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"¿Qué te has hecho?" El se había encogido de hombros. Nada especial. Discutió con el tipo sobre la psicología de los chilenos, con la mayor amabilidad, casi cordialmente. Les dieron una carne dura y una salsa indigesta. El vino estaba bueno, pero se acabó y hubo que resignarse al aguardiente.

Cuando la conversación se animaba, él se puso de pie. Al dar la mano a Marcela, advirtió en sus ojos un fulgor de odio. Continuó impasible la rueda de las despedidas, deteniéndose para decir una broma, exaltado por su dominio de la situación. "Mucho gusto de conocerlo" dijo el tipo, solícito, y él correspondió con discreta efusión.

En el ascensor, la soledad, que se había recogido, regresó con furia y estruendo. ¿Por qué no volver al departamento, junto a Marcela, si dominaba realmente la situación?… Pero las puertas automáticas se abrieron, implacables, y lo arrojaron a la noche. En su casa, no tuvo valor para reanudar el viaje con el protagonista inglés. No supo a qué libro recurrir. Permaneció mirando las estrellas, recordando vagamente la última vez que Marcela había estado en esa habitación. Algo le había dicho ella de su psicoanalista. El no imaginó a ese tipo pequeño, cuya expresión arisca era desmentida por la voz y los modales engolados. Había sentido lástima por Marcela, un dejo de vergiienza y tristeza…

Desata el paquete y mira las láminas, que no son tantas como había creído. Difícil hincar el diente a ese estilo arcaico, lleno de rodeos e indicaciones superfluas. Anteayer, una historia del Mediterráneo. En el segundo capitulo se le habían cerrado los ojos. "¿Qué me pasa?… ¿Llamaré a Marcela?" Antes era capaz de leer entero a un autor y de releerlo. Ahora, la máquina mental se obstruye; un resorte se ha vencido.

Camina por la pieza, observando de reojo las hileras de libros. ¿No es bueno, algunas veces, tomar resoluciones drásticas, suprimir hábitos inveterados? Saca un volumen descuadernado, con un horrible dibujo en la portada. "¡A la basura!… ¡Este también!… ¡Y este también!" Algo, en el umbral de la conciencia, le señala la posibilidad de venderlos a una librería de segunda mano, previa selección. Pero lo ha dominado, en forma súbita, un ímpetu destructivo que no hay modo de contener. Se atesta el canasto de basura, lo mismo que unas cajas de cartón que descubre en el cuarto de guardar, y los libros, partidos en dos, empiezan a volar al suelo del repostero. Un ímpetu febril, que sólo perdona algunos autores muy venerados: cuero sólido, bloques de papel noble. Después de una hora de actividad, el repostero es un cementerio de ensayos sutiles, cuyo título es ya un alarde de originalidad, de poemas amanerados, de novelas inútiles. Cierra la puerta para aislar esos promontorios de papel, cuya sola presencia amenaza con envenenarle todavía más el cerebro, y respira tranquilo, contemplando los tomos que han quedado tendidos en los anaqueles semidesiertos. Los ordena y ocupan sólo un mínimo rincón, pero un rincón que infunde confianza…

Descansar, después de la tempestad, fumando un cigarrillo. Apenas se da cuenta de que ha descolgado el fono y de que marca un número. No contestan. Bien. Abre la ventana y aspira el frescor de la brisa. Los ruidos y las luces, abajo, en una lejanía inalcanzable… Se aproxima al estante. Un libro verde, pesado, lo acompaña hasta el sillón y descansa, abierto, sobre sus rodillas. Da vuelta una página y otra, reposadamente. Se detiene y lee, con una sonrisa indefinida, el diálogo clásico del amor:

Yo soy la rosa de Sarón, Y el lirio de los valles. Como el lirio entre las espinas, Así es mi amiga entre las doncellas. Como el manzano entre los árboles silvestres, Así es mi amado entre los mancebos: Bajo la sombra del deseado me senté, Y su fruto fue dulce a mi paladar…

APUNTE

– ¿POR QUÉ te demoraste tanto?- preguntó Diego.

Estaba tendido en la cama. Flaco, desorbitado y con grandes ojeras.

– No pude llegar antes -dijo Ricardo, con tranquilidad. Caminó a la ventana y miró la calle, abstraído-. ¿Qué me querías contar?

– Si te atrasas tanto, será porque no te interesa.

Tratando de controlar su resentimiento, Diego miró las ramas de un árbol, que se empinaban hasta la ventana. Era un muchacho pecoso, de color cetrino, que no parecía haber cumplido los dieciocho años. El rostro de Ricardo demostraba mayor madurez, cierto pesimismo prematuro y una vanidad excesiva.

– ¿Cómo quieres que sepa si me interesa o no?

Diego bajó la vista, golpeando el mentón contra las rodillas:

– ¿Sabes?… El sábado me encontré con Teresa.

– ¿Sí?

Ricardo se había retirado de la ventana y contemplaba los libros de un estante.

Diego sonrió ensimismadamente.

– ¿Cómo te fue? -preguntó Ricardo, sin dejar de examinar el estante.

– ¡Muy bien!

– ¿Ah, si?…

Ricardo, en cuclillas, sacaba un volumen, lo miraba con ceño displicente y lo restituía a su lugar.

– Era una fiesta -dijo Diego-, y pasamos toda la noche juntos…

Tragó saliva antes de proseguir.

– … No sé… Teresa estaba muy distinta. Apenas nos encontramos, me dijo que la gente de esa fiesta la aburría muchísimo. Me pidió que no la fuera a dejar sola. Estaba muy cambiada, quiero decir…

– Ella es así, a veces.

Diego miró a Ricardo, pero Ricardo continuaba su inspección, despreocupadamente. -¡Te aseguro que estaba muy cambiada! Yo nunca la había visto así, al menos…

Ricardo le dirigió una mirada rápida. No hizo comentarios.

– ¡Déjame contarte! -continuó Diego-. Un tipo la sacó a bailar y Teresa me dijo al oído que la esperara. Como seguía bailando con otros, me fui al comedor a tomar unos tragos. Y de repente aparece ella, me lleva para un lado y me arma un escándalo por haberla dejado sola.

– Típico -dijo Ricardo. Se había sentado en un sillón y fumaba, lanzando columnas de humo al techo.

Diego se alcanzó a desconcertar, pero recobró sus ínfulas en seguida:

– Yo nunca la había visto así. Además, eso no es nada. Después me dijo que tenía mucho calor y salimos al jardín.

– Hm…

– Estuvimos conversando un buen rato al final del jardín. Cosas sin interés, pero Teresa, mientras conversábamos, como que se acercaba mucho, ¿entiendes?… Me tomaba del brazo, ¿entiendes?…

Diego se interrumpió, molesto consigo mismo. Ricardo seguía con exagerada atención el humo de su cigarrillo.

– A mi -dijo Diego, volviendo a la carga heroicamente-, los tragos del comedor me habían mareado un poco. Me sentía como flotando.

– ¿Y?…

– Llegué y le di un beso en la boca.

Como si previera ese desenlace, Ricardo movió la cabeza en señal afirmativa. Se acomodó en el asiento, aplastando el cigarrillo contra un cenicero:

– Y ella, ¿cómo reaccionó?

Pareció que las preguntas de Ricardo hubieran acorralado a Diego.

– Le di varios besos más -dijo Diego, con una expresión de angustia-. Hasta que ella se quejó del frío y entramos a la casa.

– ¿No la has vuelto a ver?