Y, después, nadie.
– ¿Dónde está? -preguntó Lassiter tras un largo y tenso minuto.
Riordan pisó el suelo con fuerza y movió la cabeza.
– No lo sé -contestó mirando a Drabowsky, que estaba hablando por su teléfono móvil con gesto de tensa tranquilidad. De repente, tres agentes del FBI corrieron agachados hacia la mansión. Cuando entraron en el edificio, la calle se sumió en un largo y tenso silencio.
Lassiter esperó a que sonaran los disparos. Pero lo único que pasó fue el tiempo. Finalmente, los agentes salieron de la mansión. Encogiéndose de hombros, movieron a una la cabeza mientras enfundaban las armas.
– Está bien -declaró Drabowsky. -Vamos a echar una ojeada. -Y avanzó hacia la casa seguido de dos agentes.
Lassiter se volvió hacia Riordan.
– Creía que me habías dicho que Grimaldi estaba dentro -dijo.
– Y eso se suponía -repuso Riordan.
– En la foto estaba ahí mismo, en el porche.
– Ya lo sé.
– ¿Qué cojones ha pasado?
– ¡No lo sé!
Lassiter y Riordan siguieron los pasos de Drabowsky. Al llegar a la puerta, un agente del FBI se interpuso en su camino.
– No se puede pasar -dijo.
Riordan le enseñó la placa.
– Policía de Fairfax -explicó. -Es nuestro caso.
El agente se apartó de mala gana.
El panorama con el que se encontraron en el interior de la mansión era de una sencillez abrumadora. Las paredes pintadas de blanco estaban prácticamente desnudas y los suelos de madera brillaban bajo innumerables capas de cera. No se veía ningún televisor ni ningún equipo de música y los escasos muebles que había eran viejos. Los únicos «ornamentos» eran los crucifijos que había en cada puerta y la fotografía enmarcada de Silvio Della Torre sonriendo bondadosamente que colgaba de la pared de cada habitación.
Todo era igual de espartano. En el comedor había una larga mesa de pino con un gran banco de madera a cada lado y nada más. En la cocina vieron una gran cacerola llena de coles encima de un horno de porcelana que había visto mejores tiempos. En el salón sólo había ocho sillas de respaldo recto dispuestas en círculo, como si la habitación estuviera dedicada a algún tipo de terapia de grupo; y ése era probablemente el caso.
La mayoría de los agentes del FBI estaban registrando los dormitorios. Lassiter y Riordan fueron de una habitación a otra, hasta que por fin encontraron a Drabowsky.
El jefazo del FBI estaba registrando un gran armario en una habitación que, además de ese mueble, sólo tenía un colchón y una lámpara de pie. Al lado del colchón había un frasco de Silvederma y una papelera llena de gasas.
– Éste es el cuarto -dijo Lassiter. Se agachó y recogió del suelo un ejemplar del periódico L’Osservatore Romano. -Ha estado aquí.
Drabowsky se volvió hacia ellos.
– Se nos ha escapado -manifestó.
– Mala suerte -contestó Riordan.
– El cuarto de baño parece un hospital de campaña -señaló Drabowsky. -Desde luego, no le faltaban cuidados.
– ¿Puedo preguntar algo? -dijo Lassiter.
Drabowsky lo miró y se encogió de hombros.
– ¿Cómo cojones se ha escapado?
Drabowsky movió la cabeza de un lado a otro.
– No hay ninguna necesidad de usar ese tipo de lenguaje -replicó Drabowsky, como si Lassiter hubiera herido su sensibilidad.
– ¡Se supone que estaba bajo vigilancia! -insistió Lassiter. – ¿Cómo cojones se puede haber escapado?
– No estaba bajo vigilancia -respondió Drabowsky.
– ¡Y una mierda que no! ¡Claro que lo estaba! -exclamó Riordan.
– He visto la foto -apuntó Lassiter.
– Levantamos la vigilancia ayer por la noche.
– ¿Que hicieron qué?
– ¿Y a quién cojones se le ocurrió una idea tan genial? -preguntó Lassiter.
– A mí -contestó Drabowsky.
Lassiter y Riordan se miraron.
Riordan movió la cabeza.
– Tom, por Dios santo -dijo. – ¿Por qué hiciste eso?
