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Dicho esto, el autor del expediente volvía al principio. Explicaba que Rosarno era un pequeño puerto «en la punta de la bota». Grimaldi era hijo de un pescador, tenía seis hermanos y no mantenía buenas relaciones con su familia. Que se supiera, el único miembro de la familia con quien estaba en contacto era su hermana, Angela, que residía en Roma.

Según el expediente, el sujeto cumplió el servicio militar obligatorio de nueve meses en 1973. Después ingresó en el servicio de inteligencia militar italiano, el SISMI. Además de contraespionaje y operaciones antiterroristas, el informe aclaraba que, hasta 1993, la cartera del SISMI incluía todas las actividades de inteligencia en el extranjero, operaciones antimafia y todo tipo de seguimientos por medios electrónicos.

Grimaldi estaba destinado en la L ’Onda, un cuerpo paramilitar de élite con base en Milán inspirado en las SAS británicas. Su principal campo de operaciones era la lucha contra el terrorismo, pero su historial estaba «salpicado de manchas». Según el expediente, la reputación de L’Onda como unidad antiterrorista urbana quedó en entredicho en 1986, cuando se tuvo noticias de su involucración en una serie de asesinatos y atentados con bombas. Estos incidentes, que incluían atentados en estaciones ferroviarias y supermercados, acabaron con la vida de al menos 102 civiles durante un período de ocho años. Atribuidos inicialmente a la extrema izquierda, posteriormente se descubrió que los atentados habían sido instigados desde el propio seno de L’Onda. Al parecer, los incidentes formaban parte de una «estrategia de tensión» del SISMI, que, de tener éxito, habría acabado con la toma del poder por parte de un gobierno militar. La conspiración se descubrió en 1986 y L’Onda fue desmantelada de forma inmediata; aunque había quien mantenía que sólo se había hecho una aparente operación de limpieza y que L’Onda seguía operando con un nombre distinto. El desenmascaramiento de sucesivos casos de corrupción y de alianzas encubiertas con grupos como la Mafia siciliana obligó finalmente a una restructuración a fondo del SISMI. Pero, para entonces, ya hacía tiempo que Grimaldi había dejado el cuerpo.

El expediente también incluía varias fotografías del sujeto. Una, hecha para un documento de identidad militar, mostraba a un hombre joven y apuesto con ojos oscuros y brillantes. Al estar hechas desde lejos con un gran teleobjetivo, la segunda y la tercera estaban saturadas de grano. Las dos mostraban a Grimaldi saliendo de un Land Rover en un aeropuerto sin identificar en lo que parecía ser un país tropical. Había palmeras al fondo, y la mirada de Grimaldi ya tenía esa misma dureza que Lassiter había visto en el hospital.

Ciao.

Lassiter recordó los comentarios de Jimmy Riordan sobre la condición física de Grimaldi. Riordan había dicho que tenía muchos golpes, pero que seguía estando en magnífica forma. Había dicho que quizá fuese un soldado. Y tenía razón; al menos en parte.

Había una hoja adjunta al expediente con una anotación escrita a mano como encabezamiento: «Bienes.» Debajo había un listado de propiedades:

Un ático en la via Barberini, en el elegante barrio romano de Parioli.

Un segundo apartamento en la misma dirección. (Una nota a pie de página indicaba que el apartamento estaba alquilado a la hermana de Grimaldi, Angela.)

Un chalet en Zuoz, Suiza. (Una nota aclaraba que era un Pueblo al lado de Saint Moritz.)

Además de los bienes inmobiliarios, Grimaldi tenía una cuenta en el Banco Lavoro con un saldo medio de veintiséis mil dólares. El informe añadía que se creía que tenía cuentas adicionales en Suiza, en concreto en el Crédit Suisse, pero no se «disponía» de más detalles.

Bajo «Automóviles», había dos vehículos: un Jeep Cherokee matriculado en Roma y un Land Rover en Zuoz. Sólo tenía una tarjeta de débito de unos grandes almacenes y nunca había pedido un crédito. Obviamente, se tratara de comidas o de entretenimiento, de ropa o de cualquier otra cosa, «el sujeto» prefería pagar al contado.

