– No. La he llamado varias veces, pero no está nunca.
Ricardo sonrió con escepticismo.
– ¿Qué opinas tú? -preguntó Diego.
Ricardo hizo un gesto de incertidumbre:
– Las mujeres son muy raras. No las entiende nadie.
– ¿Por qué tan raras?
Ricardo encendió un nuevo cigarrillo, lanzó una larga columna de humo y cruzó las piernas, arrellanándose en el sofá.
– ¿Por qué dices que son raras? -insistió Diego.
– El otro día me encontré en la calle con Teresa -dijo Ricardo, con estudiada parsimonia-. La acompañé hasta su casa y me convidó a comer. Después de comida, la familia se fue a dormir y nosotros quedamos solos en el salón. Bueno… Estuvimos en lo mismo que tú en el jardín, con la única diferencia de que esto siguió hasta pasado las dos de la mañana…
Diego enrojeció intensamente. Ricardo, de piernas cruzadas, golpeaba el cigarrillo con la yema del dedo índice y la ceniza caía sobre el cenicero.
– ¿Cómo no me habías dicho? -preguntó Diego, haciendo un supremo esfuerzo para demostrar indiferencia.
– No había tenido tiempo… Lo curioso es que Teresa me dio a entender que está enamorada de mí.
– ¿Tú estás enamorado de ella?
– No creo -dijo Ricardo, mirándose las uñas de la mano izquierda.
Guardaron un prolongado silencio.
– Son raras las mujeres, en realidad -dijo Diego.
EL ULTIMO DIA
FedericO despierta en la madrugada y cae de nuevo en sueños febriles, donde las imágenes de la víspera adquieren, imperceptiblemente, un matiz absurdo. Vuelve a despertar, y luego se encuentra, no sabe desde cuándo, en la pesadilla. A las siete de la mañana, con las campanadas de la iglesia y los primeros ruidos de la calle, no consigue seguir durmiendo, a pesar de haberse acostado a las cuatro.
Recuerda vagamente el boliche denso de humo, la confusión, la ira irracional que se descargó en improperios amargos contra sus amigos, contra las mujeres, contra el país entero. Un estallido que lo sorprendió a él mismo, habituado, por tradición de familia, a reprimir los arrebatos. Y todo porque un periodista adiposo, con anteojos de miope y tono petulante, acaparaba la conversación.
Temblando, se levanta y refuerza las coberturas de la cama con kilos de ropa, que saca a tirones del ropero. Nada. El frío anida en el centro del cuerpo, fuera de alcance. Queda un abrigo en el suelo y el ropero abierto, pero el cansancio es superior a él, aunque lo angustie el desorden…La cara le arde intensamente. Los ojos son círculos de fuego, cuyo nexo con la realidad se ha desvanecido…
Además del frío, a las cinco de la mañana, con una picazón leve, insidiosa, transformada pronto en aguijón que remece los huesos incansablemente, ha comenzado la tos. Piensa que se va a morir, ahora si, pero la fiebre le impide retener y contemplar la idea. Mira el follaje de los naranjos, en el patio. Un verde níspero, denso, inmóvil bajo el sol esplendoroso, que se levanta sobre el muro. El cielo está limpio y azul…
El ritmo de unos versos de la juventud, en los laberintos de la memoria. Irguiéndose, trata de tomar el hilo. Escribir, en las horas finales, el poema que había esperado. Pero el ritmo, desprovisto de palabras, se disuelve. Entonces, contempla el cielo, sonriendo con dignidad. No hay más que una mañana de sol. El resto es silencio…
Trae a la memoria, con un esfuerzo, la casa de sus padres. Una casa de un piso, con galerías de vidrio, claraboyas, un salón atestado de muebles, oscuro desde la época del fallecimiento del jefe de familia, comedor fresco y sombrío. Las galerías daban a un patio ocupado por tres o cuatro gallinas, que picoteaban entre los resortes salidos de un sofá, entre botellas polvorientas y vitrales rotos. Era, después de los interiores de estilo francés, el desquite de la naturaleza.
