Выбрать главу

Sus miradas se encontraron.

– ¿Y conducía desde tan lejos?

– De hecho, recuerdo que me dijo que estaba buscando un apartamento más cerca del hospital porque conducir desde tan lejos era un fastidio. Y tampoco es que lo hubiera hecho tantas veces.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque era nueva. Sólo llevaba un par de semanas trabajando en el hospital.

– Espera un momento. ¿Me estás diciendo que empezó a trabajar en el hospital después de que ingresaran a Grimaldi?

Riordan se frotó los ojos.

– Sí. La trasladaron desde… no sé dónde. También es mala suerte. Su segunda semana en el trabajo y la cogen de rehén. Todavía está bajo tratamiento psicológico.

– ¿No ha vuelto al trabajo?

Riordan movió la cabeza y bostezó.

– Está demasiado trastornada.

– Jimmy…

Riordan levantó las manos.

– Vale, vale. Ya sé lo que estás pensando -dijo. -Sólo llevaba dos semanas en el hospital, iba por ahí con las llaves en el bolsillo…

– Y además da la extraña casualidad de que vive en un pueblo donde Umbra Domini tiene un centro de retiro.

Riordan asintió con un suspiro.

– Tienes razón. Lo comprobaré, ¿vale? Pero yo que tú no me haría demasiadas ilusiones. -Riordan vació la copa de un trago. -Bueno, ¿y tú qué? ¿Vas a volver a casa por Navidad?

– No.

– ¿Y eso por qué?

Lassiter se encogió de hombros.

– No quiero enternecerte, detective, pero ¿para qué? No queda nadie. No me queda nadie. Toda mi familia está muerta.

– Y, entonces, ¿qué vas a hacer?

– No estoy seguro. Lo más probable es que vuelva a Roma.

– ¿A Roma? ¿Cómo que a Roma? Acabas de decirme que le han volado los sesos a tu compañero. ¿Es que quieres que te maten también a ti?

– Murió de asfixia, y no, no quiero que me maten. Nadie me va a buscar en Roma. Estaré más seguro allí que en ningún otro sitio. Si alguien quiere encontrarme, me buscará en Estados Unidos. Al menos eso es lo que haría yo.

Riordan empezó a decir algo, pero el sistema de megafonía anunció a todo volumen la salida de su vuelo. Era un aeropuerto pequeño y, cuando el anuncio fue traducido al alemán, Lassiter ya había pagado la cuenta y estaba al lado de Riordan en la fila del control de pasaportes.

– Ese asunto de tu amigo -dijo Riordan, -el chico de Roma…

– Bepi.

– Sí… -Riordan dejó de hablar mientras le daba la tarjeta de embarque y el pasaporte al policía. -Los cadáveres se están empezando a amontonar -comentó. El policía miró los documentos, selló el pasaporte y le devolvió todo con una sonrisa aburrida. Unos metros más adelante, un hombre calvo se estaba vaciando los bolsillos mientras una rubia esperaba para registrarlo. -Tu hermana y tú sobrino -dijo Riordan. -Eso hacen dos. Tres con Dwayne. Luego Bepi. Si su muerte de verdad está relacionada contigo, ya son cuatro. Y ni siquiera estoy contando a la mujer de Praga y a su hijo, pero con ellos serían seis.

Riordan volvió a fruncir el ceño y ladeó la cabeza como un perro que oye un sonido distante. Abrió la boca para decir algo más, pero el policía le instó a avanzar. La mujer rubia ya había acabado con el hombre calvo, y los viajeros se empezaban a amontonar detrás de Riordan. El detective dejó el maletín sobre la cinta transportadora, levantó las manos y dio un paso hacia adelante. Ante la irritación de los que lo seguían, se detuvo debajo del detector de metales y se dio la vuelta.

– Mantente en contacto, ¿vale? Quienquiera que esté detrás de todo esto, Grimaldi, o quien sea, sabe perfectamente lo que hace. Lo sabes, ¿verdad?

CAPÍTULO 23

Llegaron la Nochebuena y la Navidad, pero no pasó nada.

En Italia, las fiestas resultaban más tranquilas y familiares que en Estados Unidos. Sin la enorme carga comercial que rodea esas fechas, sin el compromiso de comprar regalos y acudir a fiestas, sin la obligación de sumergirse en la alegría navideña, el ambiente en Roma resultaba sereno, incluso pacífico. Los días se sucedieron sin nada que los diferenciara entre sí, y el día de Nochevieja no tardó en llegar.

