– ¡Chin, chin! -replicó la mujer. – ¡Chin, chin!
CAPÍTULO 30
– Una tormenta horrible. ¡Horrible! ¡De esas que realmente dan miedo!
– Ya me imagino -dijo Lassiter esperando que Freddy se hubiera acordado de limpiar la nieve de la entrada de su casa. -Tiene que haber sido impresionante.
– Desde luego. Vamos, hasta he escrito a casa para contarlo: «La tormenta del siglo.»
– ¿De dónde es? -preguntó Lassiter mientras miraba cómo el viento formaba pequeños remolinos de nieve en el claro de luna.
– ¿Perdón?
– ¿De dónde es usted?
– Ah. De Pindi. Así es como la llaman en la televisión: «La tormenta del siglo.» Hace que suene muy dramático.
– Aquí gire a la izquierda.
– ¿Puedo preguntarle dónde ha estado de viaje?
– En Italia.
El taxista asintió.
– ¿Y no le han robado?
– No -contestó Lassiter. -Me ha pasado de todo, pero no me han robado.
– Entonces le doy mi más sincera enhorabuena.
– ¿Por qué?
– Por viajar con tan poco equipaje. Ni siquiera un emigrante…
– Gire a la izquierda en la próxima esquina.
– Sí. Hasta yo traje más cosas cuando vine a Estados Unidos. Pero veo que usted es de los que necesitan poco equipaje. Una chaqueta extra y ya está. Eso es lo que yo llamo un hombre sin ataduras.
– Sí, tengo muy pocas ataduras. Es la casa de la derecha.
– ¿La grande?
– Sí.
– ¡Dios mío! Qué moderna es.
– Gracias.
Lassiter le dio al taxista dos billetes de veinte dólares y le dijo que se quedara con el cambio. Después se dio la vuelta y subió los escalones hacia la puerta principal.
Entonces se dio cuenta. La casa estaba oscura, completamente oscura. Él no la había dejado así. Siempre que se iba de viaje dejaba un par de luces encendidas; más para darse la bienvenida a sí mismo que para ahuyentar a los posibles ladrones. Pero la única luz que se veía era la del diodo rojo del sistema de alarma, que parpadeaba de forma constante en el panel de aluminio que había al lado de la puerta.
«Al menos la alarma sigue puesta», pensó Lassiter al acordarse de que llevaba pilas independientes por si se producía un corte de luz.
Lassiter sabía que no tenía sentido guardar una llave fuera cuando se había gastado una fortuna en un sistema de seguridad para la casa. «No sabe con qué facilidad las encuentran los ladrones. Muchos, hasta usan detectores de metal», le habían dicho al instalar la alarma.
Así que Lassiter no le dijo a nadie lo de la llave. Ahora se alegraba de no haber hecho caso a los expertos. Además, él siempre se había justificado pensando que la llave no valía de nada si no se conocía la clave de la alarma. Con la nieve casi hasta las caderas, se alejó un par de pasos de la puerta y se agachó debajo del porche. Siempre escondía la llave detrás de una de las viguetas, fuera de la vista, de forma que sólo se pudiera encontrar mediante el tacto. Y allí estaba. Volvió a la puerta, la abrió, buscó a tientas el cuadro de mandos que controlaba el sistema de alarma, abrió la tapa y tecleó la clave que la desactivaba.
Después cerró la puerta y permaneció quieto en la oscuridad, escuchando los sonidos de la casa. Después de lo de Nápoles se había hecho más precavido. Pero no había nadie. Nada. Sólo la tenue luminosidad de la nieve derramándose a través de las ventanas. Apretó el interruptor de la pared, pero la luz no se encendió. Probó con otro interruptor. Tampoco. Ahora que lo pensaba, la calefacción tampoco funcionaba.
Lassiter respiró hondo. La casa estaba helada, pero en el despacho tenía una chimenea y un sofá de cuero que se convertía en cama. Dormiría allí y, si seguía sin haber luz por la mañana, se mudaría al hotel Willard hasta que solucionaran el problema.
Al menos, el teléfono sí funcionaba. Lassiter llamó a su compañía de suministro eléctrico para notificar la avería. La mujer que le contestó soltó una carcajada.
