– ¿Se refiere a lo que hay escrito en la furgoneta? -inquirió.
– Me refiero al oso polar -dijo Biddle. -En la esquina inferior derecha.
Lassiter acercó la lupa a la foto y luego la alejó. Había una especie de mancha blanca en la ventana.
– ¿El círculo blanco? -se extrañó Lassiter. – ¡Pero si no se ve!
– Es un oso polar. Está corriendo.
– ¿Cómo lo sabe?
– Porque fui a la Universidad de Bowdoin. Es mi universidad. Conozco el oso.
– Pero hay muchas universidades que tienen osos de…
– Mascotas -concluyó Biddle.
– Gracias -respondió Lassiter mientras buscaba un cenicero con la mirada.
– Pero ésos son osos pardos u osos negros. Y, además, cuando los estudiantes los animan dicen: «¡Ánimo, Osos!» o «¡Vamos, Osos!» o algo así. Pero no en Bowdoin. En Bowdoin siempre decimos: «¡Venga, polares!» Nadie más dice eso.
– ¿Me está tomando el pelo?
– El grito está prácticamente patentado. No hay ninguna duda. El círculo blanco de la furgoneta es un Ursus maritimus. Fíese de mí.
Lassiter dejó la lupa a un lado y se recostó en su asiento.
– Eso no demuestra que estén en Maine. Sólo que la furgoneta es de Maine.
Biddle le dio un golpecito al cigarrillo con el dedo índice y sonrió mientras la ceniza caía sobre la moqueta. Lassiter hizo una mueca de dolor.
– Supongo que está buscando a la mujer de la foto -dijo Biddle.
Lassiter asintió.
Biddle giró el tobillo un par de veces, enterrando la ceniza en la moqueta.
– ¿Tiene alguna razón que le haga suponer que no esté en Maine?
– No -reconoció Lassiter. -De hecho, nació en Maine.
– ¿De verdad? -repuso Biddle al tiempo que se levantaba.
– Sí.
– Entonces, no hay duda. Es Maine -afirmó mientras se dirigía hacia la puerta. – ¿Puedo reservar ya la habitación en el hotel?
Lassiter levantó la lupa y miró la foto por enésima vez. Finalmente, bajó la lupa y dijo:
– Sí. Diviértase.
De nuevo a solas en su despacho, Lassiter se acercó a la ventana y volvió a mirar la calle. El Ford Taurus azul seguía exactamente en el mismo sitio.
Lassiter volvió a su escritorio y llamó a Victoria por el intercomunicador.
– Haga pasar a Buck, por favor. Y dígale a Freddy que me gustaría verlo.
Después, Lassiter marcó el número de teléfono del profesor de Boston que le había dado Deva. Contestó una voz de hombre.
– Was ist?
«Famoso por su lenguaje simple -pensó Lassiter. – ¡Y una mierda!»
– ¿Es usted el doctor Torgoff? ¿David Torgoff?
– Daahh!
Buck y Freddy entraron en el despacho y Lassiter les indicó que se sentaran.
– Soy Joe Lassiter. Lo llamo de Washington.
– Ah -dijo Torgoff. -Perdone, creía que era mi compañero de paddle.
Lassiter sonrió aliviado.
– ¿Es usted alemán?
– No -contestó Torgoff. -Es sólo un juego que tenemos.
– Lo llamo porque voy a ir a Boston esta tarde y esperaba que… Si está libre el sábado…
– Me temo que no, pero podría verlo el domingo. ¿Qué tal le viene por la tarde, hacia las dos?
– Me parece bien. -Lassiter apuntó la dirección de Torgoff, se despidió y colgó. – ¿Está abajo Pico? -preguntó volviéndose hacia Buck y Freddy.
Buck asintió.
– Sí. Está esperando en el garaje. ¿Quiere que suba?
– No. Quiero que los tres os metáis en el coche y salgáis del garaje a toda velocidad. Cuando salgáis a la calle, girad a la derecha y pisad el acelerador a fondo. Y, otra cosa, intentad no matar a nadie.
– ¿Adonde quieres que vayamos? -preguntó Buck.
– Me da exactamente igual con tal de que os siga el Taurus que está aparcado en la acera de enfrente.
– ¿Qué quieres que haga yo? -quiso saber Freddy.
