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El caso de la fundición de aluminio había sido distinto. No le habían pedido a Max que diera una conferencia, sino que acabara con una guerra financiera que había dejado sin empleo a mil quinientos trabajadores en Emporia, West Virginia. Lassiter había sido contratado por el sindicato para investigar a la patronal. Desde West Virginia, donde estaba la fábrica, el rastro de papeles llevaba hasta Suiza, algo que resultaba sorprendente en sí mismo. Las sucesivas investigaciones revelaron que la fábrica pertenecía a un industrial holandés, un playboy de extrema derecha cuya principal afición consistía en «reventar» sindicatos.

La asociación de Lang, que, al fin y al cabo, representaba a trabajadores relacionados con el mundo de las finanzas, no tenía nada que ver con los trabajadores del metal. Pero Max, que había aceptado mediar con los banqueros del millonario holandés como «cortesía fraternal», convenció a éstos de que, a largo plazo, reventar sindicatos realmente iba en contra de sus intereses.

Los banqueros le escucharon y, al final, el conflicto se solucionó y los trabajadores recuperaron su trabajo; Max Lang quedó como un auténtico héroe.

– Max, soy Joe Lassiter.

– ¡Joe! ¡Qué sorpresa!

– ¿Cómo estás?

– Muy bien. ¿Tienes otro caso para mí?

– No.

– Es una pena. Les dimos bien, ¿eh?

– Sí.

– Desde luego, los jodimos bien.

– De hecho, Max, eso es exactamente lo que hicimos.

– ¡Porque se lo merecían!

– Así es.

– ¡Bien! Pues que se jodan.

Lassiter se rió. Se había olvidado de la manía de Max de imitar a Al Pacino en Scarface.

– Fueron buenos tiempos -dijo Max riéndose entre dientes. – ¡Los mejores! Con un final feliz y todo.

– Desde luego.

– Bueno, dime.

– Necesito que me hagas un favor, Max.

– Lo que sea.

– Es un favor muy grande. Entendería que no pudieras hacerlo.

Max gruñó.

– Dispara -dijo.

– No es algo de lo que se pueda hablar por teléfono.

– Entiendo.

– ¿Sigues usando PGP?

– Mientras no salga nada mejor -contestó Max.

– ¿El mismo código de siempre?

– Absolutamente.

– Quiero mandarte algo por correo electrónico. ¿Sigues teniendo la misma dirección?

– Sí, claro.

– Perfecto. Después podríamos vernos en Ginebra.

– Wunderbar!

– Puede que en un par de días. Te llamaré.

– Muy bien.

– Y, como te he dicho, si no te sientes cómodo con lo que te voy a pedir… Es importante, pero lo entendería.

– ¿Me vas a mandar la jodida información o no?

– Ahora mismo te la mando.

– Pues, ¿a qué esperas?

Lassiter colgó el teléfono, encendió el ordenador portátil, creó un documento nuevo -grimaldi- y escribió unas líneas:

Max:

Ya sé que lo que te voy a pedir no es fácil, pero… necesito los movimientos de una cuenta de la sucursal de la Bahnhofstrasse del Crédit Suisse de Zurich. Pensé que alguno de tus afiliados quizá podría conseguirlo. En cualquier caso… la cuenta está a nombre de un italiano. Se llama Franco Grimaldi. El número de cuenta es Q6784-319. Y lo que me interesa especialmente es una transferencia de $50.000 que recibió en julio. Necesito saber quién mandó el dinero.

