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– Una historia muy interesante -comentó Lassiter. -Pero ¿cómo sabe que era Calista Bates?

– El periodista, un tal Michael Finley, sacó fotos. Antes de hablar con ella estuvo vigilando el edificio de apartamentos desde el coche. Hizo muchísimas fotos. Me las enseñó. Tengo que admitir que tenía el pelo castaño y un corte diferente. Además, llevaba gafas. Pero, desde luego, parecía ella. De eso no hay ninguna duda.

– ¿Parecía ella?

– ¡Todavía hay más! Finley me confirmó que era Calista Bates.

– ¿Y cómo lo sabía él?

– Por su historial financiero. Probó el número de su tarjeta de la Seguridad Social con el nombre de Calista Bates. ¡Y encajó! Resulta que lo de Calista era un nombre artístico que se inventó su agente cuando llegó a California. Algo más llamativo; usted ya me entiende. Pero no se cambió el número de la tarjeta de la Seguridad Social. ¿Por qué iba a hacerlo? Además, iba a tener que pagar impuestos de todas formas, se llamara como se llamase. Así que utilizó el mismo número de siempre. Por lo visto, el agente de Calista le pagaba a través de una empresa de la que ella era la presidenta y única accionista. Y no se lo pierda: la empresa se llamaba «Una Gran Compañía Americana». Así podría ir por ahí diciendo que era la máxima accionista de una gran compañía americana. ¡Vaya sentido del humor! En cualquier caso, su agente sólo tenía el número de identificación fiscal de la empresa. Calista hacía su propia contabilidad, calculaba sus propios impuestos, todo… Y eso me hace pensar que no debía de pagar demasiados impuestos.

– A ver si me entero -dijo Lassiter. -Dice que realmente se llama…

– Marie A. Williams.

– Pero que se cambió de nombre cuando se hizo actriz.

– Y cuando se marchó de California, cuando desapareció -añadió Stoykavich, -volvió a recuperar su nombre de siempre. -El detective privado hizo una pausa antes de continuar. -Lo que hizo esa mujer fue toda una hazaña. Sobre todo teniendo en cuenta lo famosa que era. Hablando de camaleones… Esa mujer es una actriz… increíble.

– ¿Y qué pasó con Finley?

– ¡A Finley le fue muy bien! No se preocupe por Finley. Finley consiguió los recibos de sus tarjetas de crédito. Y sigue viviendo de eso. Publicó Los restaurantes favoritos de Calista, Calista llega a Rodeo Drive, Los bares favoritos de Calista; ese tipo de cosas.

Lassiter sintió pánico. Se imaginó los titulares de las revistas: «Asesino persigue a Calista y a su hijo secreto.» El programa de televisión «Los criminales más buscados de América» emitiría un programa especial. Primero aparecería Riordan llamando por teléfono, una y otra vez, desde su despacho. La cámara enfocaría el fichero que tendría abierto sobre el escritorio. Después, una toma larga de la cara deformada de Grimaldi. Niños degollados, madres asesinadas, casas quemadas. Y un número en rojo: «Llame al 1-800-Calista (1-800-225-4782). ¡Ayúdennos a encontrarla antes que ellos!»

– Déjeme que le pregunte una cosa -dijo Lassiter. – ¿Qué le contó exactamente al periodista? ¿Le mencionó mi nombre?

– No, no. Le dije que me había contratado una organización de mujeres acosadas. Y además tuve que darle doscientos dólares para conseguir que abriera la boca.

Lassiter reflexionó unos instantes.

– Está bien -repuso. -No estoy seguro de lo que nos conviene hacer ahora. Me temo que si ya resultaba difícil encontrarla antes, ahora…

– Va a ser todavía más difícil. Tiene razón. Pero tenemos algunas pistas. El encargado de los apartamentos del centro me dijo que había trabajado como voluntaria en una biblioteca y que se matriculó en una academia. Y, además, está lo del embarazo. Puede que fuera a alguna clase de ejercicios de preparación para el parto, o algo así. Me podría enterar.

– Sí, me parece bien. Mire a ver qué puede averiguar. Y, hablando de eso, me gustaría que me diera el número de teléfono de ese periodista. ¿Cómo se llamaba? ¿Finley?