– Quiero que te sientes en el asiento de detrás. Vas a ser el señuelo.
Freddy asintió pensativamente.
Lassiter se levantó, cogió su abrigo del perchero y se lo dio a Freddy.
– Póntelo -dijo. -Y mira a ver si encuentras un sombrero en alguna parte.
Buck movió la cabeza, con cara de pocos amigos.
– No sé qué pensar de todo esto. Terry me dijo que me pegara a ti como si fuera una lapa.
Lassiter asintió mientras se ponía la chaqueta de cuero que había recogido por la mañana del tinte.
– Cuando veas a Terry, dile que te he dicho que ya no necesito vuestros servicios. Y no te olvides de decirle a Pico que acelere a fondo -insistió Lassiter. Después empujó a los dos hombres hacia la puerta.
Volvió a su escritorio, metió el libro de Baresi y un montón de artículos sobre Calista en su maletín, apagó la luz del despacho y se acercó a la ventana. Había algunos peatones, pero muy poco tráfico. Pasó un minuto, luego otro, y otro. De repente, el Buick salió disparado del garaje, saltó la acera y aterrizó en el asfalto nevado. Giró hacia la derecha dando un par de bandazos y aceleró a fondo. Un instante después, el Ford Taurus salió detrás del Buick.
Con el maletín en la mano, Lassiter salió del despacho y se dirigió hacia los ascensores. Al verlo, Victoria lo llamó.
– Señor Lassiter.
– ¿Sí? -Lassiter llamó al ascensor.
– Hay un agente del FBI abajo, en el vestíbulo de entrada -dijo tapando el auricular con la mano-. -Ha venido con un diplomático de la Embajada de Italia. ¿Qué le digo?
– Dígale que suba -respondió Lassiter. Victoria lo hizo mientras su jefe esperaba a que llegase el ascensor. Cuando llegó, se quedó donde estaba, manteniendo las puertas abiertas mientras observaba el indicador luminoso del otro ascensor.
4… 3,2, 1… 2, 3,4, 5,6.
Lassiter se despidió de Victoria con un movimiento de la mano, se metió en el ascensor, se dio la vuelta y soltó las puertas.
– Dígale al hombre del FBI que he salido un momento -dijo. -Que ahora mismo vuelvo.
CAPÍTULO 34
Se alojó en el hotel Marriott Long Wharf bajo el nombre de Joe Kelly. Pagó al contado y tuvo que dejar una fianza de cincuenta dólares para cubrir los gastos de las posibles llamadas telefónicas. No es que estuviera huyendo, pero tampoco estaba precisamente de paseo. Si Umbra Domini quería presentar cargos falsos contra él, estaba seguro de que en Italia podría conseguirlo… si es que no lo había conseguido ya. La única razón por la que un agente del FBI iría a su oficina con alguien de la embajada italiana sería porque el gobierno italiano lo buscaba y lo consideraba peligroso.
Lassiter había decidido ser discreto, al menos hasta que encontrara a Marie A. Williams.
No tenía nada que hacer hasta su cita del día siguiente con Torgoff, así que estuvo paseando por las calles nevadas de Boston hasta que encontró un pequeño comercio donde vendían sándwiches de falafel. Diez minutos después volvía a estar en su habitación de hotel. Se sentó en el sofá, con los pies encima de una mesa baja y siguió leyendo la información sobre Calista Bates.
Nada nuevo. Con el tiempo, la prensa había empezado a reciclar sus propios artículos, publicando las mismas historias de siempre con titulares nuevos y fotos distintas. Lassiter leyó media docena de artículos sin encontrar un solo detalle que no conociera ya. Era una labor tediosa, pero, como no tenía nada mejor que hacer, ni ninguna otra pista que seguir, era una manera tan buena como cualquier otra de pasar la tarde.
Cogió la transcripción de una entrevista de un programa nocturno de la televisión que ya hacía bastantes años que había dejado de emitirse. En la década de los ochenta, el programa tenía la reputación de ser discreto, tranquilo y respetuoso, aunque al final resultó tener una orientación demasiado intelectual para tener éxito de audiencia. Lassiter se acordaba del programa. Se hacía en un estudio con un decorado sencillo y consistía en entrevistas con actores, directores, guionistas y críticos cinematográficos.