Joe

Lassiter salvó grimaldi en el disco duro y accedió al directorio /n-cipher,pgp. Se trataba de un programa individualizado que garantizaba la más alta privacidad, un potente programa de codificación que resultaba prácticamente impenetrable. ¡Y ya podía serlo! Lo que le estaba pidiendo a Max Lang no sólo era un delito: era prácticamente una declaración de guerra, un ataque frontal a la mismísima raison d’être de Suiza: el secreto bancario. Tan sólo hablar de ello podía costarle el puesto a Max, así que Lassiter codificó el mensaje en el disco duro. El procedimiento era muy simple. Sólo tenía que acceder a la ventana principal, teclear «codificar» y seleccionar grimaldi como el documento elegido. Al hacerlo, una nueva ventana apareció en la pantalla, y Lassiter buscó en una larga lista hasta que encontró maxlang@ibbcfsw.org.ch. Una vez codificado el documento volvió al menú original y, para asegurarse de que Max no salvara el texto decodificado en su disco duro, Lassiter seleccionó «otras opciones» y eligió la opción «sólo lectura». Eso significaba que, una vez decodificado, el texto podría leerse en la pantalla pero no se podría salvar en ningún archivo.

Una vez tomadas estas precauciones, envió el documento. La respuesta le estaría esperando cuando llegara a Ginebra. O quizá no. Después de todo, lo que le estaba pidiendo a Max no era cualquier cosa.

La mañana siguiente, Lassiter desayunó en su habitación Y llamó por teléfono a Riordan.

– No deberías haberte molestado -dijo Riordan. – ¿Que qué novedades hay? ¿Qué cómo van las cosas? -Se rió. -No tenemos nada. Nada. Lo único que te puedo decir es que encontraron el coche de la enfermera en un descampado al norte de Hagersown.

– ¿Y Grimaldi?

– Se ha esfumado. Eso es lo que dicen los periódicos y, la verdad, tengo que darles la razón. El tipo se ha esfumado, ¿vale? Es un maldito desastre. Y encima han matado a otro agente en acto de servicio; es el segundo en una sola semana. Es Navidad y tenemos dos funerales. ¡Dos! Imagínatelo. A un lado la valiente madre número uno, al otro la valiente madre número dos y, en medio, una joven viuda incapaz de contener las lágrimas y un niño huérfano. ¿Y qué tenemos nosotros? Nada. ¡A un asesino con la cara como una piel de cerdo! -Se volvió a reír. -Pero no lo ha visto nadie. -Riordan hizo una pausa para recuperar el aliento. – ¿Y tú qué te cuentas? ¿Me vas a alegrar el día con alguna buena noticia? Y, además, ¿dónde demonios estás?

– En Suiza.

– Ah.

– Acabo de llegar de Roma.

– ¿De verdad? ¿Te has enterado de algo nuevo?

– Me he enterado de que Grimaldi tuvo una especie de conversión religiosa hace unos años. Se deshizo de todos sus bienes materiales. Donó todo su dinero a obras de caridad.

– Me estás tomando el pelo.

– En absoluto.

Después de un breve silencio, Riordan dijo:

– No lo creo.

Zuoz era un pueblecito precioso acurrucado en la ladera de una montaña. Las estrechas calles estaban flanqueadas por casas señoriales del siglo xvi de color crema, ocre o gris con grandes y bellísimas puertas de madera. Las aceras estaban repletas de personas excepcionalmente bien vestidas que iban de un lado a otro bajo una débil lluvia.

Incluso con un mapa, Lassiter tardó bastante en encontrar la dirección que buscaba, que, al final, resultó estar tan sólo a diez minutos andando del centro del pueblo. Pero, a pesar del mapa, y del reducido tamaño del pueblo, se perdió y tuvo que preguntar el camino dos veces, luchando con su alemán.

– Ist das der richtig Weg zu Ramistrasse?

– Ja.

Pasó por una placita con una fuente austera y perfectamente cuadrada. ¡Era tan distinta de las fuentes de Roma! El único ornamento lo constituía una estatua de un oso de pie con una de las patas cortadas: el emblema de alguna ancestral familia suiza.

Por fin, encontró la casa. Era un chalet de tres pisos con una placa de bronce al lado de una puerta de madera que sin duda tenía más años que todo Estados Unidos. La placa decía:

Gunther Egloff, Direktor

Salve Cáelo

Services des Catholiques Nord

Gemeinde Pius VI

Lassiter llamó a la puerta y esperó. Al cabo de bastante tiempo, oyó una voz por un micrófono escondido junto a la placa.