– ¡Porque estamos en un distrito rural! -gritó Drabowsky. -No sé si os habéis dado cuenta. No paraba de entrar y salir gente, y la furgoneta destacaba aparcada ahí fuera como si fuera un platillo volante. No quería que se diera cuenta de que lo estábamos vigilando. ¿Vale?
– ¿Que si vale? ¡Pues claro que no vale! ¡El muy cabrón se ha largado! -exclamó Lassiter.
– Eso parece -repuso Drabowsky.
Lassiter se dio la vuelta y se marchó con Riordan pisándole los talones.
– Aquí hay algo raro -dijo Lassiter entre dientes, -algo que apesta.
– Sé lo que estás diciendo.
– ¡No tiene sentido!
– Ya lo sé.
– No lo entiendo. ¿Y qué si Grimaldi se daba cuenta de que estaban vigilándolo? ¿Qué iba a hacer, excavar un túnel?
– No lo sé. No tengo ni idea de lo que se le pudo pasar por la cabeza a Drabowsky.
Al salir a la calle, Lassiter vio a la enfermera hablando con un agente del FBI. Aunque estaba esposada, sonreía beatamente mientras contestaba a las preguntas del federal.
Lassiter vaciló un instante.
– No lo hagas -le aconsejó Riordan.
Pero Lassiter no podía evitarlo. Se acercó a ella, la agarró del brazo y la obligó a darse la vuelta.
– Su amigo ha asesinado a mi familia. Lo sabe, ¿verdad? Mató a mi hermana y a mi sobrino mientras dormían. Qué tipo tan cojonudo…
– ¡Eh! -exclamó el corpulento agente y apartó a Lassiter de la enfermera. – ¡Ya basta!
Juliette lo miró con unos ojos llenos de sentimiento.
– Lo siento -dijo, -pero ¿qué se esperaba?
De repente, Riordan se metió en medio, subiendo y bajando las manos en el aire, como si fuera la reencarnación irlandesa del Mahatma Gandhi.
– ¡Venga! ¡Ya vale! ¡Vámonos! ¡Venga! -Cogió a Lassiter del brazo, lo apartó de la enfermera y se lo llevó hacia el coche.
– ¿Que qué me esperaba? -murmuró Lassiter. – ¡Que qué cojones me esperaba!
Judy no volvió a la oficina hasta el jueves. Tenía el ojo izquierdo cubierto con un parche negro.
– Se acabó -anunció al entrar en el despacho de Lassiter.
– ¿El qué? ¿Tu carrera de juez de línea? -contestó Lassiter levantando la mirada.
Judy se quedó quieta donde estaba y ladeó la cabeza.
– No, tu carrera de investigador privado.
Lassiter se recostó en su asiento.
– Ah -dijo. Y se odió a sí mismo por intentar parecer tan frío y desinteresado.
– Eso es lo que estaba celebrando cuando pasó lo del corcho. Hemos llegado a un trato con American Express. -Judy se dejó caer en una silla y cruzó las piernas. -Sólo falta que sus abogados redacten los papeles y que los nuestros den el visto bueno.
– Me alegro. ¿Cómo va el ojo?
– Se curará. ¿Te interesa saber cuánto dinero te van a dar o te doy lo que me parezca justo y me quedo con el resto?
– No -replicó Lassiter con una risita. -De hecho, me interesa mucho.
– Ya me lo imaginaba. En números redondos, dieciocho millones y medio.
– ¿De verdad?
– De los que doce millones son para ti y el resto para los accionistas minoritarios.
– Como, por ejemplo, tú.
– Como, por ejemplo, yo. Y Leo. Y Dunwold. Y todos los demás. Hasta Freddy tiene un par de acciones. Lo suficiente para comprarse un coche, en cualquier caso.
– Eso se llama compartir beneficios.
– Ya sé cómo se llama.
Sonó el intercomunicador.
– ¿Sí? -dijo sin levantar la voz. -Escuchó unos segundos. -Está bien, hágalo pasar.
Judy lo miró con gesto interrogante.
– Es Freddy. ¿Te importa que pase un momento?
– No -repuso Judy al tiempo que se empezaba a levantar. -Avísame cuando hayáis acabado.
Lassiter movió la cabeza.
– No hace falta que te vayas -dijo. -Sólo será un minuto. Además, quiero hablar contigo sobre la mejor manera de dar a noticia.
Freddy llamó a la puerta y entró. Parecía malhumorado. Al ver a Judy, saludó: