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Al día siguiente pasó la mayor parte de la mañana visitando el Art Institute. Después fue a la sucursal de su empresa para saludar a sus empleados. La oficina de Chicago era mucho más pequeña que la de Washington, pero sus empleados eran igual de eficaces y la facturación estaba creciendo. Les dio la enhorabuena. Después degustó un pesado pero delicioso almuerzo en Berghof's. Para bajar la comida, volvió andando hasta el hotel. Las calles estaban muy animadas. Había mujeres del ejército de salvación haciendo sonar sus campanas, luces navideñas y multitud de personas comprando regalos.

Al llegar al hotel se puso el chándal y las zapatillas y fue hacia la orilla del lago. Soplaba un viento fuerte, pero él bajó la cabeza y siguió corriendo; unos cinco kilómetros hasta el club náutico y vuelta. Cuando volvió al hotel ya había anochecido. Lassiter estaba agotado.

Se duchó para reanimarse y se vistió rápidamente. Una camisa azul grisáceo de la que Mónica solía decir que tenía exactamente el color de sus ojos; un traje azul oscuro con unas rayas casi imperceptibles; una corbata burdeos y negra; zapatos ingleses y guantes de cuero. Todo era de Burberry’s. Excepto los zapatos, que eran de Johnston & Murphy’s, y el abrigo: una prenda algo gastada de cachemir negro que había comprado en Zurich unos ocho años atrás. Lassiter solía vestir de forma sencilla, pero no ese día. Quería estar elegante cuando fuera a ver a Willis Whitestone.

El hotel estaba en la manzana de los números seiscientos de la calle State. Lassiter anduvo un poco, se tomó una copa en un bar cercano y calculó su llegada para las seis en punto. Se sentía algo nervioso; al fin y al cabo, estaba trabajando a ciegas. ¿Y si Sin Nombre se había dejado una pistola o un kilo de coca en la habitación? Respiró hondo y entró en el vestíbulo con paso decidido.

Willis Whitestone no podría haber sido más agradable. Lassiter le dio una de las tarjetas de visita de Víctor Oliver, comprobó la factura y sacó de la cartera siete billetes de cien dólares. Rechazó el cambio moviendo la mano al tiempo que decía:

– El señor Gutiérrez me ha dicho que ha sido usted de gran ayuda.

Willis le dio las gracias, selló la factura y le entregó una bolsa de cuero. Lassiter se colgó la bolsa del hombro, se despidió y volvió a salir a la fría noche de Chicago.

De vuelta en el Nikko, se quitó el abrigo, pero no los guantes. A pesar de estar bastante gastada, se notaba que la bolsa de cuero era de muy buena calidad. Era una maleta elegante, con una base rígida, laterales suaves y una gruesa correa de cuero. La etiqueta de dentro decía Trussardi. Tenía un compartimiento central y dos grandes bolsillos laterales. Abrió las tres cremalleras y dejó caer el contenido de la bolsa encima de la cama.

Había un par de camisas de cuello ancho, que debían de ser o muy caras o muy baratas, un cinturón, calcetines, ropa interior y un par de pantalones de algodón. Más prometedor parecía un estuche de piel de becerro que medía unos veinte centímetros. Dentro encontró un billete de avión usado de Miami a Chicago, un folleto de la empresa de coches de alquiler Álamo y tres cheques de viaje de veinte dólares firmados por Juan Gutiérrez.

Lassiter sintió una gran decepción.

Se dijo a sí mismo que tenía que haber algo más. Levantó la bolsa y la sacudió. Buscó con la mano en cada uno de los bolsillos y palpó los costados. Examinó el fondo, al derecho y al revés. Volvió a hacerlo todo de nuevo. Y otra vez más. Pensó que quizá tuviera un doble fondo, pero la base de la bolsa no se movía.

No encontró lo que buscaba, un bolsillo plano que ocupaba toda la base de la bolsa, hasta que repitió el proceso por cuarta vez. El ribete de cuero que unía la base a los laterales se abría si se tiraba con fuerza de él. De hecho, Lassiter pensó que estaba rompiendo las costuras, pero el ribete estaba pegado a los laterales mediante la magia del Velero. Lassiter sacó un grueso trozo rectangular de cartón: la base de la bolsa. Se abría como un libro y estaba dividida en dos compartimientos poco profundos. Uno de los compartimientos contenía un fajo de billetes de distintas monedas, el otro un pasaporte. Todo estaba hecho con tanto cuidado que ninguna de las dos cosas sobresalían.

