojos azules habían desaparecido por su culpa.

Fue apenas una semana antes.

La más larga y dolorosa desde la desaparición de su propia familia.

¿Qué revelarían la autopsia y los análisis biológicos y toxicológicos? ¿Qué infierno escupirían sobre el papel en blanco las impresoras del laboratorio? Conocía al dedillo los vericuetos de la muerte, aquella implacable lógica en el seno de lo absurdo. Sabía perfectamente que, incluso después de su fallecimiento, un ser humano en manos de la policía y de los médicos no logra reposar en paz hasta que concluye la investigación. Aquel manoseo de un cuerpo que había albergado la luz lo asqueaba. En cuanto a los asesinos de niños… El comisario apretó sus dedos hasta que sus falanges palidecieron.

Al oír un motor, Sharko adivinó que un vehículo estaba aparcando. Al abrigo de la camioneta, se estiró aún unos segundos más sobre aquel asfalto ardiente. Sufría por culpa de su sobrepeso y sus articulaciones crujían como la leña seca. Por fin, se metió en su viejo automóvil ya casi listo para el desguace y próximo a la agonía pero que aún resistía…

Fue en aquel preciso instante cuando la vio y su interior se hizo pedazos. Vaqueros, camiseta gris por fuera del pantalón, el cabello recogido de cualquier manera en una cola. Ni siquiera sus ojos de un azul celeste conseguían iluminar su rostro. Parecía el retrato de un artista maltratado por el paso del tiempo, desportillado, igual que él mismo, sin duda. Al verla zozobrar de costado como un navío desarbolado, sintió un dolor en lo más hondo de sus entrañas.

A Lucie Henebelle también la habían avisado de inmediato. A buen seguro, habría repasado los archivos informáticos, los casos de todas las brigadas relacionados con niños, habría llamado a las personas indicadas y habría recibido llamadas. Y en cuanto recibió el primer aviso, se lanzó a la carretera pisando el acelerador a fondo. Por Dios, ¿qué iba a hacer en aquella covacha? ¿Asistir a la carnicería de una de sus propias hijas? Incluso él mismo, Sharko, no pudo enfrentarse al examen post mórtem de su pequeña Éloïse, hacía ya mucho tiempo de ello. Era peor que tragarse una granada a punto de estallar.

Y, sin embargo, ¿cómo una madre, un ser todo amor, podía tener fuerzas para ello? ¿Por qué esa necesidad de sufrir y de avivar aún más su odio? ¿Y si al final se tratara de una criatura anónima? ¿Lucie Henebelle se vería condenada a errar de morgue en morgue, en busca de sus dos hijas, hasta morir cociéndose a fuego lento? ¿Y si daba con una de ellas pero jamás hallaba a la otra? ¿Cómo no volverse loca?

Con los dedos crispados en el volante, Sharko dudó un buen rato sobre qué hacer. ¿Debía entrar él a su vez? ¿Aguardar allí a que ella apareciera de nuevo? ¿Cómo iba a dejar a Lucie salir del edificio medio hundida y ebria de tristeza sin lanzarse a sus brazos? ¿Cómo no iba a abrazarla contra su corazón con todas sus fuerzas, murmurándole al oído que un día todo iría mejor?

No, sólo había una solución. Huir. Amaba demasiado a aquella mujer.

Hundió la llave en el contacto y puso el coche en marcha, en dirección a París.

Cuando la silueta de ogro del IML se disolvió en el reflejo de su retrovisor, Sharko comprendió que no volvería a verla nunca.

Su tristeza y su odio jamás habían sido tan grandes.

Trazar el camino, sin preocuparse por el dolor de cabeza, por las lágrimas de fuego, por las manitas infantiles que rascaban el interior de su vientre. Alejarse lo antes posible de aquel lugar marcado por el sello de la muerte. Lucie no había comido ni bebido. Sólo había vomitado. Su cuerpo funcionaba a fuerza de adrenalina y de nervios. Superando ampliamente la velocidad permitida, circulaba por la autopista, en dirección al norte, a contracorriente de los destellos de las farolas. Y qué más daba si se estrellaba contra los quitamiedos. Deseaba conducir hasta el agotamiento, acumular kilómetros de asfalto para no pensar más, para no pensar nunca más. A pesar de todo, llovían imágenes e inundaban su memoria. El cadáver muy pequeño, en absoluto contraste con la desmesurada mesa de autopsias. Las voces de los médicos, de los policías, sangrando por sus bocas retorcidas palabrejas procedimentales. El destello risueño del instrumental bajo la lámpara cialítica…