Lassiter se acordó de las tarjetas Visa que Grimaldi se había tomado la molestia de conseguir a nombre de Juan Gutiérrez; desde luego, sabía lo que se hacía. Aunque el dinero al contado siguiera reinando en Europa, en Estados Unidos hacía ya tiempo que levantaba sospechas: contar mil dólares para comprar un billete de avión o para pagar la cuenta de un hotel era algo lo suficientemente infrecuente para que la otra persona recordara la transacción.

Lassiter se recostó en su asiento para reflexionar. El expediente le daba una personalidad, una identidad, a Grimaldi, pero era la identidad de un hombre misterioso y, lo que era aún peor, el expediente estaba anticuado. Con la única excepción de la referencia a Mozambique, el expediente no incluía ningún dato posterior a 1986. ¿Dónde habría estado Grimaldi, además de su viaje a Maputo, durante los últimos diez años? ¿Qué habría estado haciendo? ¿Seguirían siendo válidas las direcciones que incluía el expediente?

Lassiter cogió el Post-it. Al verlo por primera vez, había pensado en no acudir a la cita. Desde luego, no a las seis de la mañana. Pero iría.

Great Falls.

Aunque todavía era de noche, el cielo ya empezaba a clarear cuando Lassiter pasó conduciendo junto a la caseta cerrada que había en la entrada del parque. El parque de Great Falls estaba a tres kilómetros de su casa de McLean. Lassiter solía ir a correr allí dos o tres veces a la semana, pero nunca tan temprano. Pero Woody era un maratoniano y, además, le gustaba llegar al trabajo antes de las ocho, así que sus días empezaban casi invariablemente antes de rayar el alba. Aunque solía correr por un canal que había a un par de manzanas de su casa, en Georgetown, de vez en cuando iba a Great Falls para disfrutar de la suave superficie, del espectacular paisaje y de las cuestas que dejaban sin aliento.

Incluso desde el aparcamiento, Lassiter podía oír el agua rugiendo en la distancia. Hacía mucho frío, pero él iba preparado con un viejo chándal con el cuello y las mangas gastados por los años. Mientras andaba hacia la plataforma, el cielo empezó a colorearse por el este; un suave tono rosáceo comenzaba a teñir los árboles y las rocas de la orilla de Maryland. Pasó junto a un poste que tenía marcado el nivel al que había llegado el agua en las mayores inundaciones de este siglo; marcas sorprendentes, ya que el poste estaba en un promontorio, casi veinte metros por encima del cauce del río. Había una placa informativa y una fotografía de la inundación de 1932, cuando el agua había llegado por encima de la cabeza de Lassiter. Se dio cuenta de que ésa era una de las muchas cosas que le hubiera gustado enseñarle algún día a Brandon, cuando el niño fuera lo suficientemente mayor. Algo que ya nunca ocurriría.

Al llegar al borde del acantilado se apoyó contra la barandilla de metal y miró el agua que se agitaba debajo de él. Las rocas, golpeadas durante miles de años por el agua, parecían pulidas casi hasta el punto de derretirse. Y entonces vio una luz que se acercaba a él, subiendo y bajando, desde los árboles. Era Woody, que llevaba una linterna sujeta a la frente, como un minero echándose una carrerita.

– Hola -saludó Woody. Se dieron la mano mientras el hombre del Departamento de Estado se inclinaba hacia adelante para estirar los gemelos.

– Gracias por el expediente.

– ¿Te has deshecho de él?

– Sí. Tal y como me dijiste. Venga -dijo al tiempo que se incorporaba. -Vamos.

Los dos hombres empezaron a correr por un camino ecuestre que avanzaba entre los árboles.

– El único problema es que…

Ya lo sé. Está anticuado -lo interrumpió Woody.

Los dos hombres corrían con facilidad, hombro con hombro, evitando las piedras que aparecían de vez en cuando en el camino.