Lassiter cogió el pasaporte y le dio la vuelta. Era italiano. Podía sentir como le latía el corazón mientras lo abría. Dentro estaba la foto del hombre que había matado a Kathy y a Brandon. Franco Grimaldi. La foto mostraba una versión más joven del retrato robot que había hecho la policía. Los músculos de Lassiter se tensaron de expectación, como un cazador cuya presa acaba de aparecer en la mirilla del rifle. Una reacción extraña teniendo en cuenta que el hombre yacía en la cama de un hospital vigilado por la policía. Aun así, Lassiter no pudo reprimir su entusiasmo.

Sin Nombre por fin tenía una identidad y Lassiter estaba seguro de que, hablara o no, él conseguiría descubrir el porqué de los asesinatos de Kathy y Brandon.

Nunca había entendido la necesidad apremiante que sentía alguna gente por averiguar cómo y por qué había muerto alguien a quien querían. Había leído sobre la apasionada búsqueda de datos, de justicia, de castigo y de detalles de los familiares de soldados desaparecidos en combate o de víctimas de atentados terroristas como el de Lockerbie, y su afán siempre lo había desconcertado. ¿Por qué no dejaban las cosas como estaban? ¿Por qué no intentaban proseguir con sus vidas y dejar atrás la tragedia?

Ahora lo entendía.

Cogió una botellita de whisky escocés del minibar, abrió la tapa y se sirvió dos dedos en un vaso. Se sentó delante del escritorio y estudió el pasaporte. La página de la foto contenía los datos personales: Grimaldi, Franco. Nacido el 17-3-1955. Debajo había pegado un trozo de papel blanco con un sello de aspecto oficial. Parecía ser un cambio de domicilio. 114 via Genova, Roma. Lassiter levantó el papel y vio que, en efecto, debajo había otra dirección: via Barberini, y un número. Además, el pasaporte incluía una descripción de Grimaldi. Estatura: 1,85 cm. Peso: 100 kg. Pelo: negro. Ojos: marrones. Mientras movía las páginas en busca de visados y sellos de aduanas, un trozo de papel cayó al suelo. Lassiter lo recogió.

Era un extracto de una transferencia bancaria a favor de Grimaldi por valor de cincuenta mil dólares en una cuenta corriente a nombre de la sucursal de Bahnhofstrasse del Crédit Suisse de Zurich. La transferencia estaba fechada hacía unos cuatro meses. Lassiter dejó el extracto bancario a un lado y volvió a concentrarse en el pasaporte. Pensaba que podría seguir los movimientos de Grimaldi gracias a los sellos de las distintas aduanas, pero las páginas estaban tan llenas que tuvo que hacer una lista. Pasó una página tras otra, descifrando todos los sellos posibles, y apuntó cada entrada y cada salida en un cuaderno. Al acabar, rompió la hoja del cuaderno en multitud de pequeños trozos y escribió una segunda lista, esta vez en orden cronológico.

El pasaporte abarcaba un período de diez años. Los sellos más antiguos, que databan de 1986, revelaban que Grimaldi había viajado con frecuencia entre Beirut y Roma. Lassiter reflexionó sobre ello. En 1986, Beirut era lo más parecido que había en la tierra al séptimo círculo del infierno. Los únicos europeos que había en la ciudad estaban encadenados a radiadores, en las calles estallaban continuamente coches bomba y los asesinatos estaban a la orden del día. ¿Qué cojones haría Grimaldi en Beirut?

Después de Beirut, había ido varias veces a San Sebastián y Bilbao: el País Vasco. En 1989 viajó a Mozambique. Después no había ni un sello en casi tres años. Por fin, en junio de 1992, Grimaldi volvió a viajar, esta vez a los Balcanes. Un par de viajes a la capital serbia, Belgrado, seguidos, un año después, por varias visitas a su equivalente croata, Zagreb. Y, después, nada hasta 1995, cuando Grimaldi viajó a Praga, Sao Paulo y Nueva York. El último sello era del aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York y estaba fechado el 18 de septiembre de 1995.