Para Lassiter fueron días extraños e inconexos. Alquiló una suite en un hotel retirado, justo al norte de los jardines de Villa Borghese. Fue a la clínica dental que había en la viale Regina Elena, donde un dentista británico le extrajo lo que quedaba del diente que le habían roto en Nápoles, y se hizo una radiografía en el hospital internacional Salvator Mundi; aunque estaba magullado, no tenía ninguna costilla rota.

Comía solo en pequeñas trattorie y leía un libro de bolsillo de Penguin detrás de otro. Se levantaba tarde y salía a correr. Había pensado en contarle a la policía lo que sabía de Bepi, pero una breve conversación con Woody lo hizo cambiar de idea. ¿Qué le iba a contar a la policía? Sólo tenía sospechas, y contárselas a la policía italiana no parecía demasiado buena idea. Al menos eso es lo que pensaba Woody. Sí, se había hecho una purga en el SISMI, pero ¿hasta qué punto? Sin duda, Grimaldi todavía tendría amigos. Y quién sabe si no había alguna relación entre el SISMI y Umbra Domini. Ahora era mejor pasar inadvertido y esperar a que la polvareda se volviera a asentar.

Así que Lassiter pasó las Navidades sin dejarse ver. Llamaba a Estados Unidos cada dos días desde una cabina de la estación de tren, pero nunca había nada nuevo. Incluso las negociaciones con American Express estaban paradas hasta después de Nochevieja. «Realmente, no hay casi nadie trabajando. Todo está parado», le dijo Judy. Lassiter le dijo que lo entendía. Y era verdad.

También comprobaba los mensajes que tenía en el contestador automático: invitaciones a fiestas, llamadas del tipo «mantente en contacto» y felicitaciones navideñas de personas ni demasiado cercanas ni demasiado queridas. Mónica le dejó un mensaje alegre y cariñoso, Claire uno tenso y hostil. Pensó en llamar a las dos, pero realmente no tenía nada que contarles.

Algunas noches se quedaba sentado en el viejo sillón de brocado de su habitación de hotel y pensaba en su casa de McLean. Había leído en el Herald Tribune que había habido una gran nevada en Washington. Unas Navidades blancas. Pensaba en el camino de entrada y en el puentecito, en el riachuelo y en los árboles tapizados con nieve. Y, dentro de la casa, la noche pálida, iluminada por la nieve, resplandeciendo en los ventanales del atrio.

A veces pensaba en Kathy y en Brandon. Empezaba a olvidar cómo eran físicamente. Pensar en Brandon lo deprimía. Era… Había sido… un niño alegre. Lo habría pasado fenomenal jugando con toda esa nieve. En un año o dos, Brandon habría empezado a jugar al fútbol. A Lassiter le hubiera gustado enseñarle. ¿Y por qué no? Brandon necesitaba un padre, aunque fuera postizo, ¿y quién mejor que Joe Lassiter, un miembro fundador de la Alianza?

Y después pensaba en Grimaldi. Y, después de Grimaldi, en la termita. Termita.

Entonces intentaba pensar en cosas menos traumáticas. El correo se estaría amontonando, rebosando del cesto donde lo dejaba su asistenta cuando él estaba fuera. Habría una montaña de revistas, catálogos y tarjetas de felicitación de despachos de abogados de Washington, Nueva York, Londres y Los Ángeles, pero ninguna de ellas incluiría la palabra Navidad. Simplemente dirían: «Felices fiestas.»

Tumbado en la cama, con la mirada clavada en el techo, Lassiter se dio cuenta de que realmente no deseaba volver a casa.

Hoy no. Ni mañana tampoco. Quizá nunca.

Tampoco le apetecía hacer turismo. Había ido un par de veces a los museos Vaticanos y la capilla Sixtina. Ambos eran impresionantes, pero Lassiter parecía haber perdido el interés por todo lo que no fuera Franco Grimaldi. Hacía los crucigramas del Herald Tribune y bebía demasiado vino tinto a la hora de cenar.

Y entonces llegó la víspera de Nochevieja, una noche que tradicionalmente se reserva para revisar el pasado y tomar resoluciones para el futuro. Esperó hasta las ocho y fue a cenar a una trattoria que había a una manzana del hotel. Le sirvieron calamares marinara, ensalada con hinojo, raviolis rellenos de piñones y espinacas y además cordero a la parrilla con salsa de menta. Pidió un café solo con un trocito de piel de limón y, después, la casa lo invitó a tiramisú y a una copa de Vin Santo.