– ¿De qué está hablando? ¿Cómo que su identidad? ¿Qué identidad?
– Marie A. Williams es Calista Bates. ¿Qué le parece?
– Me está tomando el pelo -dijo Lassiter mientras recordaba los titulares de las revistas sensacionalistas: «Calista en Cannes», «Calista en Le Dome», «¿Dónde está Calista?». La actriz no había hecho ninguna película en siete u ocho años, pero su bellísimo rostro seguía apareciendo en las portadas de las revistas del corazón. Como en el caso de Greta Garbo, se había convertido en un mito por renunciar a la fama cuando estaba en lo más alto de su carrera, cambiando el glamour por el anonimato.
Pero la historia de Calista era todavía más misteriosa. Como en el caso de Lindberg o de Sharon Tate, cuando se hablaba de Calista Bates se aludía a una historia de la que todo el mundo conocía los detalles.
Un preso de una penitenciaría de California que estaba cumpliendo una condena de dieciocho años por robo y violación se había obsesionado con Calista. Había escrito a los estudios de cine pidiendo fotografías suyas, se había hecho miembro de su club de fans y guardaba recortes de todas las noticias que aparecían en la prensa. Su obsesión por Calista había llegado hasta tal punto que había convertido su celda en un auténtico altar de hormigón a su «único amor verdadero», Calista Bates.
En 1988, cuando salió en libertad condicional, lo primero que hizo fue coger un autobús a Beverly Hills, donde encontró fácilmente la casa de Calista gracias a una de esas «guías de las estrellas». Estuvo meses rondando su casa y dejando regalos en la verja de entrada de la mansión de Calista. Una de las cosas que dejó fue un vídeo de sadomasoquismo y una foto de una culturista con los pezones perforados que llevaba una capucha negra como única vestimenta. Era como para poner los pelos de punta.
Pero eso no fue todo. El telefonillo de la mansión sonaba a todas horas, pero al salir nunca había nadie. Y, aunque cambió de número de teléfono infinidad de veces, el teléfono sonaba de día y de noche y la voz y el mensaje eran siempre los mismos: «Calista, putilla, déjame entrar.»
El presidiario saltó la tapia de la mansión dos veces, aunque en ambas ocasiones salió huyendo gracias a los ladridos de Kerouac, el perro labrador de Calista. Un día, cuando salió a recoger el correo al buzón, Calista se encontró todas las cartas llenas de sangre. Otro día, el pervertido intentó forzar la verja de entrada con un coche.
La policía siempre respondía con buenas palabras a las llamadas de Calista, pero nunca hacía lo suficiente. Durante un mes patrullaron los alrededores de la mansión, pero no encontraron nada. Al final le sugirieron que contratara un servicio telefónico que pudiera identificar las llamadas, pero el presidiario siempre llamaba desde teléfonos públicos. Después de varios meses de falsas alarmas, o de alarmas verdaderas sin ningún arresto, la policía acabó por lavarse las manos. «Serán chavales haciendo gamberradas», dijeron. Como si eso explicara las cartas ensangrentadas, los vídeos pornográficos o el intento de forzar la entrada con un coche.
La noche que mató al perro y forzó la puerta de la verja, Calista estaba leyendo en el salón. Oyó el ladrido del animal y un aullido agonizante antes de que el presidiario rompiera la ventana de una pedrada. Su llamada desesperada a la policía fue reproducida una y otra vez por todas las cadenas de radio y televisión: «Soy Calista Bates… Calle Mariposa, doscientos once… Un hombre con un cuchillo ha entrado en mi casa… Ha matado a mi perro… Ahora está en el salón… Les aseguro que no es ningún chaval.»
La policía tardó menos de cuatro minutos en llegar, pero el presidiario ya le había dado dos cuchilladas, cortándole los tendones de la muñeca derecha. Las últimas imágenes de Calista fueron tomadas en la escalinata de los juzgados después de que sentenciaran al presidiario. Llevaba un traje de color azul cielo y estaba increíblemente hermosa. Todo lo que dijo fue: «Esto es todo, amigos.»
