– ¿Y qué pasó después?
– Juliette lo sacó en la silla de ruedas.
– ¿Qué cojones…?
– ¿Qué querías que hiciera? ¡Grimaldi la obligó a punta de pistola! ¡Tenía una manta cubriéndole las piernas y una semiautomática en el regazo! Hizo lo que le dijo que hiciera. Fueron al tercer piso y ella lo llevó a otro ascensor. Todo muy normal. Parecían… lo que eran: una enfermera y un paciente. Así que cogieron el otro ascensor y bajaron al sótano. Cuando el primer ascensor se abrió en la planta baja y Pisarcik se desmayó, Grimaldi ya estaba en el aparcamiento.
– ¿Así de fácil?
– Sí.
Lassiter se dejó caer sobre el sofá que había delante de la chimenea.
– ¿Y después? -preguntó.
– ¿Después? Después ella lo llevó a donde él le dijo. Y eso es jurisdicción de los federales. Secuestro a mano armada. Así que ahora el FBI está metido en el caso.
– Mientras más seamos, más animada será la fiesta. ¿Adonde fueron?
– A Baltimore. Por carreteras secundarias. Sólo que nunca llegaron. Grimaldi la dejó tirada en una cuneta a unos ocho kilómetros de Olney. La policía local la encontró andando por el arcén. Todavía estamos buscando el coche.
– ¿Puede conducir?
– Supongo. Por lo que dice ella, andaba bastante bien.
– Entonces, ¿a cuento de qué viene lo de la silla de ruedas?
– Normas del hospital. Se entra sobre ruedas, y se sale sobre ruedas.
Lassiter no dijo nada.
– Te habrás dado cuenta de que ni siquiera te he preguntado qué hacías tú ahí -dijo Riordan.
Lassiter siguió sin responder.
– ¿Qué hay de tu compañero? ¿Pisarzo?
– Pisarcik. Bueno, como te podrás imaginar está muerto de vergüenza. Tiene un buen chichón y todo el mundo piensa que es un mierdecilla, pero, ¿sabes qué? Es un buen chaval. Saldrá adelante. -Riordan hizo una pausa. Lassiter casi podía oír cómo se movían los engranajes de su cerebro. -Déjame que te haga una pregunta.
– ¿Qué?
– ¿No tienes nada que decirme? ¿Estás seguro de que no le comentaste nada a nadie sobre el traslado del prisionero, aunque fuera de pasada?
– …
– ¿Me has oído?
– Ni siquiera me voy a molestar en contestar eso.
– Mira, no es que el traslado fuera un secreto de Estado -replicó Riordan. -Teníamos gente en la comisaría, gente en el hospital, gente en el otro hospital. Lo sabía mucha gente. Puede que a alguien se le escapara algo. Puede que se te escapara a ti.
– Claro -repuso Lassiter con tono sarcástico.
– En cualquier caso…, los médicos dicen que va a necesitar ayuda.
– ¿Qué tipo de ayuda?
– Necesita antibióticos. Y una especie de ungüento para las quemaduras. Correremos la voz. Quién sabe, tal vez tengamos suerte.
– A estas alturas, ya podría estar en cualquier sitio. Hasta podría estar en Nueva York.
– No importa dónde esté. Con un agente asesinado, el grado de cooperación de la policía va a ser completamente distinto. Y, además, no olvides que ahora los federales también están metidos en el caso. Y te aseguro que el muy hijo de puta no va a pasar desapercibido.
– ¿Por qué no?
– Porque es italiano, italiano de verdad. Y tiene la cara echa un Cristo. Y eso no va a cambiar. Al verlo, la gente aparta la mirada. Pero lo mirarán. ¿Me explico?
– Sí. Como cuando hay un herido en un accidente. -Los dos hombres guardaron silencio durante unos segundos.
Había algo que no le cuadraba a Lassiter, pero no sabía qué. Por fin cobró forma.
– ¿Cómo es que llevaba encima las llaves del coche?
– ¿Qué? ¿Quién? ¿De qué estás hablando?
– De la enfermera. ¿Cómo es que llevaba encima las llaves del coche? No conozco a ninguna mujer que lleve las llaves del coche en el bolsillo. Lo que quiero decir es que… Estaba de servicio, ¿no? Las mujeres guardan las llaves en el bolso, en un cajón, donde sea, pero no las llevan en el bolsillo.