Stoykavich le recitó el número de teléfono.

– Una última cosa -dijo el investigador.

– ¿Sí?

– Cuando hable con Finley, agárrese bien la cartera. -El hombre negro de Minnesota soltó una gran carcajada, como un trueno primaveral.

«Calista Bates.»

Era como una broma en la que la buena noticia era al mismo tiempo mala, y la mala noticia era al mismo tiempo buena. El hecho de que fuera tan difícil dar con ella dificultaba la posibilidad de advertirla, pero también hacía más difícil matarla. Y, si él no podía encontrarla, nadie podría hacerlo; de eso estaba seguro.

Lassiter se levantó y se acercó a la ventana. El sol se acababa de poner y había dejado de nevar. Detrás del Pentágono, el cielo resplandecía con una luminosidad de un extraño color zafiro que parecía casi sobrenatural. La gran cúpula iluminada del Capitolio irradiaba una luz tan fría y punzante que cada curva, cada ángulo y cada detalle del edificio parecía cortado con la precisión milimétrica de las figurillas labradas en marfil que vendían en el barrio chino. Encima de la cúpula, la luna colgaba suspendida entre un sinfín de estrellas. Las estrellas brillaban con tanta intensidad que resultaba fácil imaginarse el universo encerrado en una enorme cúpula en la que unos pequeños agujeros permitían vislumbrar el paraíso.

Lassiter sintió una oleada de optimismo. Después de todo, tal vez estuviera viva. Después de todo, puede que…

Sonó el intercomunicador.

– ¿Sí?

– Hay alguien aquí que quiere verlo -dijo Victoria con tono de desaprobación.

– ¿Quién?

– Buck.

CAPÍTULO 32

El hombre que entró por la puerta medía aproximadamente un metro sesenta y cinco. Tendría unos cuarenta años. Llevaba el pelo engominado y recogido en una coleta y tenía la tez intensamente bronceada. En vez de cuello tenía una inmensa columna de carne que parecía una extensión de los hombros. Realmente recordaba a un personaje salido de una mala película de acción.

– Soy Buck -dijo al tiempo que extendía el brazo.

– Gracias por venir -contestó Lassiter mientras el hombre le estrujaba la mano.

– ¿Le importa que eche un vistazo? -preguntó.

– Adelante.

El guardaespaldas dio un paseo por el despacho con ademán despreocupado, volviendo la cabeza de un lado a otro, observándolo todo sin demostrar gran curiosidad por nada.

– ¿Qué hay aquí dentro? -preguntó por fin.

– Una ducha.

Buck abrió la puerta y echó un vistazo.

– Muy interesante -comentó. Después se acercó a la ventana y estuvo un buen rato observando la calle antes de cerrar las cortinas. Al darse la vuelta examinó la habitación con una mirada que, más que nada, transmitía desinterés.

Finalmente se sentó en el borde de la silla Barcelona e hizo crujir sus nudillos mientras miraba la chimenea.

– Terry ya me ha puesto al tanto de todo. Usted siga con lo suyo, como si yo no estuviera. -Y así, sin más, Buck sacó un libro de su maletín y se puso a leer. Lassiter no pudo evitar fijarse en el título: Perfeccionamiento del japonés.

Lassiter volvió a concentrarse en los documentos que tenía encima del escritorio. Siguió dividiéndolos en dos montones, uno con los documentos científicos y el otro con los que aludían a cuestiones teológicas. Cuando acabó miró el reloj. Eran las cinco y media. Le pidió a Victoria que llamara a la chica del departamento de investigación.

– ¿Cree que se habrá marchado ya? -preguntó Lassiter.

– No, seguro que sigue en la oficina. Pero…

– ¿Qué?

– ¿Quién es ese hombre? -inquirió con una risita.

– ¿Se refiere a Buck? Buck es mi nueva niñera.

Buck seguía concentrado en su lectura.

– Ah, es su guardaespaldas -repuso Victoria sin poder disimular su emoción. -Voy a ver si encuentro a Deva Collins.

La joven investigadora no tardó en llamarlo por la línea interna.