Durante los siguientes meses sólo concedió un par de entrevistas. Se rumoreaba que iba a volver a trabajar, pero las revistas del corazón tenían razón al decir que se estaba escondiendo del mundo. Un año después vendió su casa y todas sus pertenencias y desapareció.
Nunca se la volvió a ver. O, mejor dicho, se la vio en cientos de lugares distintos al mismo tiempo.
En las ecuaciones de la cultura popular, Calista Bates era una mezcla entre Marilyn y John F. Kennedy. Se podía ver su retrato pintado con spray en los muros de cualquier ciudad del país. ¡Qué mujer!
Pero había algo más, algo más personal, pensó Lassiter. Lo tenía en la punta de la lengua. Pero, al intentar recordarlo, lo perdió. Fuera lo que fuese, se le escapó. Se había acordado de algo durante un instante, pero se le había olvidado antes de que pudiera procesarlo.
– No, señor Lassiter, no estoy bromeando. He encontrado al viejo encargado del edificio de apartamentos. Vive en Florida. Cuando le he preguntado por Marie A. Williams me ha dicho: «¿Es usted de la revista?» Yo le he dicho: «¿Qué revista?» Y él me ha dicho: «El Enquirer.» Y después me lo ha contado todo. Me ha dicho que se acordaba perfectamente de Marie A. Williams, que no podía creerlo cuando se enteró de que era Calista Bates. Me ha explicado que hasta salió una foto suya en la revista enseñándole el apartamento a un periodista. Hasta se ha ofrecido a mandarme una copia del recorte de prensa.
– Gary -dijo Lassiter con tono escéptico, -el Enquirer no es precisamente lo que se dice una revista…
– ¡Un momento! Ya sé lo que va a decir. Pero, primero, escúcheme. Me acuerdo perfectamente del reportaje. Usted no puede acordarse porque no vive en Minneapolis. Aquí no pasa ni una semana sin que alguien diga que ha visto a Calista Bates. Sin ir más lejos, el otro día leí que la habían visto en la isla de Norfolk, o algo así.
– Ya, claro. Y seguro que pesaba treinta kilos y que tenía leucemia.
– Sí, en efecto, una vez trucaron unas fotos de Calista para que pareciera raquítica y enferma. Pero lo que le estoy intentando decir es que yo soy de Minneapolis. Me acuerdo perfectamente de una señora que salió en la televisión diciendo que había visto a Calista en ese edificio de apartamentos. La verdad es que entonces no le di mayor importancia. Pero la cosa es que esa mujer dijo que se llamaba Marie Williams.
– ¿Y qué le hace pensar que era ella?
– Hablé con el periodista.
– ¿Con un periodista del Enquirer’?
– Sí.
Lassiter se rió irónicamente.
– Ya sé lo que está pensando. Pero esos tipos son mucho más rigurosos de lo que cree la gente. Tienen que serlo, porque les meten pleitos prácticamente a diario. -El investigador de Minneapolis hizo una pausa. – ¿Me sigue?
– Sí.
– Bien. Ocurrió tal y como se lo voy a contar. Alguien llamó a la línea que la revista tenía para recibir pistas sobre el paradero de Calista.
– ¿La revista tenía una línea para recibir pistas sobre Calista?
– ¡Eso es lo que le estoy intentando decir! Una mujer llamó al Enquirer y dejó un mensaje diciendo que la había visto con un agente inmobiliario de la empresa Century Veintiuno. Era una de esas mujeres mayores del extrarradio que no tienen nada mejor que hacer que cotillear.
– ¿No me había dicho que vivía en un bloque de apartamentos en el centro?
– Vivía, pero ahora se estaba comprando una casa. Una casa grande en un buen barrio de las afueras. Y la iba a pagar al contado. El agente decía que el trato estaba prácticamente cerrado. Pero luego apareció un listillo del Enquirer y se cameló a la recepcionista de la inmobiliaria. Cuando la chica le dijo que la dienta se llamaba Williams, el periodista se presentó en su apartamento del centro. «¿Quién es?», dijo ella. «Soy del Enquirer.» Y ya está. Desapareció.