– Quizás había acabado su turno, o quería coger algo del coche. Yo qué sé.
– ¿Se lo preguntarás?,
– Sí. ¿Por qué no?
– Es que me parece raro que una enfermera se pase todo el día de aquí para allá con un puñado de llaves en el bolsillo.
Riordan guardó silencio unos segundos.
– La verdad, no sé que pensar. Puede ser interesante. Se lo preguntaremos. Pero lo más probable es que simplemente las llevara encima, sin más.
– Ya. Lo más probable es que no tenga ninguna importancia. Pero no te olvides de preguntárselo, porque tu caso vuelve a estar abierto.
Ese día, Lassiter se quedó en la oficina hasta tarde y cenó comida tailandesa en su despacho. Su escritorio tenía un botón a la altura de las rodillas para accionar un panel que ocultaba tres pantallas de televisión en la pared; una modificación arquitectónica heredada de los anteriores inquilinos de la oficina, una empresa de publicidad que se había encargado de los vídeos electorales de Dan Quayle en la última campaña electoral. Lassiter apretó el botón con la rodilla, y el panel se deslizó hacia un lado.
Las noticias de las once abrieron con una ráfaga frenética de música. La foto de Grimaldi apareció en la pantalla, y el presentador comentó: «Una osada huida acaba con la vida de un agente de policía y deja a un asesino suelto entre nosotros.» Siguió un anuncio del Washington Post: «¡Si no te lo llevas, no te enteras!» y, por fin, el desarrollo de la noticia principal.
Una rubia muy atractiva, una tal Ripsy, empezó a hablar desde el aparcamiento del hospital. A su lado había una silla de ruedas caída en el suelo. Luego la cámara cambió de plano, y apareció en pantalla un hombre blanco de mediana edad con los ojos enrojecidos y demasiado pelo. Se llamaba Bill y estaba en una carretera en penumbras, «cerca de Olney». Comentó el «angustioso viaje» de la enfermera, y la cámara pasó a Michele, una mujer negra, que estaba sentada en un chalet de Reston con la madre de Dwayne Tompkins, que a duras penas conseguía mantener la compostura. La madre del policía fallecido miraba a la cámara con los ojos en blanco y parecía incapaz de hablar.
Lassiter lo observó todo con unos palillos en una mano y una cerveza en la otra. Le costaba prestar atención a lo que decía la televisión. La televisión tenía una capacidad especial para quitarle realidad de los acontecimientos, convirtiendo cualquier catástrofe en algo paladeable a la hora de cenar. La muerte de su hermana, la exhumación del cadáver de su sobrino, la huida de Grimaldi; de alguna manera, la televisión había procesado todas esas calamidades y las había convertido en una especie de entretenimiento. O, si no exactamente en un entretenimiento, desde luego en algo a lo que se podía sacar un beneficio, en mieses para el molino. Algo muy distinto de lo que realmente era: una cuestión personal.
Lassiter estaba pensando distraídamente en eso cuando se dio cuenta de que todos los presentadores llevaban el mismo pañuelo, o el mismo tipo de pañuelo: un pañuelo a cuadros negros y tostados que tenía un curioso efecto homogeneizador sobre sus diferencias físicas. Lassiter pensó que, por muy distintos que parecieran entre sí, todos ellos formaban parte de la misma tribu: la nación de Burberry’s.
La idea lo hizo sonreír, pero la sonrisa le desapareció de los labios al advertir que ése era exactamente el tipo de comentario sagaz que solía hacer Kathy. Irritado consigo mismo, apagó la televisión y se fue a casa pensando que al menos Riordan volvía a estar al frente del caso. Y eso lo deprimió todavía más. «Dios santo -pensó, -hablar de aferrarse a resquicios de esperanza…»
Le costó dormirse. No conseguía librarse ni del sonido de a cabeza de Pisarcik al golpear contra el suelo ni de la imagen del bolígrafo clavado en el ojo del policía muerto.
Y, lo que era todavía peor, sabía que era muy posible que no cogieran a Grimaldi por segunda vez. Y eso no sólo significaba que el asesino podía librarse de su castigo, sino que, además, él nunca sabría por qué habían asesinado a su hermana y a su sobrino.