– ¿Dónde ha estado metido? -le preguntó. – ¡Hace tres días que no hay luz en McLean! Pero estamos trabajando en ello. Ya no creo que tarde mucho.
Y así fue.
Cuando se despertó, el fuego se había apagado, pero la calefacción estaba encendida; en vez de fría, la casa estaba templada. Fue al cuarto de baño de puntillas, se dio una ducha y se vistió. Mientras pensaba en todo lo que quería hacer en la oficina, oyó un débil zumbido en el despacho.
El ordenador estaba encendido. Debía de haberse encendido por la noche, cuando había vuelto la electricidad. Lassiter se acercó a la mesa y lo apagó. Luego, se dio cuenta.
Si el ordenador se había encendido al reanudarse el suministro, tenía que haber estado encendido cuando se produjo el corte. Una de dos, o se había olvidado de apagarlo cuando se fue a Italia, hacía casi un mes, o lo había encendido otra persona.
– Yo no lo dejé encendido -se murmuró a sí mismo Lassiter. -No lo hago nunca.
Así que tenía que haber entrado alguien mientras él había estado fuera. Pero eso tampoco tenía sentido. La alarma estaba puesta. Y hacía falta un auténtico profesional para burlar un sistema de seguridad tan sofisticado como el suyo. Y, además, pensó Lassiter mirando a su alrededor, no faltaba nada. En el vestidor tenía un reloj de pulsera Breitling que valdría unos dos mil dólares, y el equipo de música estaba intacto. En una esquina del despacho vio la pequeña vitrina que contenía primeras ediciones valoradas en más de veinticinco mil dólares; nadie había tocado los libros. Y las valiosas litografías del salón también seguían allí.
Todo estaba intacto.
Lassiter se sentó delante del ordenador y apretó la tecla intro tres o cuatro veces. El autoexec.bat hizo su trabajo y apareció un rótulo en el centro de la pantalla: «¿Clave de acceso?»
De hecho, la clave no era una palabra, sino una combinación de letras, números y signos de puntuación sin ningún sentido. Precisamente por eso era imposible de adivinar, porque no era ni una palabra ni una frase. Mientras no se introdujera la clave en el ordenador, el disco duro permanecía inaccesible. Aun así…, alguien con mucho talento había conseguido entrar en la casa sin que sonara la alarma. ¿Habría conseguido acceder también a los datos del ordenador? Lassiter no lo sabía. «Pero para eso están las claves de acceso -se dijo a sí mismo, -para que la gente no pueda entrar. Pero claro -se contestó inmediatamente, -para eso están también las alarmas.»
Se agachó hacia la unidad central y buscó con el tacto el botón de encendido. Tardó unos segundos en encontrarlo. Al mirar debajo de la mesa vio por qué: alguien había movido el ordenador. No mucho, pero desde luego alguien lo había movido. Una marca en la alfombra indicaba el sitio donde había estado apoyado durante más de un año. Ahora estaba unos centímetros hacia la derecha.
«Te estás volviendo paranoico -pensó. -Lo más probable es que lo dejaras encendido al irte a Italia. Eso lo explicaría todo.»
Sólo que no era así. Y Lassiter lo sabía perfectamente.
– Hombre, Joe…
– ¿Qué le ha pasado, señor Lassiter?
– Bienvenido, señor Lassiter.
– Me alegro de volver a verlo, señor Lassiter.
Al pasar por los cubículos, Lassiter recibió todo tipo de saludos, sonrisas de bienvenida y miradas de preocupación sincera. Cuando finalmente llegó a su despacho cerró la puerta, tiró la chaqueta y el bastón encima del sofá, llamó a su secretaria por el intercomunicador y le dijo:
– Mire a ver si está Murray Fremaux.
– ¿Se refiere al chico de los ordenadores?
– Sí.
– Está bien, pero debo de tener unas cincuenta llamadas para usted.
– Las llamadas pueden esperar. Usted tráigame a Murray.
Dos minutos después, Murray entró en el despacho con cara de preocupación y un café en la mano.
– ¿Qué le pasa? -preguntó Lassiter.
– Nunca me había llamado a su despacho.