Su madre, por consejo del tío Ricardo, hermano de ella, había vendido el fundo y comprado acciones y unos inmuebles destartalados, en un barrio venido a menos, próximo a la Estación Mapocho. La señora no paraba de hablar de la renta escasa y de la carestía de la vida. Según el tío Ricardo, el libre cambio solucionaría todos los males. "Pero el gobierno carece de principios" exclamaba, con una melancolía irremediable. Entretanto, en los almuerzos de los domingos, la fuente daba vuelta a la mesa y llegaba al sitio de Federico cada vez más escuálida. El vino se ponía rancio y ya no quedaba servilleta libre de roturas. Sólo el cristal verdoso de las copas evocaba la opulencia de antaño.
En esos almuerzos, él llegaba atrasado al comedor, después de haberse distraído, con uno que otro amigo, en la contemplación y el comentario inacabable de las muchachas que paseaban por la Alameda, a la salida de misa. Cuando ya no quedaba un alma, emprendía el regreso. Atravesaba las piezas desocupadas. Frente a la puerta del comedor, que apagaba voces simultáneas, enronquecidas en el esfuerzo por dominar a las demás, se detenía unos segundos…
"¿Qué dices tú, poeta?" exclamaba alguno de los comensales, al verlo entrar. Otro lanzaba una frase alusiva a su melena. Otro, a propósito de poetas, decía que su poema favorito era El Vértigo, de Núñez de Arce. Y empezaba a recitarlo, accionando con el índice derecho, la mirada puesta en Federico.
"Extraordinario, ¿no es verdad?"
"No me gusta."
"¡No te gusta! ¿Y quién te gusta, entonces?"
"Verlaine y Rubén Darío."
El admirador de Núñez de Arce volvía la cara, con un gesto desdeñoso, y aprovechaba para inmiscuirse en la conversación de la cabecera, donde se hablaba de política y de impuestos. El tema de la poesía no daba para más. Federico desmenuzaba el pan y bebía el vino, observando a la concurrencia: los hombres, sofocados por la discusión, las mujeres, serias y compungidas, porque la situación parecía grave.
Al amainar el griterío, alguien, por amabilidad o falta de tema, le preguntaba por sus estudios y hacía conjeturas sobre su porvenir. Particiones, tribunales, códigos, archivos…
"¡Qué interesante!"
Federico asentía con la cabeza y explicaba que, después de recibir el título, pensaba viajar a Europa.
"¡Bien pensado!", exclamaba su interlocutor. "No hay nada que instruya más que un viaje."
"Le voyage forme la jeunesse" apuntaba otro, sentenciosamente.
Federico, de nuevo, asentía, pensando en las callejuelas de París, en Verlaine viejo, abúlico, sentado ante su copa de absintio, en las mujeres enigmáticas y ardientes de las novelas de fin de siglo, que recién se leían en Santiago.
Obtuvo el diploma de abogado y lo guardó en un cajón, entre cartas olvidadas y retratos de una muchacha que ya esperaba su segundo hijo,
casada con otro. A la vuelta de Europa, donde la herencia de su padre, muy disminuida, le iba a permitir trasladarse, sacaría el diploma a
relucir.
Desde allá, envió algunas crónicas a los diarios santiaguinos. Sintió después que escribir destruía el placer de mirar. Detrás de la mirada acechaba el propósito literario, como fuente de toda perversión. Mejor era instalarse en un café de Venecia, debajo de un quitasol y contemplar con plena gratuidad las palomas, el ajetreo de los canales, olvidado del tiempo y de las ocupaciones humanas, disuelta la conciencia en el cielo y el viento.
Una noche se le ocurrió sentarse frente a unas cuartillas, sin una idea preconcebida, obedeciendo al impulso difuso de poner palabras en el papel. Escribió sobre un río en el sur de Chile. El poeta lo veía desde una colina y hablaba de los álamos que se reflejaban en el agua, en el atardecer, mientras la oscuridad se iba extendiendo por los cerros. El río, abajo, guardaba un resplandor gris, cuya permanencia infundía en el poeta la sensación de que el tiempo se había detenido.
Después del bullicio, de los trenes, de las piezas de hotel, de las carreras por plazas y museos, la evocación del sur le trajo una nostalgia extraña. La agitación del viaje se transformó en desapego y ritmo apacible. Empezó a rumiar escenas sumergidas en el pasado. Si se dirigían a él, le costaba sacar el habla. La reminiscencia era un vicio nuevo, envolvente, prolongado en infinitas y sutiles ramificaciones, un vicio que lo apartaba del mundo, como la virtud más rigurosa.