– Por supuesto. Soy Michael Armitage. De Hulmán, Armitage y McLean, Nueva York.
– Y… ¿dice que es el abogado de la señora Gutiérrez?
– En efecto. La represento legalmente.
– Bueno, el problema es que el señor Gutiérrez ha sobrepasado el límite de su tarjeta de crédito. Hemos intentado comunicárselo, pero… no lo hemos encontrado.
– Entiendo.
– La cosa es que hay un saldo a favor del hotel.
– Creo que nosotros podremos encargarnos de eso. Pero, antes, quisiera saber durante cuánto tiempo se ha alojado con ustedes el señor Gutiérrez.
El largo silencio al otro lado de la línea le dijo que se había pasado de la raya; había hecho una pregunta de más.
– Creo que lo mejor será que hable con el director. Puedo pedirle que lo llame…
– No es necesario. Además, me están esperando. Muchas gracias -dijo Lassiter y colgó.
Tardó menos de cinco minutos en meter el chándal, las zapatillas y un cambio de ropa en una bolsa de viaje. Con la bolsa en una mano y una taza de café en la otra, salió de casa y caminó sobre la nieve hasta el coche.
Había una sucursal de Fotocopias Kinko en Georgetown, justo al otro lado del puente Key Cogió el cinturón de circunvalación hasta Rosslyn, cruzó el Potomac y fue hacia la calle M. Dejó el coche en el aparcamiento de la tienda de licores Eagle y cruzó el callejón hacia Fotocopias Kinko. Diez minutos después salió con una cajita de tarjetas de visita impresas en un papel relativamente grueso de color gris. Las tarjetas tenían escrito:
Víctor Oliver
Vicepresidente
Muebles Gutiérrez ?
2113 52nd Vi, SW
Miami, Florida 33134
305-234-2421
No tenía ni idea de si existía un 2113 52nd Place, pero el código postal estaba bien y con el número de teléfono tampoco habría problemas. Era un teléfono de contacto que tenía la DEA para operaciones secretas. Aunque claro, si llamaban preguntando por Víctor Oliver, alguien en la DEA iba a malgastar mucho tiempo intentando averiguar quién era.
No era un buen fin de semana para viajar sin reservas. Una de las pistas del aeropuerto National estaba cerrada, y los vuelos del aeropuerto de Dulles estaban saliendo con retraso por la nieve. Aun así, a las tres de la tarde, Lassiter ocupaba un asiento de primera clase en un vuelo de Northwest con destino al aeropuerto de O’Hare, en Chicago. Siempre había pensado que, excepto en vuelos muy largos, volar en primera clase era un desperdicio de dinero, pero era todo lo que había podido conseguir. El asiento de al lado estaba ocupado por una rubia con los ojos marrones y mucho más escote de lo que parecía razonable en un día tan frío. Llevaba mucho perfume y cada vez que decía algo se inclinaba hacia Lassiter y le tocaba el brazo. Tenía las uñas de tres centímetros de largo pintadas de un fuerte color rojo.
Se llamaba Amanda y estaba casada con un constructor que viajaba mucho. «De hecho, en estos momentos está de viaje.» Amanda criaba perros de Shetland. Ahora mismo volvía a casa después de un concurso en Maryland. Lassiter la escuchaba, asintiendo educadamente, mientras hojeaba la revista del avión. A pesar de su falta de entusiasmo, ella no dejó de hablar durante todo el vuelo. Le explicó todos los entresijos de los concursos caninos y los trucos del gremio, que, por lo visto, estaban relacionados con la laca, el esmalte transparente para las uñas y la vitamina E. «Una pizquita de ese aceite, justo en el hocico, y ¡no puede imaginarse cómo les brilla! Ya sé que parece un detalle insignificante, pero en este tipo de concursos esos pequeños detalles son fundamentales.»
Al aterrizar, el ruido de los motores ahogó su voz, aunque no por mucho tiempo. Mientras el avión avanzaba lentamente hacia la terminal, ella se inclinó hacia él, apoyando el pecho en su hombro mientras le cogía la mano.
– Si le apetece un poco de compañía -dijo Amanda al tiempo que le daba su tarjeta de visita, -vivo muy cerca del centro.
La tarjeta era rosa, estaba impresa con una letra llena de fiorituras y tenía un dibujo diminuto de un perro en una esquina. Había algo vulnerable en esa mujer. Como no quería herir sus sentimientos, Lassiter se metió la tarjeta en el bolsillo.
– Voy a estar muy ocupado -repuso, -pero ya veremos. Nunca se sabe.
Lassiter llamó al hotel desde el mismo aeropuerto.
– Embassy Suites. ¿En qué puedo ayudarlo? -Esta vez era la voz de un hombre.
– Bueno, la verdad… Yo no sé cómo… -dijo Lassiter. Era un imitador nato y adoptó un ligero acento extranjero, acordándose de incluir el sujeto en cada frase; algo que siempre hace que una voz suene «extranjera», incluso si el que la escucha no consigue adivinar el acento. -Yo me alojaba en su hotel hace unas semanas y yo me temo que me fui prematuramente. Un problema familiar.
– Lo siento.
– Sí, bueno, era una mujer muy mayor.
– Ah.
– Pero ¡la vida sigue! Y ahora a mí me gustaría pagar mi cuenta.
– ¡Ah! Ya veo. Entonces, ¿no pagó cuando se fue?
– Exactamente.
– Bueno, claro. A veces hay problemas que no pueden esperar. ¿Puede decirme cómo se llama? Lo miraré en el ordenador.
– Juan Gutiérrez.
– Un momento, por favor. -Lassiter oyó el sonido de las teclas y agradeció que no le pusieran el hilo musical. -Aquí está. Había reservado la habitación hasta el día doce, ¿verdad?
– Sí, así es.
– Bueno, parece que le guardamos la habitación mientras nos fue posible, pero… Ah, ya veo cuál es el problema. ¡Ha rebasado el límite de su tarjeta Visa!
– Eso es lo que yo me temía.
El recepcionista se rió comprensivamente.
– Me temo que ha quedado un saldo de seiscientos treinta y siete dólares con dieciocho centavos a nuestro favor. Si quiere, puedo ponerle con el director. Quién sabe, puede que le descuente un par de días.
– No, no. Yo tengo mucha prisa. Y, además, esto no es culpa del hotel.
– Podemos mandarle la cuenta.
– De hecho, uno de mis ayudantes, el señor Víctor Oliver, estará en Chicago mañana. Yo puedo pedirle que se pase por el hotel para saldar la cuenta. ¿Le parece bien?
– Por supuesto, señor Gutiérrez. Le tendré la cuenta preparada en recepción.
Lassiter respiró hondo.
– Sólo una cosa más. Yo me dejé un par de cosas en la habitación. ¿Las habrán…? ¿Las tendrán guardadas en algún sitio? -preguntó con ansiedad.
– Normalmente enviamos los objetos que nuestros clientes se olvidan a la dirección de la tarjeta de crédito, pero si la habitación estaba sin pagar… Me imagino que sus pertenencias estarán en el almacén. Me ocuparé personalmente de entregárselas a su ayudante.
– Gracias. Ha sido de gran ayuda. Yo le diré a Víctor que pregunte por usted.
– Bueno, yo no entro hasta las cinco, así que…
– Perfecto. Víctor tiene todo el día ocupado con reuniones. Yo no creo que pueda ir al hotel antes de las seis.
– Puede pedirle la cuenta a cualquier otra persona de recepción.
– Yo preferiría que fuera usted. Ha sido de gran ayuda.
– Gracias -dijo el hombre. -Bueno, dígale que pregunte Por Willis, Willis Whitestone.
A Lassiter le gustaba Chicago. Los rascacielos junto al lago, el brillo y la sofisticación nunca dejaban de sorprenderle. Fue en taxi al Near North Side y se registró en uno de sus hoteles favoritos, el Nikko. Era un elegante hotel japonés con un excelente servicio. Los arreglos florales eran tan bellos como sencillos y tenía un magnífico restaurante en la planta baja. Lassiter disfrutó de su exquisita comida esa misma noche, acompañando el sushi con dos botellas grandes de Kirin. Al volver a su habitación, lo normal hubiera sido encontrar un bombón en la almohada, pero, claro, aquello era el Nikko. En vez del bombón había una figurita hecha con papel de arroz: un lobo aullando, o quizá fuera un perro. Fuera lo que fuese, lo hizo pensar en Blade Runner.